Estampas de la Guerra de la Independencia
Que trata sobre la muerte de dos espías en Orduña, al tiempo de entrar en la Ciudad un grupo de guerrilleros al mando de Francisco de Longa que perseguían a una partida de tropa francesa; de cómo fueron encontrados los cuerpos de los ejecutados, y de las declaraciones que hicieron varios vecinos sobre lo sucedido.
ANTECEDENTES
El conde de Laforest, embajador francés en España, escribió en I 8 I 0: «las guerrillas surgen como enjambres por todas partes y dan muestras de mayor intrepidez conforme pasa el tiempo; […] resulta claro que el enemigo, escogiendo el tipo de guerra que las circunstancias le señalan, se ha diseminado en todas direcciones»
En la llamada Guerra de la Independencia Española, desde el instante en que dieron comienzo los enfrentamientos entre el invasor y las fuerzas fieles al rey dimisionario recluido cómodamente en Francia, movimientos de insurgencia proliferaron por toda la geografía del reino, que con subterfugios había sido ocupado por las fuerzas napoleónicas haciéndose fuertes en los puntos estratégicos.
A través de los tiempos, la guerrilla que fue clave en el resultado final de esta guerra, ha sido pintada con múltiples matices que la han dado un carácter patriótico y romántico, tratándose en muchos casos como parte consustancial del folclorismo español. Pero es indudable que, en el primer tercio de la contienda, muchos de los bandos de guerrilla que actuaban por todos los rincones de España, sin quitar el entusiasmo nacionalista con que pudieron haber nacido, no eran otra cosa más que el refugio y medio de subsistencia de desertores de los vapuleados ejércitos reales, bandidos, prófugos y aventureros, que formaban partidas caóticas sin ningún tipo de disciplina ni coordinación, «atraídos por las posibilidades del botín que la Junta Central había declarado honroso, y por el atractivo de hacer la guerra sin someterse a la disciplina, que es tan consustancial con los ejércitos».
El término de «guerrilla» fue acuñado precisamente en esta contienda, dándoselo a una forma de lucha que ha sido muy practicada a lo largo de toda la historia. Pero en los principios de esta guerra, a los grupos de civiles armados se denominaban «partidas o cuadrillas», y quiso reglamentarse su funcionamiento para que fueran más efectivos y pudieran procurarse un medio de subsistencia. El artículo 34 del Reglamento del 28 de diciembre de 1808 recogía: «La España abunda en sujetos de un valor extraordinario, que aprovechando de las grandes ventajas que les proporciona el conocimiento del país, y el odio implacable de toda la Nación contra el tirano que intenta subyugarla por los medios más inicuos, son capaces de introducir el terror y la consternación en sus Ejércitos. Para facilitarles el modo de conseguir honrosamente con el botín del enemigo e inmortalizar sus nombre con hechos heroicos dignos de eterna fama, se ha dignado S. M. crear una milicia de nueva especie con la denominación de Partidas y Cuadrillas».
Así nacieron múltiples «partidas» en las que destacaron cabecillas como Francisco Abad y Moreno «Chaleco», Juan Palarea «El Médico», Julián Sánchez «El Charro», Juan Martín «El Empecinado», Jerónimo Merino «El Cura Merino»; Francisco Javier Mina «Mina el Mozo», que tomó los apellidos de su tío Espoz y Mina y que, dado el poder que alcanzó, llegaron a apodarle «el pequeño rey de Navarra»…
Otros dirigentes de guerrilla más cercanos a nosotros, fueron Francisco Thomás de Anchia y Urquiza «Longa», nacido en el caserío Longa del bá– rrio de Bolívar y bautizado el I O de abril de 1783 en la parroquia de Santo Tomás Apóstol de Marquina (Vizcaya), Gaspar de Jáuregui «El Pastor», nacido en el caserío Arriaran Goilcoa de Villarreal de Urrechua (Guipúzcoa); Sebastián Fernández «Dos pelos», coronel de los Voluntarios Alaveses; Dionisio Ignacio de Larrea «Mataculebras», natural del concejo de Zalla (Vizcaya), que actuaba por zonas limítrofes con la Tierra de Ayala, y contaba en sus filas con Antonio de Gorri y José de Otaola Retes, ambos de Zuaza; Domingo de Allende, de Gordejuela; Ramón de Olabarrieta y Félix de Montalbán, de Oquendo ; el vizcaíno Eustaquio Salcedo «Pinto»…, y otros muchos más, puesto que en cada comarca surgía un carismático cabecilla que movilizaba contra el invasor a un grupo de quince a treinta lugareños.
También desde los primeros instantes de la contienda, actuó por el Valle de Ayala y sus cercanías Domingo Thomás de Yzarra y Urrutia «El Cura Izarra», que había sido bautizado en la parroquia de San Julián de lzoria (ílava), y falleció el 20 de septiembre de 1809 sin llegar a cumplir los 31 años de edad .
Muerto este guerrillero ayalés, fue relevado primero por «Francisco Ortiz, vecino de Mena, que cuando llegó la partida de Cubillas se fue con ellos llevándose varios de la compañía. […] Entonces tomó el mando Francisco de Ugalde, vecino de Luyando y natural de Aracaldo; que éste permaneció con el mando como cosa de un mes, y se fue sin decir a nadie nada desde el pueblo de Orozco». Al final se hizo cargo de la cuadrilla Josef Asencio de Ochoa y Garaio, natural de Luyando, hasta que, junto a su lugarteniente Francisco de Larracoechea «Pacho el Tuerto de Areta», fue capturado por los miqueletes, y finalmente juzgado y sentenciado a la pena capital.
Se ejecutó a ambos guerrilleros en la Plaza Pública de Bilbao en compañía de otros tres reos, certificando «nos los dichos Escribamos, que a cosa de las doce horas de la mañana deste día, habiendo estado formada la tropa de la guarnición en la Plaza pública de nuestra villa, y constituyéndose en la Cárcel Provisional de este Señorío con los Ministros Alguaciles requeridos, hicimos entrega formal de las personas de Josef de Ochoa y Francisco de Larracoechea, en la portalada de ella, al ejecutor verdugo Josef Condadom–, quien se hizo cargo de ellos, y, en efecto, por su orden y escoltados con parte de dicha tropa, fueron conducidos al patíbulo, en el cual y en nuestra presencia, efectuó el expresado verdugo la muerte de dichos dos presos a garrote, según y en la forma que se manda por la sentencia dada por el Tribunal Criminal deste Señorío, dejándolos cadáveres. De todo lo cual certificamos y damos fe en Bilbao a diez y nueve de enero de mil ochocientos diez. = José Ramón de Zamalloa. = Fernando de Chavarri».
No tuvo diferente suerte Dionisio Ignacio de Larrea «Mataculebras» el guerrillero de Zalla, que también fue capturado con varios de sus compañeros. En el diario oficial «El observador político y militar de España», fue anunciado el fallo de la causa seguida por el Tribunal Criminal Extraordinario del Señorío, con el que se castigó al cabecilla y sus dos lugartenientes, Domingo de Allende y Antonio de Gorri, a la pena de garrotevil «que se executará en la plaza pública de la ciudad de Orduña y que surta de esta manera el efecto más saludable refrendado á los malhechores, con la circunstancia de que, verificada la ejecución, sea separada la cabeza de DionisioYgnacio de Larrea por mano del berdugo y colocada por éste en el punto del Camino Real de la jurisdicción de este Señorío más inmediato al pueblo de Zuaza, en donde cometió sus mayores crímenes, bien entendido que nadie la quite so pena de la vida, sin expresa orden nuestra».
Para dar cumplimiento a la sentencia y auxiliar a las autoridades que la iban a ejecutar, a las catorce horas del día 3 de marzo de 1810 salieron de la Villa de Bilbao, para llegar a la Ciudad de Orduña el día siguiente, los «Ministros Alguaciles de Vara» Felipe de Madariaga y Antonio de Echevarría, escoltados de una partida de Miqueletes de Policía.
De inmediato se dio cuenta del contenido del auto definitivo y su próxima ejecución, a los reos presos en la cárcel habilitada en la Aduana, iniciándose gestiones para el levantamiento del patíbulo en la plaza pública, con su escalera, los tres postes con los garrotillos y bancos, y también un tablero, avisando a Mathias Roldán, Martín Francisco de Olavarria y Julián de Torre, mayordomos de la Cofradía de la Vera Cruz de la Ciudad, para que estuviesen presentes en el lugar a las once y media de la mañana del día de la ejecución, advirtiendo también al pregonero de Orduña, Francisco García de Polanco, que debía dar las noticias desde esa misma madrugada.
A las seis de la mañana del día cinco se revisó la instalación en presencia de Josef de Condado, el verdugo de Vitoria que también ejecutó a Ochoa y al «Tuerto de Areta», quien quedó satisfecho del examen realizado a las instalaciones.
Como estaba previsto, a las once y media de ese mismo día, «habiéndose formado la tropa francesa y la partida de Miqueletes de la Villa de Bilbao en la Plaza Pública de esta Ciudad, y constituyéndose en la Aduana que sirve de cárcel», custodiados con parte de esa tropa, fueron conducidos los reos hasta el patíbulo donde los recibió el verdugo, situó a cada uno en su lugar y procedió a su rápida ejecución. Después, el pregonero asalariado de Orduña leyó la orden del Corregidor de Vizcaya con la que se prohibía la retirada de los cadáveres hasta que lo autorizase el Juez competente.
No obstante este bando, los mayordomos cofrades de laVera Cruz presentaron respetuoso escrito de súplica para que sean «bajados del sitio en donde se hallan, ponerlos en las andas ó féretros, conducirlos a la Iglesia Matriz de Santa María en esta Ciudad, y puedan contar con los Divinos Oficios».
El Juez comisionado dio la autorización para las tres de la tarde, y así se pasó la orden al verdugo que debía cumplir con el último extremo de la sentencia. «Puesto en el tablero el cadáver del expresado Dionisio Ignacio de Larrea, le cortó y separó de su cuerpo la cabeza con un cuchillo, la cual puesta en un cajón se custodió en la Aduana y sitio donde sirvió de capilla de dicho Larrea». Los cuerpos se llevaron a la iglesia, se les cantó los oficios, y fueron sepultados en la capilla de Nuestra Señora de los Dolores».
Finalmente, el 6 de marzo a las ocho de la mañana, la cabeza de «Mataculebras», custodiada por la tropa francesa que servía de escolta, fue colocada en el Camino Real, en el sitio llamado Puente de Saracho, en jurisdicción de Orduña, y en medio de las casas de Francisco Riberas y Pedro de Ugarte.
Los desastres que causaban en las columnas francesas estas partidas de guerrilleros, provocaron multitud de reacciones extremadamente represivas, como ésta. Y al margen de las sentencias y ejecuciones que, para escarmiento público, eran aplicados a quienes fueran hechos prisioneros formando parte de ellas, también se castigaba a la población civil que les diera cobijo, alimentos o información.
Por Decreto del 8 de febrero de 1810 firmado por su Majestad el Emperador y Rey, el General Thouvenot, fue nombrado Gobernador de Vizcaya. Este gobierno abarcaba a las provincias de ílava, Guipúzcoa y Vizcaya, y le correspondía la administración de Policía, de la Justicia y de la Hacienda.
Thouvenot, tratando de erradicar la proliferación de los grupos de guerrilla, y «considerando que la tranquilidad pública es uno de los primeros beneficios que el Gobierno debe procurar a sus pueblos, y considerando que existen todavía varias quadriIlas de bandidos que circulan en algunas partes del Gobierno de Vizcaya, y queriendo conseguir su total destrucción», el 10 de marzo de 1810 elevó a decreto una práctica que ya se venía cumpliendo desde el principio de la contienda; «todo bandido que sea cogido con las armas en la mano será afusilado en el mismo sitio, y colgado en el árbol más próximo. El que sea preso sin defensa, será presentado á la Junta Criminal más inmediata, á menos que pruebe que estaba en camino para presentarse á la sumisión».
Otro Decreto que hizo Ley de la represión habitual, éste firmado en el cuartel general de Vitoria el 1 de septiembre de 1810 por el General de División Drouet, Conde de Erlon, Grande Oficial de la Legión de Honor, ordenaba que «se castigase a los pueblos que den víveres a los brigantes, que se califican en el País con el nombre de Voluntarios. […] y si reinciden, con el doble de la especie entregada más otra en dinero equivalente a las raciones entregadas a los brigantes, y si por tercera vez, serán arrestados los Alcaldes, Regidores y Curas de dichos pueblos, además de saquear el pueblo».
Seguía el Decreto advirtiendo, que si los habitantes de algún pueblo avisaban a los guerrilleros de la situación de las tropas o se negasen a denunciar el lugar donde se hallaban los voluntarios, serían considerados como «parte de dichas guerrillas, arrestados y entregados á una Comisión militar, y todo el pueblo tratado exemplarmente»; además, el lugar o jurisdicción donde se atacase a los franceses sería multado. Si ocurría una segunda vez «todas las Autoridades, es decir, Alcaldes, Rexidores y Curas, serán arrestados, entregados á una Comisión militar, y el pueblo saqueado».
Así sucedió unos cuantos meses antes de estos decretos, concretamente en octubre de 1808, cuando las tropas francesas quemaron casas y ejecutaron a varias personas en Luyando y Llodio, quizá como represalia porque la cuadrilla de Ochoa, que era de Luyando, y Larracoechea, natural de Llodio, en septiembre de ese mismo año y junto a la venta «Los Nogales» cerca de Areta en Zuloaga, atacaron a una partida de soldados franceses que volvían de acompañar a José Domingo de Mazarredo, Ministro de Marina de José Bonaparte. En la emboscada murieron dos soldados franceses e hicieron prisioneros a los demás apoderándose de sus armas, caballos, e incluso las ropas que vestían.
Sobre estos hechos declaró «Joan José de Eguia, vecino de el Noble Valle de Oquendo en la Noble Tierra de Ayala, feligresía de San Román», que ese mismo día iba a Llodio caminando por el barrio de Isusi, «y que hace memoria por haber estado mirando desde junto al Santuario de Santa María del Yermo, jurisdicción de este Valle, que á principios de octubre del año próximo pasado de mil ochocientos y ocho, incendiaron y abrasaron varias casas en este Valle la tropa francesa, á saber: tres en el barrio de Ibarra de Gardea de este Valle, otras tres en el de lbegazuaga de él, una titulada Launchu en el sitio de este nombre, otra llamada Echeru, y otras tres en el barrio de Zuluaga de la feligresía de este Valle, y al mismo tiempo es cierto también que saquearon y robaron á muchos vecinos y mataron á otros, de forma que se halla este Valle y sus habitantes en el estado más lastimoso que cabe».
El declarante se refiere a la desolación que los días 7 y 8 de octubre de 1808, causaron las tropas francesas a su paso por estas localidades situadas en el Camino Real. Durante estos días un fuerte contingente de diez mil soldados franceses, se desplazó por el Valle del Nervión, pernoctando primero en Orduña y en Llodio después, antes de dirigirse a Vitoria.
En Luyando fueron ejecutados y enterrados en su parroquia de Santa María Magdalena los siguientes vecinos:
Manuel de Gárate y Bárbara, natural y residente en Luyando, de 58 años, muerto cerca de su casa. Estaba casado con Ramona de Urquijo y Escalza de la que tuvo tres hijos: Lázaro, Pedro y Manuela.
Vicente de Ybarra y Vitorica, natural de Llodio y residente en Luyando, de 30 años. Casado dos años antes con Josefa Justina de Yarritu y Aguirre, de Izoria, de la que tenía un hijo llamado Manuel, de poco más de un año.
Francisco de Montalbán y Eguia, natural de Gordejuela y residente en Luyando, de 40 años. También fue muerto cerca de su casa. Estaba casado con María Ramona de Solaun y Ulibarri, de Luyando, y dejó dos hijos, Domingo y Román Josef.
Domingo Manuel de Basualdu, natural de Llodio y residente en su barrio de Ibaiguazaga, de 66 años. Casado con María de Gastaca. Dejó tres hijos, Domingo, María Josefa y María Antonia.
Miguel de Múgica, natural de Tolosa (Guipúzcoa), de unos 30 años. Se ignoraban más datos de él.
María Antonia de Garayo y Gaviña, natural y residente en Luyando, de 78 años, casada con Lázaro Laña y Urquijo con el que tuvo nueve hijos de los cuales cinco vivían: Cándida, Josefa, Manuela, Margdalena y Ramona.
Francisco de Lezameta y Landaluze, natural y residente en Barambio, de 64 años, viudo de María Antonia de Aldama y Zulueta, de Amurrio, y de la que tuvo seis hijos, cuatro vivían;Ysidora, María Antonia, María Ana y Josefa.
Los muertos de Llodio fueron : José de Camino y Montalbán, de 64 años. Marido de María de Respaldiza y Gastaca, de la que dejó cuatro hijos; José, Juan Blas, Dominica, y Damiana.
José Antonio de Solaun y Beraza, de 71 años, viudo de Javiera de Arza y Olartegochia con la que tuvo doce hijos. Fue incendiada la casa donde vivía, y allí también murió su hijo Lorenzo Ramón de Solaun y Arza, heredero de la hacienda, de 50 años, casado con María Antonia de Bengoa Lezameta con la que tuvo tres hijos; Antonio, Josefa, y Manuela.
Pedro de Larrinaga y Elorrio, de 61 años, marido de María Antonia de Vitorica y Olabarrieta. Su cadáver corrompido se halló cinco días después.Tenía hecha donación de la hacienda de Ibarra en Gardea a favor de su única hija Josefa Antonia, casada con Domingo de Goya.
Los espías:
No obstante estas represalias, las guerrillas subsistieron hasta el final de la Guerra de la Independencia, ocasionando el caos en las columnas de soldados franceses no bien reforzadas, así como en el tránsito de sus correos, tan necesarios como apoyo en la planificación de las tácticas bélicas. Además «las guerrillas contribuyeron a la guerra psicológica, ya que los franceses se vieron obligados a mantenerse en constante alerta, mientras que los ejércitos aliados podían tomarse un descanso en la seguridad de un campesino vigilante», y ellos mismos se deshacían de los espías que podían informar al enemigo francés, castigando a quienes mostraran signos favorables con el invasor. En todos los lugares se mantenían atentos los informadores, que eran vitales para la actuación de la guerrilla.
La efímera partida del «Cura Izarra» que comenzó sus actividades guerrilleras desde el principio de la contienda, fue eliminada el 5 de diciembre de 1809 con la detención de su último cabecilla y cuatro de sus componentes: José de Ochoa, de ejercicio labrador y a veces arriero, natural de Luyando; Francisco de Larracoechea, «El Tuerto de Areta», de treinta y seis años, vecino y natural de Llodio, Sargento de una de las compañías de la caballería de la división de don Juan Díaz Porlier «El Marquesillo»; Martín de Ibarrondo, de veintiséis años, labrador y vecino de Ceberio, José de Beobide, natural de Astiazu en la Provincia de Guipúzcoa, carbonero que a veces hacía funciones de curandero, y que para sus declaraciones necesitaba de un intérprete pues hablaba en euskera y malamente en castellano; y José de Arana, de veintiún años, labrador, natural de Miravalles.
Los duros interrogatorios a que fueron sometidos, presos en la Cárcel Provisional de la Villa de Bilbao, donde permanecieron cuarenta y seis días antes de la sentencia de muerte de los cabecillas y de la larga condena de prisión a que fueron castigados los otros tres, iban encaminados a probar sus acciones, y especialmente a descubrir las fuentes de información con las que conseguían ventajas para ejecutarlas.
Todos negaban conocer la identidad de los espías, aunque uno de los prisioneros, el joven José de Arana, ante la pregunta de «¿Sabe con quiénes tenía comunicación Ochoa o grande amistad y en dónde ocultaba sus robos?»; respondió que no sabía con quién se comunicaba, «pero que una mujer de Llodio era la que le servía de espía, cuyo nombre ignora pero la conoce de vista y sus señas son: bastante alta, flaca, picada de viruela, que solía andar vestida con una saya de estameña negra y una chamarrita de lo mismo aunque más fina, como de cuarenta y siete años de edad, que unas veces andaba con zapatos y otras veces con alpargatas y algunas veces con mantón».
Esta descripción se repitió en los interrogatorios, hasta que al final fue el propio Ochoa quien tuvo que denunciar a su informante respondiendo que «la mujer que se le indica se llama Joaquina de Urquijo, y por apodo «La Tirana», de quien se solía servir el confesante para saber si venían tropas Francesas, y que le avisase de cualquier cosa que ocurriera».
No fue hasta el 20 de septiembre de 1811, casi dos años después, en que se detuvo a esta espía.
El Mariscal de Logis, Juan Bautista Grosdemange, comandante de un destacamento del Primer Escuadrón de la Gendarmería Imperial, informó ‘nue «hallándome en Llodio prevenido que Joaquina de Urquijo por mote «La Tirana», acusada de espionaje y otros muchos hechos, se hallaba en su propia casa, la hemos rodeado para que no pueda escapar, y la hemos hecho presa para conducirla a la cárcel del Señorío en Bilbao hasta que se ordene otra cosa». Sin más trámites, el 10 de octubre, cuando iba a ser trasladada a la cárcel de Vitoria, se ordenó suspender todos los procedimientos.
Similar suerte tuvo María Antonia de Garavilla y Urquijo, nacida en Oquendo el 14 de noviembre de 1785, quien, según sus propias declaraciones, «desde que comenzaron las partidas de patriotas ó guerrilleros, las favorecí con quanto pude no sólo admitiéndoles en mi casa, sino también proporcionándoles vestuarios, armas y municiones, hasta que el día veinte y siete de agosto de mil ochocientos y once, hallándome en la Villa de Bilbao con el objeto de comprar ó proporcionarme de los efectos expresados, fui presa por la policía de los enemigos, y puesta en la cárcel pública de la misma Villa. Desde ella fui conducida á la de la ciudad de Vitoria, donde residía la policía superior del llamado 4° gobierno, y desde Vitoria á la de San Sebastián, padeciendo en todos estos viajes los trabajos y sentimientos de que solo puede tener idea quien los haya padecido. Por último los enemigos miraron con tal seriedad los servicios que yo había hecho contra ellos, que me condujeron á Francia, y señaladamente al pueblo de Epinar, del departamento de Vosquelos, confines de la Lorena».
Incluso el presbítero de la Parroquia de San Pedro de Lamuza de Llodio, el doctor don Juan José de Galíndez y Acha, fue hecho prisionero por las tropas invasoras y deportado a Francia, a la ciudad y comuna de Perigueux en la Región de Aquitania, departamento de Dordoña, donde estuvo recluido durante cinco años y ocho meses, prácticamente toda la contienda.
El acoso a los espías era implacable. En 1812, estando en Orduña don Juan Agustín de Múxica y Butrón, Corregidor de Vizcaya, remitió un comunicado urgente al Alcalde de Llodio, exigiendo la comparecencia e interrogatorio de la titular de la Venta de los Nogales del barrio de Areta, y de Juan de Asua, arriero vecino de Llodio, que habían sido acusados de espías en un proceso que se seguía en la ciudad contra dos mujeres, también acusadas de espionaje.
Cada pueblo contaba con un indeterminado número de espías e informadores, y son múltiples los testimonios que recogen la persecución y castigos que sufrieron durante toda la Guerra de la Independencia.
LOS HECHOS DEL RELATO
El 24 de octubre de 1810, cuatro días antes de los sucesos que luego se verán, tuvo lugar en la Sierra de Orduña uno de los hechos de guerra destacados durante la contienda, en el que fue protagonista la partida de Francisco Thomás de Anchia y Urquiza «Longa», por entonces bajo las órdenes del general Mariano Renovales, militar nacido en 1774 en Arcentales (Vizcaya), y que luchó en los sitios de Zaragoza como teniente coronel de caballería.
«Longa» actuaba principalmente por ílava,Vizcaya y Burgos, juntándose en ocasiones con Francisco Javier Mina «Mina el Mozo», con el que participó en los ataques de Estella (julio de 1811) y Sangí¼esa (enero de 1812).
Aquel octubre de 1810, «Longa» tenía instrucciones del General Renovales de que controlara los pasos estratégicos de Balmaseda y Orduña hacia el mar, porque la Regencia le había ordenado dirigir una expedición marítima contra los franceses en la costa del Cantábrico, que luego resultó un fracaso.
Para cumplir con el encargo, «Longa» dispuso espías en el Camino Real de Madrid en dirección a Francia, y estos le informaron que en Burgos se estaba preparando un importante convoy con mercancías que iba a ser conducido a Reinosa, Bilbao o Vitoria. Poco después recibió un comunicado de los informadores de Pancorbo, donde le advertían que la columna compuesta por 53 carros cargados con vestuario y otros artículos, y escoltada por 550 hombres, se dirigía a Bilbao por Orduña.
Desde Espejo, donde estaba acuartelado junto con Ramón José de Abecia, otro guerrillero conocido de Renovales con el que coincidió en el sitio de Zaragoza, se dirigió a Villalba de Losa para preparar la emboscada. Allí requisó varias yuntas de bueyes, carros y jornaleros, para sacar y transportar piedras y troncos, y luego ordenó se colocaran en lugares apropiados desde donde se lanzarían al convoy.
El día 23 estaba todo dispuesto; la caballería e infantería parapetada en los puntos más ventajosos, y oculta de forma que no pudo ser localizada por la avanzadilla enemiga de 80 hombres de descubierta, que fue enviada para reconocer el camino.
Cuando el convoy llegó a las cercanías de la venta que popularmente se llamaba «del Hambre», aunque su verdadero nombre era «Venta del Hornillo», los guerrilleros rompieron el fuego e hicieron caer «peñas muy crecidas desde aquellas alturas, que mataron bueyes de la carretería, rompió carros, destrozó franceses y desordenó e intimidó a la escolta, de tal conformidad que abandonaron el convoy, y se pusieron en fuga».
Pronto se repusieron los franceses y organizaron sus filas, pero los hombres de «Longa» situados en posiciones favorables, desbarataron de nuevo las columnas enemigas poniéndolas en desbandada hacia Orduña donde intentaron defenderse. El ímpetu de los perseguidores los sacó de la ciudad y continuaron tras los huidos hasta Amurrio; allí los dejaron a su suerte pues era preciso reagruparse, «así por razones de la noche y de la lluvia, como porque interesaba recoger el convoy interceptado. Sin embargo envió «Longa» desde Amurrio, detrás de los franceses, a varios espías en seguimiento de ellos, y volvieron con ocho fusiles que habían encontrado tirados en el camino que seguían».
Las pérdidas francesas fueron de 480 cazadores muertos, 5.000 uniformes completos, 10.000 pares de zapatos, munición de guerra, armas, atalajes y otros correajes, y unos tres millones de reales, botín que se hizo llegar a la Junta de Defensa.
Cuatro días después de estos hechos, el 28 de octubre de 1810 poco antes del anochecer, una columna de tropa francesa atravesó Orduña sin detenerse, entrando por la puerta de Burgos y saliendo por el lado contrario. Cuando habían llegado «al camino del prado de esta ciudad que dirige para Bilbao», irrumpió una numerosa partida de hombres armados al mando de su comandante «Longa», que por lo visto no se había alejado mucho de sus posiciones de Espejo. Mientras unos combatientes se quedaron en la ciudad cubriendo los puntos estratégicos, el grueso de las fuerzas continuó con toda precipitación y al galope en pos de los acosados.
Caída la noche regresaron los perseguidores, alojándose unos oficiales, entre ellos su jefe, en el mesón de Manuel de Ballejuelo, mientras otros fueron a la posada de Andrés de Lauzurica.
Para entonces, las fuerzas que se habían quedado vigilantes en la ciudad, detuvieron por orden de «Longa» a Juan de Dios de Arteaga que ejercía el cargo de Ministro Alguacil, a «Manuel de Amézaga, Ministro del Resguardo de esta ciudad que por mote llaman «Cherengue», y el otro que se dice ser de oficio sastre», cuyo nombre y apellidos ignoraba el Alcalde y Juez Ordinario don José de Pereda. Los tres eran acusados de espías y colaboracionistas con las tropas de ocupación.
El Alguacil fue liberado a requerimiento y por las justificaciones que dio el Regidor, pero no pudo conseguir que se hiciera lo mismo con los otros dos, y según contó Manuel de Oribe, criado del mesonero, el propio «Longa», después de haberles hecho los cargos, mandó que se atase a los reos «como se hizo, con los brazos atrás».
Mientras tanto, María Antonia de Vitorica, esposa de Faustino de Masustegui, «vecino de la ciudad que sirvió muchas veces de conductor de oficios a la ciudad de Vitoria y villa de Bilbao», fue requerida por uno de los soldados de «Longa» para que hiciese una salmuera que debía dar a su caballo indispuesto. Hizo el preparado, se lo entregó en un cazo al soldado, y éste lo llevó hasta la posada de Lauzurica donde estaba alojado.
Pasado un rato, María Antonia fue a la hospedería para reclamar el recipiente que se había quedado el soldado, «y estando esperando por dicho caso, un Sargento de la misma compañía la preguntó qué hacía allí, que era una espía, la más mala que había contra los españoles, y que dónde estaba su marido. Y habiéndole contestado que se hallaba ausente, la dijo dicho Sargento que ínterin pareciese su marido. Inmediatamente la ataron los brazos é hicieron estar en dicha posada, y al tiempo de marchar después de haber salido de la ciudad, la pusieron á caballo y la llevaron en un rato de camino».
Momentos antes había marchado de Orduña una avanzada por la calle Burgos en dirección a Castilla, llevándose a Amézaga y al sastre, atados como estaban desde su enjuiciamiento y acusación de espionaje.
Al día siguiente 29 de octubre, entre las ocho y las nueve de la mañana, se reunieron el Alcalde José de Pereda; los cirujanos Eugenio de Torrecilla y Miguel del Castillo; el escribano Francisco Antonio de Murga, varios vecinos de Orduña como Bernabé de Arana, Francisco de Ugarte, León de Uralde, y otros de reconocida solvencia. Se trasladaron por el camino real en dirección a Castilla hasta la caseta en que se cobraba el peaje, y a corta distancia «se encontró el cadáver de un hombre que, según manifestaron las dichas personas concurrentes, dijeron ser la persona de un sujeto que se llamaba Guillén, de oficio sastre, que se hallaba en esta dicha ciudad ejerciendo dicho oficio a temporadas, y sin domicilio fijo, á quién conocían muy bien de vista, y tienen por cierto ser el mismo. Y pasando más adelante hacia las partes de Castilla, se encontró otro cadáver en el mismo camino Real, en la proximidad del sitio en que dicen el Crucifijo, que reconocido por dichas personas manifestaron ser el de Manuel de Amezaga, que por mote llamaban «Cherengue», y era Ministro del Resguardo de esta ciudad».
Los cadáveres se encontraban «tendidos a la larga, boca arriba, en el mismo camino Real, y desnudos a excepción de algunos andrajos de ropa,y habiéndolos reconocido dichos cirujanos, manifestaron que, según las heridas que tenían estaban ciertamente muertos». En dos andas propiedad de la parroquia, fueron trasladados a la Casa de Misericordia, para ser examinados con detenimiento por los cirujanos y por los vecinos, para su identificación más segura.
Al margen del informe de los expertos donde se describe pormenorizadamente las heridas sufridas, tanto de arma blanca como de fuego, los vecinos identificaron a los dos ejecutados, con la mayor exactitud posible.
El Ministro del Resguardo se llamaba Manuel de Amézaga, calificado de hombre pobre. Creían que era natural de Vitoria y tenía 29 años. Estaba casado con Maria Cruz Berricano Arana de 37 años, de Ceberio, embarazada en ese momento y que ya tenía dos hijos más llamados María Jerónima de 7 años y José Prudencio de 4. Ambos eran vecinos de Orduña. Fue enterrado, de misericordia, en la Parroquia de San Juan.
A Manuel Guillén Aguirre, el sastre, también calificaron de pobre y fue enterrado en la misma parroquia. Tenían entendido que era de Vitoria y le calculaban unos 46 años poco más o menos. Estuvo casado en primeras nupcias con Justa de Palacios Villacián, de Larrimbe, de cuyo matrimonio tenía cinco hijos, un chico y cuatro chicas, una de ellas, María Tadea, casada con Juan Bordagaray Sarachaga, también de Larrimbe. Por entonces, el fallecido vivía con Nicolasa de Zárraga, natural de Larrimbe, de quien no tenía hijos.
Ese mismo día 29 de octubre de 1810, se presentó María Antonia de Vitorica y dio testimonio de las circunstancias de su apresamiento y cómo había sido liberada.
Declaró que la subieron, atada, a un caballo. Que al tiempo de haber pasado por la caseta del peaje y siguiendo el camino arriba, «oyó decir á alguna persona, ¡por María Santísima, no nos maten ustedes!», e inmediatamente oyó un tiro de pistola. Luego los hombres de la compañía de «Longa» preguntaron a la detenida si había visto lo sucedido, y como ella respondió que no, le dijeron «pues ahora mismo los acabamos de matar, el uno con un pistoletazo que tenía tres balas y el otro á sablazos».
«Y habiendo llegado á la villa de Berberana sin saber qué hora era, la tuvieron atada según la habían llevado, hasta las seis y media de la mañana en que la dieron soltura para venir á su casa, como en efecto llegó en esta dicha ciudad á cosa de las once y media del medio día de hoy, sin que hubiese experimentado en el camino al ir, otra cosa alguna de dicha tropa».
Recogidas las declaraciones, el Alcalde pidió asesoramiento al Licenciado Juan Bautista Leal de Ibarra,y ordenó pasar oficio al Mayordomo del Cabildo Eclesiástico de la ciudad para que dieran sepultura a los cadáveres, se anote por el escribano el lugar en que fuesen enterrados, y que continúen las diligencia para aclarar más datos sobre el arresto.
El escribano se presentó a los oficios religiosos que se hicieron por los cadáveres en la Parroquia de San Juan, «una de las iglesias unidas de la ciudad», y finalizados, «se dio sepultura eclesiástica á dichos dos cadáveres en una que está sita al lado de la Epístola en dicha Iglesia, que es propia de don Enrique de la Fuente, vecino de esta insinuada ciudad, que está en frente de la Capilla de don José Francisco de Barcena».
El 31 de octubre, Agustín de Barcena, «que regenta la Jurisdicción Real y ordinaria por ausencia de los primeros de esta ciudad de Orduña», ordenó que se remitiera la información al Juez de Policía del Señorío, y sus órdenes fueron cumplidas el día 3 de noviembre, enviando las diligencias al Corregidor de Vizcaya, quien dio cuenta al Tribunal Criminal extraordinario, y éste acordó sobreseer el expediente.
Juan Carlos Navarro Ullés
«Aztarna»