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Sociedad urbana en la Baja Edad Media

Sociedad urbana en la Baja Edad Media

Detalle-6El desarrollo de la división del trabajo, y el auge que adquieren las actividades comercial y ferrona, inciden de forma importante en la Vizcaya bajomedieval, potenciando la transformación de sus bases económicas y la aparición de una nueva clase social, una incipiente burguesí­a, cuyo desarrollo se inicia precisamente en los últimos siglos de la Edad Media. Esta nueva clase, integrada en sus orí­genes por elementos muy diversos, no constituye todaví­a un grupo homogéneo y, sin embargo, tiene ya una serie de caracteres comunes, que vienen marcados, por una parte, por gozar de un estatuto particular, el propio de las villas, que les diferencia del resto de la población del momento, y por otra, por su dedicación preferente al comercio, al artesanado y a los servicios propios del mundo urbano. Ahora bien, hay que tener en cuenta que esta población urbana no rompe todaví­a los lazos que la unen con la tierra llana; con esto no queremos tanto significar que en ella sigan diferenciándose hidalgos y labradores –cosa que, en efecto, ocurre– como, sobre todo, otras dos circunstancias: en primer lugar, que una parte importante de sus elementos siguen ligados a las estructuras y relaciones sociales tradicionales y, en segundo, el hecho de que estos primitivos burgueses conservan una propiedad territorial, que intentan ampliar siempre que les es posible.

Ante la constatación de la aparición y desarrollo de una primera e incipiente burguesí­a vizcaí­na, se plantean varios problemas: quiénes son los pobladores de las villas, en tanto que éstos son los que están en la base de esa «burguesí­a»; cuáles son sus principales actividades económicas y cuál su nivel de ingresos; cómo está estructurada en los siglos bajomedievales esta población urbana, y cuáles son las relaciones sociales que se detectan en este medio; en función de qué causas surgen en las villas los conflictos sociales que se detectan.

Estos son los aspectos a los que vamos a intentar dar una primera respuesta.

1. POBLACIí“N DE LAS VILLAS

La primera cuestión a plantear es la que se refiera a la procedencia de la población urbana. Hay que tener en cuenta que las villas se constituyen, en la mayor parte de los casos, sobre un núcleo de población preexistente, en cuya composición social debí­an de predominar los labradores. Ahora bien, las cartas-pueblas van dirigidas a labradores e hidalgos, a los que más tarde se sumarán Parientes Mayores y extranjeros. Los labradores que acuden a las villas debieron de ser abundantes.

En este sentido destaca el hecho de que cinco de esas villas se fundaron a petición de los mismos a fines del siglo XIV (Rigoitia, Larrabezúa, Munguí­a, Guerricaiz y Miravalles), una vez avecindados, parte de estos labradores pierden su condición de dependencia, si bien esto no sucede en todos los casos, pues las villas, lo mismo que la nobleza, poseerán labradores censuarios, es decir, dependientes.

Otros campesinos que acuden a ellas lo harán para defender su libertad en un momento en que la presión nobiliaria se está acentuando.

Y por fin, otra parte debe de hacerlo con el fin de encontrar una forma de subsistencia que no tiene asegurada en el medio rural, bien por la escasez de sus tierras, o por ser segundones que no pueden mantenerse en el solar familiar.

Desde el punto de vista cuantitativo, el segundo elemento en importancia lo constituyen los hidalgos, cuyo interés por las villas parece aumentar desde finales del siglo XIV. Por una parte, es una salida para los segundones en un momento en que el mayorazgo se está imponiendo; por otra, es un medio de asegurarse un nivel económico aceptable cuando la fortuna familiar es restringida, así­ como una forma de luchar contra la crisis de la renta de la tierra, que les afecta de manera muy directa. Estos hidalgos se integran en la población urbana y, lo mismo que los labradores, se encuentran en la base de esa naciente «burguesí­a»; lo que no significa que pierdan su posición privilegiada, como podemos constatarlo en el caso de Martí­n Ochoa de Larrea, vecino de Bilbao, con respecto al cual los Reyes Católicos ordenan en 1485 a los justicias de Guipúzcoa le sea guardada la ley de los hidalgos.

Elementos procedentes de los grandes linajes y Parientes Mayores acuden también a las villas impulsados por la crisis. El caso de los Leguizamón, asentados en Bilbao, es quizá el más claro del proceso que lleva a estos nobles a asentarse en el mundo urbano y a participar activamente en sus actividades económicas, llegando a encabezar uno de los bandos de la villa, como veremos más adelante.

Ahora bien, también se produce el fenómeno inverso, es decir, el ennoblecimiento de ciertas personas y linajes a partir de un enriquecimiento alcanzado en la villa; tal es el caso de los Arbolancha, vecinos de Bilbao, que consiguen encumbrarse hasta los más altos escalones de la jerarquí­a social.

Por fin, entre los que acuden a poblar las villas nos encontramos tanto con extranjeros como con judí­os, si bien en ambos casos su presencia parece escasa. La ocupación más extendida entre ellos debió de ser el comercio, aunque no faltan quienes se dedican a otras actividades.

En un primer momento no parece que se ponga ninguna traba a la llegada y asentamiento de personas ajenas al señorí­o; sin embargo, a partir del siglo xv, sin duda como consecuencia de una exagerada polí­tica proteccionista, las villas comienzan a crear dificultades en este sentido. Bilbao, la más próspera de ellas, exige en 1463, para permitir el avecindamiento en su territorio, una probanza de sangre y origen, el aval de dos vecinos y la presentación de bienes que aseguren al solicitante la posibilidad de vivir durante diez años. Así­ pues, la mayor parte de los vecinos de las villas vizcaí­nas es procedente de la Tierra Llana. Ante este hecho cabe preguntarse por las razones que les impulsaron hacia los nuevos núcleos de poblamiento.

Dejando de lado las razones económico-familiares apuntadas más arriba, la primera respuesta de carácter general nos la da un documento de 1499, en el que se señala que hay personas que, aun teniendo haciendas en otros lugares, prefieren avecindarse en las villas, en este caso concreto en Bilbao, «para gozar de sus privilegios».

Las cartas-pueblas establecen ya ciertos privilegios de carácter fiscal al eximir a sus pobladores de ciertos censos, e incluso de todo pecho durante un periodo de tiempo determinado, como sucede en Elorrio y Miravalles. Estos privilegios se hacen a veces extensivos a ámbitos más amplios que las propias villas, como sucede en Lequeitio, cuyos vecinos gozan de la franqueza de portazgo en todo el reino, salvo en Sevilla y Murcia. Junto a esto hay que resaltar el hecho de que las villas se dan a sí­ mismas su propio gobierno, ejercen justicia, y en algunos casos, como el de Bilbao, sus vecinos no pueden ser emplazados fuera de ellas. De esta forma los habitantes del mundo urbano consiguen, al menos a priori, un amparo frente a posibles abusos señoriales, amparo que, en ocasiones, queda reflejado en las propias cartas-pueblas, como sucede en las de Ondárroa y Portugalete.

A cambio de estas ventajas los vecinos de las villas están sometidos al señor de Vizcaya, lo que supone la existencia de una dependencia con respecto al mismo, si bien ésta es, en general, muy laxa, máxime cuando el señor pasa a ser el rey. Pero, en función de ella, están obligados a pagar pechos y prestar servicio de armas; aunque las ventajas obtenidas a cambio parecen compensar con creces esas cargas, esto no significa que, en ocasiones, no se resistan a cumplirlas, como sucede en Durango, donde los miembros de ciertos oficios (letrados, escribanos, maestros de escuela, procuradores, cirujanos, fí­sicos y boticarios) pretenden en 1519 ser eximidos del servicio de armas.

Una tercera cuestión a plantear es la referente a la dedicación económica de esta población urbana. Sin duda, las actividades más caracterí­sticas son la comercial y naviera. Ambas constituyen la más importante fuente de enriquecimiento, y en muchas ocasiones son desarrolladas por los mismos personajes, como sucede con los Pedriza o los Basurto. En base al comercio a gran escala, particularmente el marí­timo, se constituyen importantes fortunas, que permiten alcanzar a sus ostentadores un amplio poder sobre las villas y orientar la polí­tica de éstas en su propio beneficio. Esto será un motivo de queja para los restantes vecinos, y a veces también para los habitantes de la tierra llana, como sucede en el caso de Bilbao, de cuyas ordenanzas sobre los fletes se dice que solamente benefician a diez o quince particulares ricos. Ahora bien, también se practica en las villas un pequeño comercio, que sin llegar a proporcionar tan amplios recursos a sus protagonistas, les proporciona sustanciosos ingresos, por lo que no es de extrañar que movilice a un importante número de habitantes.

Si la actividad urbana más lucrativa es el comercio, especialmente el marí­timo, hay que considerar que el mar es también medio de  otras actividades que proporcionan ocupación e ingresos a los vecinos de las villas marineras. La piraterí­a es una de ellas, y ya dentro del plano de la legalidad destacan la pesca y los oficios marineros (pilotos, marineros, etc.).

El artesanado y la práctica de ciertos oficios integran el otro grupo de actividades más tí­picamente urbanas. Los oficios artesanos son enormemente variados y tienden a cubrir las necesidades de los vecinos. En Bilbao, a fines del siglo XV, aparecen corredores, asteros, argenteros, ferreros, rementeros, espaderos, liní­erneros, cordeleros, ancleros, puchereros, ballesteros, tejedores, etc.; entre los herejes de Durango encontramos cuchilleros, tejedores, pañeros y cintureros; se puede mencionar igualmente a los zapateros, canteros, horneros, sastres, carpinteros y un largo etcétera; también la ostentación de tabernas y chiribongas y la fabricación de chacolí­ –en directa relación con la existencia de viñedos en el territorio urbano–, son otras actividades; por fin, no hay que olvidar a fí­sicos, boticarios, escribanos, procuradores, maestros de escuela (éstos en relación con la necesidad de obtener una mí­nima base cultural para el desarrollo de las actividades urbanas, especialmente el comercio), así­ como carniceros y tenderos en general.

Los habitantes de las villas obtienen también recursos por otros medios. La propiedad inmobiliara urbana, concretamente el alquiler de viviendas y locales, se convierte pronto en una fuente de ingresos para algunos habitantes de la ciudad. Las ordenanzas de Bilbao se ocupan del tema», y tenemos, además, abundantes noticias al respecto a través de los frecuentes pleitos que se plantean en torno al tema.

En general, desconocemos lo que pueden rentar tos alquileres; a tí­tulo de ejemplo podemos recurrir a un caso concreto: el pleito entre Martí­n de Barsana y Ochoa Martí­nez de Marina; este último es propietario de una casa en Bilbao, que tiene alquilada a aquél por un perí­odo de cinco años, a razón de 5.000 mrs. anuales, pagaderos por trimestres.

Junto a esto, parte de los vecinos gozan aún de una propiedad territorial y de rentas de carácter tradicionaL En muchos casos esas propiedades son de reciente adquisición, lo que pone de manifiesto el apego que existe todaví­a en el mundo urbano con respecto a la tierra. En relación con esto hay que diferenciar dos casos totalmente distintos: el de los pobladores de las villas que siguen siendo campesinos o semicampesinos, al alternar el trabajo en el campo con alguna dedicación urbana, y para los cuales la tierra es un complemento indispensable para su subsistencia. Y aquellos que invierten en la compra de heredades, o mantienen una propiedad territorial adquirida anteriormente, no tanto como medio de subsistencia o como ví­a de enriquecimiento, sino fundamentalmente como signo externo de prestigio y poder; son aquellos «burgueses» dedicados a las actividades más lucrativas, que emplean parte de sus ganancias en la compra de tierras. Esta tendencia queda recogida, en el caso de Bilbao, en el pleito que esta villa mantiene con la Tierra Llana en 1500″.

Por último, hay que señalar que los Parientes Mayores y miembros de los más importantes linajes de las villas siguen disfrutando de fuentes de renta similares a las de sus iguales de la Tierra Llana. Explotan molinos y ferrerí­as, gozan de patronatos, de labradores censuarios y de mercedes de la corona, y, lo mismo que aquéllos, utilizan también el pillaje y la violencia para aumentar sus recursos, como queda de manifiesto en la confiscación de acémilas realizada en 1348 por el preboste de Bilbao.

 

II. ESTRUCTURA DE LA SOCIEDAD URBANA VIZCAíNA

A la vista de lo hasta ahora expuesto, queda de manifiesto la existencia de una diferenciación social relativamente grande entre los distintos elementos que pueblan las villas, diferencia que explica, a la vez que está en su base, la forma desigual en que se reparten los recursos potenciales que pueden obtenerse en función de las actividades urbanas. Podemos distinguir desde un «patriciado urbano» ennoblecido, integrado principalmente por armadores y grandes comerciantes, hasta una amplia base de simples trabajadores, en ocasiones propietarios de su taller, pero en todo caso apartados de las esferas de poder.

Las villas ofrecen posibilidades de enriquecimiento, pero para ello es necesaria la posesión de una riqueza anterior que pueda fructificar a través del comercio, marí­timo o del dinero, lo que hace que estas actividades sean practicadas en su mayor parte por nobles: Parientes Mayores procedentes del medio rural, en el que cuentan con unas rentas más o menos saneadas, pero en todo caso suficientes para permitirles la práctica de dichas actividades. También se dan casos de personas enriquecidas con alguna otra actividad, son quienes constituyen los nuevos linajes, como los Pedriza, cuyo ascenso refleja Garcí­a de Salazar en sus Bienandanzas. Al resto de los vecinos las actividades urbanas únicamente les facilitan, de forma más o menos amplia, los medios necesarios para una digna subsistencia.

Es decir, las actividades urbanas no benefician a todos por igual. En definitiva, lo que se produce es la configuración de una sociedad urbana jerarquizada en la que, a grandes rasgos, se diferencian al menos los dos grupos antes señalados: el ennoblecido «patriciado urbano» y las amplias «clases populares». Estas últimas no constituyen un todo homogéneo, pero poseen una caracterí­stica común: están apartadas de las esferas de poder, así­ como de los grandes canales de enriquecimiento.

Al frente de las villas aparecen los miembros de los linajes y cofradí­as. Por lo que se refiere a los primeros, ya hemos apuntado que su origen es doble, rural y urbano. En ambos casos aparecen í­ntimamente ligados al comercio y la actividad naviera, a través de las cuales alguno de ellos ha ascendido, como los Asúa, Zurbarán, Salinas, etc.. Constituyen un auténtico grupo de poder, una oligarquí­a, que a través del gobierno municipal se va a imponer al resto de los vecinos. En efecto, su privilegiada situación económica y social les permite alcanzar una amplia autoridad en las villas, y adueñarse con cierta facilidad de su gobierno. Disfrutan del prebostazgo, que les da gran poder y abundantes rentas, y se introducen en el concejo. Así­, a lo largo del siglo xv, nos encontramos al frente de Bilbao con personajes como Arbolancha, Leguizamón, Zurbarán, Bilbao la Vieja, Zamudio, etc.; en Portugalete, por tomar otro ejemplo, a fines del mismo siglo aparece como preboste Ochoa de Salazar y como alcalde Sancho Martí­nez de la Pedriza. Esa preeminente posición adquirida permite a los linajes orientar la actividad de la villa en su propio beneficio, como se desprende tanto de la queja de la Tierra Llana con respecto a las ordenanzas de Bilbao, a la que ya nos hemos referido, como de la protesta de los vecinos de Elorrio contra sus regidores, a quienes se acusa de haber vendido ciertos bienes comunales (montes, ejidos y heredades), valoradas en un cuento de maravedí­es.

El otro grupo de poder que se perfila en las villas es el constituido por los miembros más relevantes de las cofradí­as, los cuales, seguramente en relación con los linajes, imponen también su autoridad a pesar de la animadversión del resto de los vecinos, que en ocasiones se alzan contra ellos: Lequeitio se enfrenta con la cofradí­a de pescadores de San Pedro, mientras que Bilbao se alza frente a los cofrades de Santa Marí­a, San Agustí­n, San Nicolás, San Miguel y San Sebastián, «que se entrometen en la cosa pública». Estos conflictos surgen frecuentemente como consecuencia de los principios proteccionistas que aquéllos pretenden imponer, lo cual les enfrenta también con los linajes, como sucede en Bilbao, donde surgen roces entre Tristán de Lueguizamón y la cofradí­a de mercaderes; en la base de este enfrentamiento se encuentran las actuaciones de dicha cofradí­a, en concreto sus ordenanzas, que perjudican al preboste en cuanto que merman sus recursos a la vez que evitan su control.

Entre el resto de los vecinos podemos diferenciar, en primer lugar, a los «medios», seguramente el grupo más amplio numéricamente hablando, como se desprende de la gran división de la propiedad existente en Valmaseda. Este grupo está integrado por algunos miembros de segundo orden de las cofradí­as, por oficiales con participación en los talleres, así­ como por escribanos, fí­sicos, maestros, pequeños comerciantes al por menor, y por los integrantes de los oficios artesanos menores, tales como barberos, taberneros, panaderas, etc. Por debajo de este grupo se sitúan los trabajadores asalariados y criados.

Encontramos trabajadores asalariados entre los armeros de Marquina, los pañeros de Durango, los pescadores de Bermeo, etc. Este grupo carece de incidencia en lo que a poder económico y polí­tico se refiere, y en el siglo XV ocasionan serios problemas: así­ lo demuestra el caso de los ferrones, a los que se prohí­be asociarse contra sus señores. Junto a éstos se puede situar a los vecinos dedicados a las actividades agrí­colas. Hay que tener en cuenta que, dadas las caracterí­sticas de las villas, existen en ellas jornaleros rurales, los cuales, según las ordenanzas de Guernica, deben de llevar sus propios instrumentos de trabajo, y si nos fijamos en las de Portugalete veremos que su sueldo no puede ser superior a los 14 maravedí­es diarios, a los que hay que sumar dos comidas por dí­a. Pero no todos son jornaleros, existen también campesinos que viven en las villas o son incorporados a ellas, bien censuarios, bien pequeños propietarios que siguen conservando su tierra.

Por fin estarí­an los marginados, entre los que nos vamos a referir a extranjeros y judí­os. Los foráneos y extranjeros son considerados como miembros ajenos a la comunidad de la villa y de hecho no participan en ella. En relación con ellos hay dos tendencias opuestas que sólo en ocasiones se equilibran. Por una parte, se tiende a suavizar esa marginación, dado que cualquier habitante del medio urbano se convierte en foráneo en cuanto traspasa los lí­mites jurisdiccionales de su lugar de residencia; pero junto a esto incide otro elemento: el proteccionismo tí­pico de toda polí­tica urbana, que impulsa en dirección opuesta, es decir, hacia la intolerancia. En general, es este segundo aspecto el que prima, aunque más o menos matizado por el primero, según las ocasiones y los intereses de cada villa. Se impone, pues, la marginación de los foráneos.

El foráneo tiene siempre un trato de inferioridad con respecto al vecino, como queda de manifiesto tanto en las ordenanzas de las villas como en las de las distintas agrupaciones profesionales. Las ordenanzas de los pañeros de Durango establecen que todo aquel que salga a aprender fuera de la villa «sea tenido por foráneo»; en las de la cofradí­a de Bermeo se estí­pula que ninguna pinaza extranjera pueda acudir con pescado a la villa a no ser impulsada por el mal tiempo, e incluso en este caso se ponen trabas para la venta de su mercancí­a. También en las ordenanzas de las villas queda de manifiesto esa marginación: en las de Bilbao se prohí­be a todo extranjero ejercer cualquier oficio si no es con la licencia del regidor y tras dar ciertas garantí­as de permanecer en la villa. En este caso, lo que se trasluce es el temor de la villa a toda persona que no se avecine en ella, seguramente por recelar una competencia injusta y desleal. En otros casos, lo que se pone de manifiesto es el temor a los alborotos a que los extranjeros pueden dar lugar, como se desprende de la comisión que en 1499 se da al juez de residencia de Vizcaya, a petición del preboste de Bilbao, Tristán de Leguizamón, quien se queja de que algunas personas que poseen propiedades en otros lugares se avecindan en ella «poniendo escándalo entre los vecinos de ella»

Por lo que se refiere a los judí­os, su presencia en diversas villas vizcaí­nas durante la Baja Edad Media está documentada y, en general, su residencia en ellas debí­a de ser habitual, si no en todas, sí­ al menos en las más prósperas desde el punto de vista mercantil. Los vizcaí­nos desprecian a los judí­os, les aceptan con dificultad y les ridiculizan, siendo utilizada como fórmula despectiva la comparación con ellos. Como en el resto del reino, esta animadversión deriva de sus actividades más sobresalientes el comercio y el arrendamiento de rentas, sin olvidar el comercio del dinero: cuando Lope Garcí­a de Salazar va a enfrentarse con los Mendieta disfraza a los hombres de su séquito armado «en figura de judí­os e arrendadores». Por otra parte, la existencia de una importante aljama en Valmaseda, villa en la que se cobra el censo de la mar, e importante nudo en las rutas comerciales, al tiempo que sobresaliente plaza mercantil, pone también de manifiesto el tipo de actividades practicadas por los judí­os.

En relación con la recaudación de rentas no hay que olvidar la presencia de judí­os en Orduña, los cuales pechan con la aljama de Vitoria. Y por lo que se refiere al comercio del dinero, lo más expresivo es el préstamo que Marí­a Sánchez recibió de varios judí­os de Valmaseda, en total 14.000 maravedí­es, cuyos intereses, doce o trece años después (1483), cuando se celebra el juicio en torno a este asunto, eran 25.000 mrs., más las prendas que habí­a entregado a uno de los prestamistas, entre las que figura una huerta.

Ahora bien, no son éstas las ocupaciones exclusivas de los judí­os.

Se dedican también a la práctica de otras actividades, particularmente la medicina, en cuyo oficio eran muy apreciados, como vemos en el caso de un fí­sico judí­o, Simuel, que aun estando preso en Bilbao, y antes de que le fuera prohibido, atendí­a en la cárcel a aquellos que acudí­an a él.

Los judí­os son vistos con recelo e incluso perseguidos –hasta llegar a su expulsión, como sucede en Valmaseda–. Ya hemos señalado que en Bilbao se exige la limpieza de sangre como condición para aceptar el avecindamiento. En lo referente al fí­sico Samuel, su procurador se queja de que ha sido encarcelado sin causa justificada, no permitiéndose su libertad bajo fianza y llegándose al extremo de condenar con la excomunión a cualquiera que conociendo algún cargo contra él no lo expresase. Más allá de este tipo de medidas, Vizcaya tiene el privilegio de no permitir el asentamiento en su territorio de infieles, musulmanes o judí­os, con la única excepción de los médicos, siempre que se les permita personalmente. Incluso como transeúntes se les ponen trabas, o al menos eso sucede en Bilbao, lo que provoca que en 1475 y 1490 varios judí­os de Medina de Pomar se quejan de que en esa villa se les ponen dificultades para el libre ejercicio de su actividad comercial, penándose con 2.000 maravedí­es al que pernocte en la villa; ante esta actitud, la corona escucha las quejas de los mercaderes, y ordena a Bilbao que les permita contratar libremente.

Así­ pues, en Vizcaya, la tensión antijudí­a es patente, y aunque no hay grandes persecuciones (a excepción de Valmaseda, donde su expulsión se adelanta varios años a la general del reino), la intolerancia parece ser tan fuerte o mayor que en el resto del territorio de la corona. Este antijudaismo está motivado por varí­as causas: como en otros lugares, se produce una reacción contra estos elementos, extraños a la comunidad y además infieles, circunstancia que provoca un cierto temor y recelo frente a ellos; hay que considerar también las cuestiones de carácter económico ya señaladas; y además, en este caso concreto, entra en juego la polí­tica proteccionista de las villas vizcaí­nas en relación a las actividades mercantiles: esto las lleva a acentuar las trabas para el libre ejercicio del comercio con respecto a unas personas que se presentan como peligrosos competidores. La conjunción de estos elementos explica sin duda ese antijudaismo, exacerbado en ocasiones, que se manifiesta en Vizcaya. Esto explica también su prematura expulsión de Valmaseda, así­ como la prohibición existente en el siglo xv del avecindamiento de judí­os en su territorio.

III. LAS VILLAS EN LA VIZCAYA BAJOMEDIEVAL

Esta población urbana, incipiente burguesí­a, a la que nos hemos referido, supone la introducción de una importante novedad en la estructura social vizcaí­na, a la que transforman en cierta manera, Y supone también, en el interior de las villas, una cierta transformación de las relaciones sociales tradicionales, en función, principalmente, de las exigencias que establecen las nuevas actividades económicas que practican. Sin embargo, no hay que olvidar que las villas nacen en un mundo concreto, el cual las influye de manera muy directa. En primer lugar, las villas nacen por la acción y voluntad del señor de Vizcaya, el cual aparece así­ como señor de ellas.

Esto crea una dependencia con respecto a éste, que se traduce, sobre todo, en ciertas obligaciones de los vecinos en su beneficio: el servicio militar y el pago de pechos. Estas dos obligaciones se mantendrán a lo largo de toda la Edad Media, a pesar de que el poder señorial disminuya en la práctica a raí­z del paso del señorí­o a la corona, y a pesar de la progresiva libertad que la autoridad urbana va alcanzando.

Por otra parte, las relaciones sociales feudales, tí­picas del medio rural, no son ajenas al urbano, aunque aquí­ se vean transformadas y mitigadas. Vemos así­ que no es extraña la dependencia personal, como se desprende de la existencia de paniaguados, o de referencias a hombres de otro hombre; además de esto ya hemos señalado más arriba la presencia de los linajes que llevan consigo, al nuevo medio en que se establecen, los mismos lazos de relación interna y externa que protagonizan en el mundo rural.

Ahora bien, las nuevas actividades urbanas imponen el establecimiento de nuevos parámetros de relación, así­ como nuevas competencias, no ya por unas rentas, sino por los beneficios de los negocios.

Para ampliar éstos es fundamental ensanchar el poder polí­tico en el interior de la villa y, si es posible, llegar a «dominarla». Se establece así­ la competencia entre comerciantes y artesanos. En la segunda mitad del siglo XV han triunfado claramente los primeros, y con ellos los grandes linajes, que, como ya hemos dicho, dominan el gobierno de las villas: los artesanos quedan relegados a un segundo lugar, y con ellos las cofradí­as, que si bien ejercen un claro poder en el mundo urbano, ese poder será inferior al de los grandes comerciantes y miembros de los más elevados linajes.

En segundo lugar, hay que destacar la existencia de nuevas relaciones de carácter económico entre los vecinos de las villas. Los documentos que nos ilustran al respecto son abundantes. Por una parte, la simple constatación de la existencia de trabajadores asalariados en los talleres artesanos, en los barcos mercantes, en las ferrerí­as, etcétera, y, por otra, noticias como las que nos proporciona el pleito que en 1476 enfrenta a Pedro Martí­nez de Zataero con el regidor bermeano Pedro Martí­nez de Arsila: aquél recurre a los monarcas temiendo no alcanzar justicia en Bermeo ni en Vizcaya, y expone cómo ha sido defraudado por Arsila, al que encargó la venta en su nombre de cierta cantidad de trigo, cuyo fruto no habí­a recibido.

Sin embargo, hay que tener en cuenta que este tipo de relaciones, meramente económicas, fundamentales para el desarrollo de la vida urbana y de la misma burguesí­a, no suponen todaví­a la existencia generalizada de una libre compra-venta de la fuerza de trabajo: esto no es sino una excepción, e incluso en este caso hay ocasiones en que los trabajadores establecen lazos cuasi familiares y personales con el maestro, lo que les impide disponer de una forma totalmente libre de su trabajo. Esto es lo que sucede con los aprendices, y también con los trabajadores de ciertos oficios, como los de las ferrerí­as, que quedan estrechamente sometidos al patrono o al maestro, o bien se les ponen ciertas trabas para pasar de un taller a otro. Las relaciones sociales feudales siguen siendo predominantes en las villas, a pesar de las exigencias de las nuevas actividades económicas.

Por otra parte, las villas van a protagonizar una forma de comportamiento que, con ciertas reservas, podrí­amos denominar «señorí­o colectivo. En primer lugar, el gobierno urbano actuará en muchas ocasiones como tal de cara a sus propios vecinos y moradores, y no sólo en relación a los labradores censuarios que de ella dependen.

El concejo goza de jurisdicción sobre todos los términos de la villa y sobre todos sus habitantes, incluso, como sucede en Guernica, cuando éstos se encuentran fuera de sus lí­mites. Este poder jurisdiccional permite a la autoridad villana el establecimiento de normas de todo tipo, tendentes a regular las actividades de sus pobladores.

Así­, los de los arrabales de Bilbao se quejan, en 1498, de que las ordenanzas de la villa perjudican sus intereses, dado que se les prohí­be tener almacenadas provisiones en sus casas, provengan o no de sus heredades, y no solamente cuando éstas estuvieran destinadas a la venta, sino también en el caso de ser para su propia provisión; por el contrario, se les obliga a alquilar bodegas en el interior del recinto murado para almacenarlo allí­. Incluso la construcción de la vivienda en dichos arrabales no es posible sin el permiso del concejo: en 1498 se señala que las ordenanzas exigen su consentimiento para tal caso, y en 1500 se ordena el derribo de ciertos edificios del arrabal de Allende la Puente, que habí­an sido construidos sin permiso.

El poder jurisdiccional de que gozan permite también a las villas, además de exigir censos y ciertos servicios a sus vecinos, ejercer la justicia y el gobierno, así­ como ostentar ciertos privilegios, entre los que destaca el referente a los pesos y medidas. Es el concejo quien establece unos y otras y quien vigila la calidad de los aplicados, como se desprende del capí­tulo 56 de las ordenanzas de Portugalete.

Y este privilegio es aplicado en todo el territorio sobre el que la villa tiene jurisdicción, como vemos, por ejemplo, en el caso de Portugalete, donde cada año tienen que acudir los carniceros de Somorrostro a pedir licencia para «tomar y pesar carne por libras», como lo hacen en 1423.

Las villas defenderán e intentarán ampliar los derechos y privilegios que ostentan, lo que provocará conflictos con la Tierra Llana y con la nobleza. Pero provoca también conflictos entre las propias villas, derivados éstos, principalmente, de la polí­tica proteccionista que cada una de ellas practica para defender a ultranza sus intereses, en primer lugar los comerciales. Si dejamos a un lado, puesto que los vamos a tratar más adelante, los conflictos relacionados con la señorialización –a través de los cuales las villas defienden su independencia y su unión directa a la corona frente a cualquier intento nobiliario de someterlas a su autoridad–, los más frecuentes, derivados de esa polí­tica proteccionista, son los referentes a las cuestiones comericales; mientras que en relación con la defensa de su jurisdicción destacan aquellos que surgen en torno a las posesiones territoriales y a los términos de cada una de ellas. Entre estos últimos podemos resaltar el problema que se plantea a comienzos del siglo XVI entre la villa de Plencia y la anteiglesia de Urduliz por la posesión de los montes de Isusquiza, Zuanza, Cucuza y Gambelarra, el cual finaliza con el reconocimiento del derecho de propiedad de la villa y del derecho de uso, para pasto y agua, de la anteiglesia. En las mismas fechas se produce otro enfrentamiento, en esta ocasión entre Villaro y Orozco, también por la posesión de unos montes. Varios años antes, en 1483, Plencia mantiene otro pleito, en este caso con un particular, Pedro de Ibarra, al oponerse a la toma de posesión por parte de éste del monte realengo de Susquiza, que los reyes le habí­an concedido.

En cuanto a la defensa de sus derechos comerciales, son numerosas las noticias que se nos han conservado. Entre ellas podemos destacar la protesta que hace Bilbao en 1375 ante la fundación de Miravalles: el concejo bilbaí­no considera que eso perjudicarí­a sus intereses y contradirí­a sus privilegios, dado que no serí­a posible, a partir de ese momento, guardar el privilegio de que gozaba, según el cual no podrí­a haber venta ni reventa desde Bilbao hasta Areta.

Así­ pues, las villas no solamente gozan de unos derechos –que siempre van a ejercer en su propio beneficio con un espí­ritu claramente proteccionista–, sino también de unos privilegios, que igualmente tratarán de defender en el mismo sentido. Y en estas acciones se van a comportar en cierta manera como un «señor colectivo».

IV. CONFLICTOS SOCIALES

A la luz de todo lo expuesto hasta ahora es fácil comprender la generalización de los conflictos sociales en el mundo urbano vizcaí­no a lo largo de la Baja Edad Media. Uno de esos conflictos es el que enfrenta a las villas con la Tierra Llana, en el cual no vamos a entrar, ya que trasciende los lí­mites marcados en este estudio.

íšnicamente vamos a señalar las causas generales del mismo, que derivan tanto de los abusos que las villas protagonizan en territorios  que no les pertenecen como de los intentos de los habitantes de la Tierra Llana para aprovechar en su beneficio el desarrollo urbano, pero sin someterse a su jurisdicción; y junto a esto se derivan también de los problemas que provoca la ocupación del territorio que en el momento de la fundación fue entregado a las villas: este territorio no pudo ser ocupado realmente en un primer momento, y cuando las villas, en el siglo XV, pretenden hacer valer su señorí­o sobre el mismo, se encuentran con la resistencia de sus habitantes, máxime cuando, como sucede en Bilbao, en ese territorio han surgido o se han desarrollado nuevas anteiglesias. Junto a estas luchas, los conflictos más importantes que se desarrollan en el mundo urbano estriban en dos cuestiones: por una parte, las luchas por el poder que protagonizan los miembros de las oligarquias urbanas, y, por otra, las resistencias antiseñoriales que los habitantes de las villas protagonizan cuando la nobleza pretende someterlas a su poder de una forma más o menos directa. Por último, hay que señalar la extensión del conflicto banderizo al interior de las propias villas, conflicto con el que muchas veces se mezclan tanto las mencionadas luchas por el poder como las resistencias de carácter antiseñorial. Los miembros de los grandes linajes asentados en las villas así­ como los más influyentes personajes de las cofradí­as adquieren un importante poder en las villas, que les permite orientar la polí­tica de éstas en su propio beneficio. La consecución y el mantenimiento de ese poder provoca frecuentemente enfrentamientos entre los miembros de la oligarqula urbana. Los distintos linajes, e incluso los miembros de cada uno de ellos, luchan por alcanzar los cargos locales, no tanto por los ingresos que directamente proporcionan, sino por la posición privilegiada que otorgan a sus ostentadores y el aumento de poder directo que suponen. En efecto, como señala Otazu, las luchas por el poder municipal encierran también luchas por las ferrerí­as, seles, molinos, patronatos, etc.: esto favorece el hecho de que en el interior de las villas se desarrollen las luchas de bandos.

Otras veces los representantes de los linajes se enfrentan con las cofradí­as, como ya hemos visto que sucede en Bilbao. Y estas luchas se extienden en ocasiones al resto de los vecinos, que intentan oponerse de esta forma al exceso de poder de algunos personajes o linajes.

Pero, dado que en parte dependen de ellos, y necesitan de su favor, las villas, en general, aceptarán y cederán ante ellos.

Mayor significado alcanzan las luchas antiseñoriales, que se agudizan desde mediados del siglo XIV, como consecuencia de la crisis que afecta a la renta nobiliaria. Los roces de las villas con hidalgos y linajes son constantes, y quedan reflejados en el Fuero Viejo de 1452, en el que se establece cómo han de solucionarse los conflictos derivados de las deudas que los hidalgos pueden contraer con las villas, o aquellos que son motivados por el hecho de que alguna autoridad villana prenda a un hidalgo. Lo mismo se desprende del articulado de la Hermandad de 1479, donde se toman medidas para defender a las villas en el caso de que algún noble pretendiera atentar contra ellas. Estos enfrentamientos villas-nobles vienen provocados normalmente por los intentos nobiliarios de apoderarse o controlar de alguna manera el mundo urbano, lo que exacerbará los ánimos de sus vecinos, haciéndoles tomar conciencia de su libertad y de la necesidad de conservarla, para lo que consideran imprescindible mantenerse bajo el poder real y no pasar al control de la nobleza.

Esto lleva a las villas, bien a unirse con los bandos o a mezclarse en este conflicto, bien a buscar el amparo de la corona, o bien a enfrentarse directamente contra aquellos que pretenden someterlas.

Un ejemplo claro, aunque no el único, que nos ilustra sobre la virulencia de esa resistencia urbana antiseñorial es Orduña, que a fines del siglo XV se enfrenta con el mariscal Garcí­a de Ayala y su aliado, el conde de Treviño. El de Ayala asalta y ocupa la ciudad, expulsando de ella a parte de sus vecinos y moradores, y protagonizando los consiguientes abusos (violaciones, secuestros, malos tratos, etc.), así­ como abundantes robos y destrucciones de cosechas, todo lo cual será valorado más adelante por la ciudad en 20 cuentos de maravedí­es. El pleito que esto provoca se tramita, en 1477, en la chancillerí­a de Valladolid. Pero esta acción no supone el final del conflicto. Si todo se habí­a iniciado porque el señor de Salvatierra y Ampudia, el de Ayala, decí­a tener derechos sobre Orduña, conseguir su renuncia a tales supuestos derechos no va a ser fácil, haciéndose preciso, en 1478, someter la ciudad a la tercerí­a de Alonso de Quintanilla, en espera de solucionar el problema. Todaví­a en 1504 los de Orduña se quejan contra los Ayala> ya que éstos, aunque han renunciado a sus derechos señoriales sobre la ciudad, mantienen la alcaidí­a del castillo, desde donde, dicen, cometen graves abusos contra los vecinos.

La resistencia antiseñorial no se manifiesta sólo frente a nobles ajenos al señorí­o, sino también frente a la nobleza vizcaí­na. La villa de Bilbao protagoniza alguna de estas acciones que pueden servirnos de ejemplo, si bien teniendo en cuenta que, en ocasiones, estos hechos son confusos y deben de ser tratados con prudencia, dado que en alguno de ellos se mezclan las luchas por el poder de los propios linajes de la villa. A mediados del siglo XIV tenemos noticias de conflictos entre Bilbao y los Parientes Mayores. En 1342 se produce una lucha armada con Juan de Avendaño cerca de la fortaleza que éste poseí­a en Malpica, sobre las veneras bilbaí­nas; en esta ocasión, la villa es derrotada«˜. A partir de mediados del siglo XV los conflictos se multiplican. Entre ellos podemos destacar la entrada en la villa, en 1478, de ciertos caballeros y hombres de armas provocando alborotos; esto da lugar a una provisión real en la que se prohí­be

la entrada en la villa a Juan Alonso de Mújica, Pedro de Mendanauron, Juan de Salazar y Fortún Garcí­a de Arteaga, sin duda, no sólo para evitar futuros enfrentamientos, sino sobre todo para amparar los derechos bilbaí­nos y evitar su sometimiento a estos personajes.

En años sucesivos la villa se queja de que algunos personajes poderosos le ocupan sus montes y términos. Y con los Salazar los roces se hacen casi endémicos, y van unidos a las diferencias que separan a los bilbaí­nos de Portugalete, dado que esa familia ocupa el prebostazgo de esta villa; en el pleito que ambas partes mantienen en 1480 y en la carta de emplazamiento dada contra Ochoa de Salazar en 1487 se expresa el descontento bilbaí­no frente a los derechos que en Portugalete se cobran a todos aquellos que se dirigen a Bilbao, y que esta villa considera abusivos.

Otras villas protagonizan similares resistencias antiseñoriales, entre las que podemos destacar el caso de Marquina. A comienzos del siglo XV (1417) Marquina se enfrenta con los linajes de Ugarte y Barroeta, siendo la chispa del conflicto el cobro de los diezmos de la iglesia de Jemein; mientras los linajes levantaron dos torres para amedrentar a los vecinos de la villa, éstos construyeron otra iglesia en el interior de los muros, donde deciden pagar los diezmos y demás derechos parroquiales; el conflicto parece solucionarse en 1455 mediante una sentencia arbitral, según la cual los beneficios del diezmo se reparten a partes iguales entre la villa y los linajes. Vemos así­ tanto la tendencia de la nobleza vizcaí­na a engrosar su renta a costa de las villas –por ví­a pací­fica o a través de las armas–, como la resistencia de éstas ante esas pretensiones; resistencia a veces difí­cil, que les obliga a buscar el amparo de la corona, a utilizar la ví­a del pleito legal, a unirse en hermandad o a mezclarse con la guerra de bandos.

En efecto, los conflictos sociales que tienen lugar en el marco urbano vizcaí­no se canalizan frecuentemente a través de la conocida guerra de bandos. Lo mismo que el resto del Paí­s Vasco, Vizcaya conoce este tipo de enfrentamientos, que alcanzan gran virulencia en el siglo XV. Dos bandos en litigio, oñacinos y gamboinos, en torno a los cuales se agrupan los distintos linajes nobiliarios, que se enfrentan entre si impulsados por la crisis; a través de este enfrentamiento la nobleza intenta remontar las dificultades que le afectan, arrebatando, a una fracción de su propia clase, una parte de sus recursos. Ahora bien, la guerra de bandos no es un simple enfrentamiento de grupos nobiliarios rivales, sino algo más complejo, ya que encierra tanto luchas internas, que a veces se producen dentro de los propios bandos –generalmente por problemas de reparto de poder–, como enfrentamientos entre grupos sociales antagónicos, es decir, conflictos antiseñoriales. Esto último podemos verlo en el enfrentamiento que en 1476 protagonizan Portugalete y el valle de Somorrostro frente al preboste Ochoa de Salazar, en el que la villa se alí­a con aquellos que en ese momento luchan contra Ochoa; o bien en el que se produce entre Durango y los Zaldivar. Las villas participan de forma activa en la guerra de bandos. Los linajes que se asientan en el mundo urbano trasplantan a él los conflictos propios de la Tierra Llana, de tal manera que, al menos desde mediados del siglo XIV, los bandos aparecen configurados por elementos del mundo rural y del urbano, en tanto en cuanto esa es la composición de los linajes. Así­, las villas se ven inmersas en la lucha banderiza, de la que participan y cuyas consecuencias sufren: Ochandiano es incendiada por esta causa, mientras que Munguí­a sufre los ataques de Juan Alonso de Mújica en su lucha contra Pedro de Avendaño. Al participar en estos conflictos las villas buscan muchas veces su propio beneficio, lo que las lleva a luchar frontalmente con alguno de los bandos. Por esta misma causa participarán en conflictos que no les afectan directamente, pero de los que verán la posibilidad de sacar algún provecho, como lo hace Lequeitio, cuando se mezcla en la lucha de los solares de Artaonga y Cenniera.

No obstante, a pesar de las ventajas que puedan obtener, su participación en la guerra de bandos provocará serios inconvenientes a los núcleos urbanos: por una parte, serán atacados por los banderizos; por otra parte, sus habitantes se verán divididos en parcialidades opuestas, lo que provoca disturbios internos y agudiza la tensión social en las villas, como sucede en Bilbao, donde se enfrentan los Leguizamón con los Zurbarán.

Todo esto nos lleva a constatar otro hecho de gran importancia para comprender la participación urbana en el conflicto banderizo: la existencia de bandos propios en este medio, cuya estructuración y forma de actuar es igual a la de los bandos rurales, con Los cuales aparecen aliados. Esta división interna provoca serios inconvenientes en la convivencia urbana: cuando en Lequeitio, villa sometida a los Yana, surge un segundo bando, encabezado por el rico mercader Martí­n Pérez de Licona, aliado de los Arteaga, surgen enfrentamientos internos y peleas callejeras; en Elorrio, a fines del siglo XV, la elección de los cargos concejiles presenta serios problemas, como consecuencia de las diferencias existentes entre los linajes de Ibarra y Marzana; mientras que en Bilbao los enfrentamientos entre los bandos Leguizamón y Zurbarán se repiten sin cesar a lo largo de todo el siglo XV.

Quizá por la virulencia que alcanzan en Bilbao las luchas de bandos, es esta villa la que, junto con la corona, aparece como el elemento más interesado en lograr una pacificación definitiva. Interés que no hay que desligar de su desarrollo comercial, para el cual las constantes luchas internas no eran precisamente beneficiosas. Apoyados en las peticiones de Bilbao, los Reyes Católicos enví­an al territorio vizcaí­no al licenciado Chinchilla, quien va a jugar un importante papel en la primera fase de la pacificación de Vizcaya, que culmina con la aceptación de un capitulado por parte de las villas en 1489. Por otra parte, es en Bilbao donde, al igual que en la Tierra Llana, se llega a una institucionalización del sistema de bandos a mediados del siglo XVI, bandos que a partir de ese momento se turnan en el poder sin necesidad de recurrir para ello a enfrentamientos armados. De esta manera, en el siglo XVI, cuando las condiciones económicas permiten un saneamiento de la renta nobiliaria, y cuando ya no les es necesario recurrir a la violencia para obtener ingresos suficientes, se llega a una pacificación general, la cual, por otra parte, permite la progresión del desarrollo de las actividades económicas tí­picamente urbanas, al menos en aquellas villas que han alcanzado un mayor auge durante la Baja Edad Media.

Marí­a Isabel del Val Valdivieso

1 comentario

  1. maria

    cual fueron las crisis y cambios de la edad media es para un informe

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