El recinto fortificado de Orduña
A grandes rasgos, se trata de una construcción pétrea de planta rectangular con más de 1500 m2 de superficie interior, delimitada por gruesos muros de 1,30 a 1,50 m. de anchura y protegida por torreones rectangulares levantados en los esquinales noreste, noroeste y sudeste. La cumbrera de sus muros presentaba un paso de ronda protegido por un antepecho corrido, que en buena parte de su recorrido ha desaparecido.
Si tuviésemos que definir o caracterizar de alguna manera su evolución histórica no dudaríamos en citar los dos principales usos a que se ha visto inmersa, culpables, en buena medida, de su actual conservación: uno primero como muralla de los vivos y otro segundo como muralla de los muertos. Las páginas siguientes pretenden, en consecuencia, destacar la dualidad mencionada, desarrollando algunas ideas que mentales existentes sobre Orduña nos remiten al siglo VIII -Crónica de Alfonso III, que nos relata la actividad repobladora de Alfonso I (739-757) y lo innecesario de conquistar y volver a poblar Alaba, namque Bizcai, Alaone et Urdunia ya que siempre estuvieron poseídos por sus propios habitantes-, por lo que no sería descabellado pensar en un origen altomedieval para esta primera puebla.
Cada uno de los recintos antes mencionados debía encontrarse delimitado por murallas –aunque nada se dice de ellas en los referidos fueros de 1229 y 1256-, defendidas en algunas zonas por fosos y en otras por torres y barbacanas, fundamentalmente en las puertas de acceso. El plano mostrado en la figura adjunta muestra la ubicación de cada recinto y su hipotética línea de muralla.
En este contexto, la construcción del recinto amurallado debió llevarse a cabo pocos años después del nuevo privilegio real otorgado por el Alfonso X a la villa en 1256 y la consiguiente ampliación de ésta hacia el noroeste, así como de la concesión del monopolio del tráfico mercantil en 1257. Este último hecho debió suponer en los años siguientes un auge comercial traducido en un crecimiento demográfico, circunstancia que va a verse incrementada en el año 1288 con el privilegio otorgado por Sancho IV mediante el cual se concede una feria anual de ocho días de pueden ayudar al entendimiento de la evolución constructiva e histórica del recinto.
Las murallas de los vivos
Los trabajos efectuados en los últimos años parecen coincidir en que la villa de Orduña se formó en tres etapas sucesivas, funcionando como elemento vertebrador del urbanismo el mercado o plaza de Los Fueros. Una primera, correspondiente a la fundación señorial de D. Diego López de Haro en 1229 y constituida por las calles Burdin, Artekale y Harategi, formaría el núcleo oriental; otra segunda, fundada por el monarca castellano Alfonso X en 1256, ampliaría la villa hacia el noroeste con seis nuevas calles (actual calle Zaharra, Francos, Orruño, Donibane, Lukas y Mikel Deuna) formando el núcleo septentrional; y otra tercera, fechada quizás en el siglo XIV o XV, que puede identificarse con las calles Burgos, Barria y Kantarranas (núcleo meridional).
Con anterioridad, cabe suponer la existencia de un castillo y quizás una primera puebla o núcleo poblacional asentado a sus pies, en la colina que se alza al sureste de la villa. Así, J. R. Iturriza y Zabala en su Historia General de Vizcaya (1967) apunta que durante el siglo VIII, con motivo de haber llegado los moros a Miranda, Pancorbo y cercanías del río Ebro, erigieron los naturales del contorno de Orduña de orden del rey don Alonso el Católico, un castillo en el plano de una elevada colina y al abrigo de él, a la banda oriental, una corta población que fue aumentado posteriormente con motivo del Fuero de Vitoria y título de villa que le dio don Lope Díaz de Haro. De hecho, las primeras duración, significando la primera concesión de este tipo para una villa vasca.
Una vez ubicada cronológicamente la construcción del edificio, nos correspondía precisar su funcionalidad concreta.
En principio, su anómala situación en un extremo de la villa, actuando como defensa adelantada de un espacio ya defendido por el templo fortaleza de Santa María, así como el hecho de que se construyese a finales del siglo XIII -coincidiendo, recordemos, con la concesión de la feria anual en 1288- hizo plantear la hipótesis de que pudiera ser el espacio designado para el mercado y feria de la villa.
Esta teoría, sin embargo, parece totalmente descartada con las últimas intervenciones arqueológicas, ante la ausencia total de evidencias que pudiera dejar un evento de esta índole y el convencimiento de que el mercado se estableciera en la actual plaza de los Fueros. De hecho, su anómala situación adquiere mayor lógica si observamos atentamente el plano de la villa. El recinto amurallado se emplaza en el lateral septentrional de la iglesia de Santa María, a modo de defensa adelantada opuesta al castillo o fortaleza de San Martín que, al igual que el recinto, forma un baluarte adelantado.
Conviene recordar que el castillo de San Martín se situaba en el extremo sureste de la villa, dominando la población, siendo un edificio de gran importancia por fuera y por dentro, defendido por murallas de tal grosor que podían por ellas pasar dos carros de par en par.
Como apunta el historiador J. Valdeón en su artículo «Reflexiones sobre las murallas urbanas de la castilla medieval», La ciudad y las murallas (1991), a partir del siglo XIII se inicia una nueva etapa en el desarrollo de las murallas urbanas de Castilla. Las tensiones entre la nobleza y la monarquía, iniciadas en tiempos de Alfonso X, la ofensiva señorial contra las ciudades o las guerras de bandos evidenciaron la fragilidad
de muchas antiguas murallas, insuficientes para proporcionar la oportuna seguridad. En 1366, por ejemplo, Pedro López de Ayala señala que Calahorra es una ciudad que non era fuerte, é los que en ella estaban non se atrevieron á la defender.
La villa de Orduña no escapará a este nuevo escenario. Desde 1252 el descontento de D. Diego López de Haro, señor de Vizcaya, fue creciendo ante la política intervencionista de Alfonso X, hasta el punto de que a la muerte de aquel (1254) se puso en tela de juicio los derechos de D. Diego sobre los señoríos de Durango, Balmaseda, Orduña y las Encartaciones. Las circunstancias empeoraron con Don Lope
Díaz de Haro, nuevo señor de Vizcaya, hasta el punto de levantarse contra el rey la Pascua de 1255. Tras conseguir sofocar la revuelta y tomar Orduña, el rey sabio concede nuevo fuero a la villa el 5 de febrero de 1256, lo que hizo crecer aún más el descontento de Don Lope que, reunido con otros miembros de la oligarquía nobiliaria en Burgos, exponía sus quejas al rey y le reclamaba la entrega de Orduña y Balmaseda.
La situación cambió tras la muerte prematura del heredero de Alfonso X, Don Fernando de la Cerda, y las pretensiones del infante Don Sancho al reino frente a sus sobrinos los Infantes de la Cerda. Don Lope Díaz de Haro se convirtió en uno de los más firmes apoyos de Don Sancho, convirtiéndose en uno de los hombres más poderosos del reino tras morir Alfonso X en 1284 y subir al trono Don Sancho (Sancho IV el Bravo). Así, concede a Orduña su carta de «amayorazgamiento» el 17 de junio de 1284, por la cual daba a Orduña por mayorazgo de Vizcaya para siempre jamás, que no se partan una de otra en ningún tiempo et que ninguno non la pueda heredar sino quien fincare señor de Vizcaya.
No durará mucho esta situación ya que en 1288 Orduña vuelve a manos de la Corona tras la muerte del señor de Vizcaya en Alfaro, causada por hombres del rey tras una corta disputa sobre sus tenencias y castillos. Sancho IV se encargará personalmente de ocupar las principales plazas fuertes de ílava, llegando hasta Orduña y tomando la villa y su castillo. Tras su conquista, el monarca concederá a la villa una feria de ocho días en septiembre de este mismo año.
Este breve repaso muestra, bien a las claras, el movimiento político de Orduña entre los señores de Vizcaya y la corona castellana durante el siglo XIII. En este contexto, no sería extraño pensar, por consiguiente, que el recinto fuera una construcción levantada por Alfonso X o Sancho IV con el objetivo de controlar, o al menos protegerse de las continuas pretensiones señoriales sobre Orduña, en especial del castillo emplazado en la colina opuesta. Así pues, las circunstancias internas de la villa pudieron aconsejar la construcción de una fortificación que, además de mejorar su defensa en el costado noreste, permitiera el acantonamiento de tropas en su interior, a modo de «ciudadela» moderna. En el fondo, su construcción puede considerarse un capítulo más de los constantes enfrentamientos de poder entre el Señorío y el Realengo.
Y es que, el recinto amurallado de Orduña puede calificarse como una construcción concebida para mirar al interior de la villa, cerrada al exterior, sin ninguna puerta que la comunique con el espacio extramuros. Y a la vez introvertida, sin apenas relación con una ciudad que nunca ocupó su espacio a diferencia del resto de las murallas, asaltadas por la expansión urbana de las viviendas próximas. Sólo los muertos, a finales del siglo XVIII y tras varios siglos de abandonado, decidirán ocupar de nuevo este espacio.
Las murallas de los muertos
Como resultado de la investigación documental y arqueológica efectuada en el recinto amurallado se pudo constatar también la existencia de un cementerio datado entre finales del siglo XVIII y todo el siglo XIX. Integrado por más de 150 sepulturas correspondientes a vecinos de Orduña -de las que se desconoce, sin embargo, su origen al no haberse conservado documento alguno que las identifique-, puede considerarse uno de los cementerios de época contemporánea más antiguos y singulares del País Vasco. Las sepulturas, además de hallarse perfectamente organizadas en hileras, se disponían en diferentes zonas dependiendo de la edad y condición seglar o eclesial del difunto, aunque lo más sorprendente era, sin duda, la presencia de lajas de piedra señalando y cubriendo las tumbas.
Rasgos, en principio, más propios de una necrópolis medieval que de un cementerio decimonónico.
Dejaremos para otra ocasión, sin embargo, la descripción detallada del cementerio y nos centraremos en otros aspectos del camposanto orduñés, más relacionados con la aptitud de la sociedad orduñesa hacia la muerte o el porqué de su construcción. Así, para el desarrollo de esta segunda parte del trabajo seguiremos al historiador francés Philippe Arií¨s, en especial, a su obra Historia de la muerte en Occidente (2000), un recorrido histórico, etnológico y antropológico sobre la muerte.
Una muerte familiar y «domesticada» en el mundo medieval; oscura, extravagante y erótica en la edad moderna; y pavorosa u obsesiva a finales del siglo XVIII, marcando una autentica ruptura con la situación precedente. Es la muerte «romántica», en la que el hombre la exalta, la dramatiza, la teme, con un nuevo culto a los muertos y a los cementerios.
El objetivo de estas líneas, por consiguiente, es intentar mostrar cómo la construcción del cementerio de Orduña en el recinto amurallado fue reflejo de esa nueva concepción «romántica» hacia la muerte, en este caso de la sociedad orduñesa, más allá de las evidentes necesidades prácticas o higiénicas que recomendaban su traslado desde el interior de la parroquia de Santa María.
Un enfoque, en definitiva, concebido desde la historia de las mentalidades. Desde esta óptica, la construcción del cementerio esconde un nuevo culto a los muertos y con él a los cementerios, de gran desarrollo en Francia, Italia o España. El culto moderno a las tumbas y cementerios es un fenómeno religioso propio de la época contemporánea, iniciado a finales del siglo XVIII.
Como señala Arií¨s este culto moderno no presenta relación alguna con los cultos antiguos, precristianos, ni con las supervivencias de esas prácticas en el folclore. En la Edad Media los muertos eran enterrados ad santos, es decir, lo más cerca posible de los santos o sus reliquias, en un espacio sagrado que englobaba la iglesia y todo el recinto que rodeaba a ésta. El entierro se efectuaba en todos los sitios de dicho recinto, la iglesia y sus alrededores, los patios –atrium-, claustros, etc., aunque sin importar demasiado el lugar exacto de la sepultura, razón por la cual, en la mayoría de ocasiones, no era señalada con una inscripción, monumento o estela.
Desde el siglo XIV y sobre todo el XVII, esta práctica cambiará, concentrándose el cementerio en el interior de las parroquias, a la vez que se tiende a localizar la sepultura familiar con el objetivo de atestiguar su presencia y permitir la visita piadosa o melancólica del ser querido. Sin embargo, la acumulación de inhumaciones en el interior de las iglesias se hizo insoportable ya para el siglo XVIII, convirtiéndose en objeto de críticas por parte de la sociedad de la época. Por una parte, la salud pública se veía comprometida por las emanaciones pestíferas y los olores infectos procedentes de las fosas. Por otra, la saturación en los suelos de las iglesias y la exhibición de osarios en desvanes, bóvedas, agujeros, etc., atentaban continuamente contra la dignidad de los muertos. Se reprochaba a la Iglesia el haber hecho todo por el alma y nada por el cuerpo, coger el dinero de las misas y desinteresarse de las tumbas.
El estado de los cementerios se convirtió en un tema de actualidad en la opinión pública, que en el fondo no era sino una toma de conciencia de la presencia de los muertos entre los vivos.
Así, a finales del siglo XVIII la presencia de los cementerios comienza a ser apreciada en las ciudades. Por consiguiente, la presencia de estelas en el cementerio de Orduña, señalando el lugar de la inhumación, se convierte en un elemento perfectamente racional y lógico con la mentalidad de la época. Al igual que en los cementerios interiores de las iglesias durante los siglos XVII y XVIII, continua siendo necesario señalar la sepultura, tanto para hacer ver que dicha fosa pertenencia al difunto y su familia, como para localizar el lugar exacto de la inhumación y poder visitarlo.
Es en este último punto donde se produce un verdadero cambio con la situación precedente. Desde finales del siglo XVIII se comenzará a visitar la tumba de un ser querido como quien va a la casa de un amigo o familiar, no sólo hacerlo palpable. Se pretende que los vivos recuerden a los muertos en sus plegarias y que, como ellos, se convertirán en cenizas. La inscripción mural situada sobre la puerta del cementerio de Orduña refleja perfectamente esta nueva concepción frente a la muerte: TODO HOMBRE HA DE ENTRAR UNA VEZ SOLA EN LA CASA DE SU ETERNIDAD MORTAL MIRAME LO QUE YO SOY SERAS TU A LA MUERTE HA DE SEGUIRSE UN JUICIO, UN FALLO ETERNO O ETERNIDAD DE LA GLORIA O ETERNIDAD DEL INFIERNO
Asimismo, en los escasos cementerios franceses conservados de finales del siglo XVIII se comprueba una yuxtaposición entre la tumba y el elemento vertical que señala su ubicación, bien en forma de estela o pequeño hito de piedra a los pies. En la mayoría de ocasiones sin ningún tipo de ostenta por parte de la población creyente, sino también por los agnósticos. La visita al cementerio se convierte en un acto permanente de religión. Aquellos que no van a la iglesia, cuando menos van al cementerio, evocando al muerto y cultivando su recuerdo. Un culto público extensible a la sociedad, sensibilizada con la muerte y con los cementerios, que se convertirán en «parques organizados» para la visita de los familiares, como se refleja en la documentación relativa a la construcción del cementerio orduñés: hacer los hoyos con distinción de sitios para párvulos, mayores y sacerdotes, y después plantar árboles y arbustos propios de aquel lugar tan respetable.
De este modo, el cementerio vuelve a ocupar en la ciudad el lugar físico y moral que había perdido al final de la Edad Media. Se convierte, así, en un componente más de las instituciones propias de toda población, como el ayuntamiento, la escuela o la iglesia.
Decíase en el siglo XVIII: que no haya ciudades con cementerios. En el siglo XIX se dirá: que no haya ciudades sin cementerios.
Texto « JOSE LUIS SOLAUN BUSTINZA
Grupo de Investigación en Arqueología de la Arquitectura (UPV-EHU)