Orduña, peana del Pretendiente
Las visitas de don Carlos a los lugares se transformaban en un premio.
Al transformarse en un premio se había hecho soluble con ellos: con Vera de Bidasoa, Estella, Loyola, Azpeitia, Durango, Orduña.
Esto le daba una calidad eucarística que le salvaba y salvaba.
El 16 de julio de 1873, festividad de la Santa Cruz y de la virgen del Carmen, don Carlos había entrado en España por Zugarramurdi.
Con este arranque que derrochaba fe y ponía en pie la España católica, su monarquía se despegaba de liberales y revolucionarios, de republicanos y. alfonsinos.
La expedición del Pretendiente aceleró el corazón de los carlistas.
Se pensaba en las rápidas marchas, tejidas y llevadas a buen puerto, durante la anterior guerra de los Siete Años, o por Gómez, o por el propio Carlos V, en las que, además de un fin militar, se perseguía con toda el alma un signo de presencia y de fuerza.
El 30 de julio por la tarde llegaba a Orduña.
Era la víspera de la fiesta de San Ignacio.
De madrugada se enteró el alcalde de la villa.
Los jesuitas no fueron los únicos. También se acicaló toda Orduña. Se lavaron la cara las casas y, con mayor gasto y fantasía, los palacetes. Las autoridades invirtieron mayores cantidades en halagar al nuevo soberano. El pueblo llano empleó el día en ir y venir de un extremo a otro de la villa y con la disculpa de mejorar el aspecto de calles y plazas, encontrar buena excusa para verse.
La estancia de don Carlos fue breve, pero bien significativa.
La crónica del colegio de los jesuitas empezaba así el relato:
—Pasemos a recordar otra venida, mucho más agradable que la referida, la del varón nobilísimo en el que la España católica colocaba toda su esperanza, Carlos VII, que el día del triunfo de la Santa Cruz y de la Virgen del Carmen había entrado en España dispuesto a redimirla, como rey católico que era de ella.
Orduña entera se convirtió en una catedral vertiginosa.
El ayuntamiento, el cabildo eclesiástico «y una inmensa multitud de pueblo» salía a rendir a don Carlos, que llegaba acompañado de numerosos batallones de soldados.
Faltaron los jesuitas aposta. El mensaje era claro y la crónica recoge así:
—Porque no queríamos dar a nadie el menor pretexto para atizar la persecución de nuestros enemigos […]. Nuestra prudente actitud fue acaso censurada por algunos, pero mereció la aprobación plena del Rey al día siguiente 118.
Mientras tanto, el celo desplegado, en general, se acentuó durante la noche al destacar en la oscuridad la profusión de hachones, farolillos y luces en torno al retrato de don Carlos albergado en hornacinas improvisadas por la villa.
La circunstancia y el momento beneficiaba a don Carlos.
El ayuntamiento fingió una víspera de gloria al pueblo en el día de San Ignacio. Bien por el municipio, los carlistas, don Carlos, los jesuitas y su manera de montárselo todos.
La dinastía carlista, ya legendaria, y sus renuevos daban sombra a la Compañía, pero a su vez la recibían con un golpe de efecto, arrodillados ante la estatua de San Ignacio.
Hubo tiempo para pensárselo.
Por fin don Carlos se aprestó a entrar en el colegio.
—El mismo rey —señala la crónica— se mostró prudentísimo, pues no quiso venir a visitarnos sino después de haberse convencido de que su visita no había
de ocasionarnos mal alguno, porque nosotros solíamos recibir cortésmente a todos los que nos visitaban, como había sucedido con aquel jefe militar de los enemigos que acabamos de mencionar.
Bañándose en curiosidad esperaban los jesuitas de Orduña.
La Compañía vendía, por diferente, por abrumadoramente histórica e inesperada.
—A la una de la tarde los Padres acudieron —concluye la crónica— a la portería a recibir al regio visitante, que se mostró en los saludos digno y atentísimo, y rebosante de alegría por encontrarse entre nosotros precisamente el día que celebrábamos la fiesta de nuestro Padre San Ignacio. A continuación recorrió toda la casa, acompañado por los Padres y por sus jefes militares, avanzando siempre con la cabeza descubierta. Después de esto, todavía se dignó tomar parte en nuestra recreación, conversando con nosotros con extraordinaria familiaridad y simpatía y accediendo a sentarse a nuestra mesa para tomar café.
El golpe era maestro.
No se podía iniciar una campaña de restauración religiosa con un escenario más significativo que la visita a los jesuitas. Con ella se recibía el sacramento de la confirmación a su bautismo de renacimiento de la Iglesia católica.
Desde ahora Orduña será un hito para el quehacer político de don Carlos, que deberá empezar a soñar con exportar a otros lugares el arte de conducir a buen puerto su Estado carlista.
Coincidencia o premeditación, casualidad o proyecto, recompensa generosa o resultado de intriga política, lo cierto es que don Carlos entraba en campaña por la puerta grande. La Compañía era en el País Vasco sobre todo signo del resurgir del catolicismo.
Cierto, la breve visita del Pretendiente al colegio el día de San Ignacio «demostraba el aprecio de don Carlos a la Compañía y el afecto interior unido a la prudencia exterior de los jesuitas con relación al carlismo», cierto. Pero, también, era impensable y hasta incomprensible su éxito si no coincidía con el respaldo de la Compañía.
Francisco Rodríguez de Coro
“Mitras Vascas”