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La crisis bajomedieval (Población y urbanismo)

La crisis bajomedieval (Población y urbanismo)

La tantas veces lamentada laguna documental que domina el panorama medieval nos impide realizar un estudio demográfico preciso; escasean los datos de carácter cuantitati­vo, y debemos apoyarnos en matices cualitativos aportados por documentos de diversa í­n­dole. Conjugando estas aportaciones se consigue vislumbrar una tendencia general de la población vizcaí­na que sufrirí­a una recesión en las décadas centrales del s. XIV (1330-1450 aprox.), con signos de recuperación hasta mediados del s. XV, y de crecimiento a partir de ahí­, que se irán intensificando, prolongándose hasta los primeros decenios del s. XVI. Parece que esta generalidad podemos hacerla extensiva a la ciudad, a tenor de las referen­cias de la documentación; muchos de los datos –de carácter cualitativo– que nos permiten hacerlo se refieren a las actividades económicas que se desarrollarán en Orduña, por lo que profundizaremos en ellos posteriormente.

No contamos con noticias especí­ficas del territorio orduñés acerca de los momentos de recesión; sí­ existen, en cambio, documentos que iluminan la realidad de una recupera­ción en la segunda mitad del s. XV. Ejemplo de ello serán los indicios de individualización del espacio común que se repiten en estos años, sí­ntoma de la expansión de la actividad ce­realera, indicativa a su vez del crecimiento demográfico. Salazar recoge además un docu­mento del Archivo de la Junta de Ruzabal en el cual se habla de la construcción de nuevos caserí­os, datándose el documento en 1484.

Para encontrar cifras de la población orduñesa debemos esperar hasta la fogueración de 1514; en primer lugar, según los datos recogidos por Garcí­a de Cortázar nos en­contramos con que Orduña aparece con 410 fogueras –Salazar nos dice 419–, siendo úni­camente superada por cuatro villas vizcaí­nas: Bilbao con 1.163, Durango con 637, Lequei­tio con 454 y Bermeo con 430. A continuación de Orduña se sitúa Elorrio, ya con 285.

Por otro lado, encontramos las cifras relativas a Orduña desgranadas del siguiente modo:

Belandia

Lendoño de Suso

Lendoño de Yuso

Mendeica

Total Junta de Ruzabal

Total Orduña

53 10 103 419

 

lo cual nos indica la importancia desde el punto de vista cuantitativo de las aldeas de Ruzabal, representando casi el 25% del conjunto orduñés. Su número de fogueras era in­cluso superior a algunas de las villas vizcaí­nas.

Si bien nos es imposible establecer comparaciones con cifras anteriores relativas a la ciudad, Salazar confirma el crecimiento demográfico al menos en lo que se refiere a la Jun­ta de Ruzabal –crecimiento que nos atreverí­amos a hacer extensivo a todo el territorio or­duñés–. Los datos que recoge a partir de la asistencia a una Junta General de vecinos cele­brada en el año 1491 nos llevan a plantear dos ideas: por un lado, el crecimiento es nota­ble puesto que el total de las aldeas supone un total de 38 vecinos, mientras que en 1514 hablábamos de 103 fogueras; por otra parte, observando las cifras relativas a cada al­deas, la constata la primací­a de Belandia sobre las otras, que no sólo se continuará en el s. XVI, sino que a tenor de los datos se consolida.

Otro aspecto que cabe destacar se refiere a la densidad de población existente en nues­tro territorio puesto que se trata de la más alta del señorí­o a finales del s. XV (81), superando incluso la zona del bajo Nervión, donde la reorganización de la población estaba ge­nerando grandes concentraciones, principalmente en torno a Bilbao. Lo que actualmente es el municipio de Orduña presentaba una densidad de 56 hab/km.2, mientras que en el bajo Nervión era de 48 hab/km.2. Sin embargo lo cierto es que esta última zona, y más concretamente la villa de Bilbao, experimentará en esta fase de recuperación demográfica corres­pondiente a los últimos años bajomedievales, un notable aumento del peso especí­fico de su población.

Pero no sólo Bilbao crece en estas décadas; otras villas del señorí­o también lo harán por diversos motivos. Entre las razones destaca el efecto de arrastre que supondrá el incre­mento del nivel económico de Bilbao –principalmente en la salida hacia Castilla por el va­lle del Cadagua, donde se asienta Balmaseda–, que también afectará a la ciudad. Pruebas de ello serán algunos de los puntos que trataremos a continuación al hablar del poblamien­to.

Nos hallamos en un momento crucial en la organización del territorio del señorí­o. To­das las entidades de población, desde las anteiglesias y las villas hasta los caserí­os están protagonizando una individualización dentro del conjunto vizcaí­no. En Orduña, donde tam­bién se está llevando a cabo este fenómeno, observamos dos signos externos del mismo:

De un lado la documentación nos da idea del deseo de consolidación del término ju­risdiccional de la ciudad, que le llevará a pleitear con las unidades poblacionales con las que limita (la tierra de Losa, el valle de Ayala, etc.). La cuestión del aprovechamiento de los recursos naturales no es ajena a estos enfrentamientos, por lo que hemos preferido in­cluir este proceso en el tema dedicado al aprovechamiento ganadero y forestal.

De otra parte, está teniendo lugar la acotación fí­sica del casco urbano, donde se con­centra la mayor parte de la población orduñesa. Siguiendo el esquema ideal de la villa, ca­lles paralelas cortadas por cantones se disponí­an siguiendo un criterio hipodámico. Las vi­viendas no aparecen exentas y desordenadas como ocurre en los pueblos abiertos, sino que se alinean en estrechas parcelas regularizadas, inscritas en la retí­cula de las calles. Todo ello conformará un recinto murado; el interior no sólo gozará de una polí­tica orientada a su be­neficio frente a la población extramuros como veremos posteriormente, sino que además la ciudad jugará un importante papel en la organización del espacio exterior, tal y como ocu­rre en otras villas.

En su momento de máxima expansión, los muros definí­an un área interior de 6 hectá­reas, la cuarta en extensión del señorí­o precedida únicamente por los enclaves costeros de Bermeo, Lequeitio y Bilbao (82). De este modo, al decir que los muros definen un área anunciamos una de las funciones que cumplí­an. Junto a ella otra función, la de la defensa, justificada en el marco de la conflictividad bajomedieval. Se hallaba la ciudad en una am­plia vega del Nervión que la rodeaba por el Este y giraba después hacia el Norte para ce­ñirla desde lejos con una curva. El espacio llano se hallaba desprotegido, sin embargo, y las murallas ejercerán un papel de elemento defensivo.

Este espacio está flanqueado por dos colinas denominadas Guecha y el Castillo; en la segunda, como indica su nombre, se alzaba una fortaleza que supondrá un segundo ele­mento defensivo de la ciudad. No obstante, en la segunda mitad del s. XV, el castillo se transformará en un elemento de presión en manos de los Ayala. Se trata del castillo de ma­yor relevancia histórica envergadura arquitectónica de la comarca –y posiblemente del señorí­o–, aunque actualmente no perduran sino leví­simos rastros de sus rampas de acceso en el lugar que hoy ocupan los jardines del Colegio de los Josefinos. Su existencia se docu­menta desde 1288, en que fue conquistado por el rey Sancho IV de Castilla; la causa de su destrucción fue precisamente su papel de instrumento de presión ejercido en los enfrenta­mientos que la ciudad protagonizó con los señores de Ayala; finalizado el conflicto –ya en el siglo XVI por lo que trataremos estos sucesos en capí­tulos posteriores– el castillo fue in­cendiado y reutilizados sus restos para obras posteriores, razón por la cual hoy desconoce­mos las formas y dimensiones de su planta.

Pero volvamos a la estructura de la ciudad propiamente dicha. A pesar de que el in­cendio de 1535 destruyó la ciudad casi totalmente, el esquema urbano seguido en la re­construcción de la misma respetará la morfologí­a previa al desastre. Gracias a la que ha ve­nido a llamarse «ley de permanencia en el plano» la ciudad mantendrá el estatus del casco urbano que ya a fines del s. XV aparecerá consolidado.

El hecho de que las más tempranas villas surgidas en el señorí­o nacieran vinculadas a su ubicación junto a las ví­as de comunicación más importantes influirá en sus tipologí­as; era habitual que los caminos quedaran integrados dentro de la trama reticular, y Orduña se sumará a esta tendencia, tanto en el casco primitivo, asentado directamente sobre la ruta que llegaba desde Vitoria, como en el casco ampliado posteriormente. La ví­a hasta enton­ces prioritaria, la que por la Barrerilla llegaba desde Vitoria –y que hoy debe coincidir con la que se denomina calle Carnicerí­a–, cedió paso a otra que bajaba directamente a través de la Peña de Orduña; la ampliación del recinto se adecuó a esta nueva situación, creando un nuevo eje para la ciudad que continuase siendo la ruta más transitada; el camino y su trafi­co, motor de la vida orduñesa, dejarán así­ sentir su peso también en la estructura fí­sica de la ciudad (83).

El núcleo urbano originario al cual hací­amos referencia estaba constituido por las tres calles que actualmente comunican la plaza con la zona baja de la ciudad –Yerro, Medio y Santa Marí­a–; esta última coincidirí­a con ese antiguo camino de la Barrerilla, y todas ellas aparecerán cortadas por dos estrechos cantones que completaban la sencilla puebla. Este plano rectangular quedarí­a definido por una sólida muralla de la que aún se conservan al­gunos restos en el que fuera su ángulo noroeste –torreón del Ayuntamiento y arco de la ca­lle Santa Marí­a o Portal Oscuro– de los que nos ocuparemos en el apartado de patrimonio con mayor detalle.

En un momento indeterminado entre los siglos XIII y XV, el núcleo fundacional re­sultó demasiado pequeño para las necesidades de la población que crecí­a. Simultáneamen­te, la sustitución de la ví­a principal que llegaba desde Vitoria en sentido este-oeste –como las tres calles–, por el camino que descendí­a desde la Peña, al sur, hacia la costa, al norte, planteaba dos opciones ante el deseo de ampliación del recinto: o se forzaba la ruta a rea­lizar un violento quiebro para que siguiera atravesando la ciudad, o era ésta la que se ade­cuaba al nuevo trazado. Fue esta segunda alternativa la que triunfó, pero no sabemos con certeza si la ampliación se realizó de una sola vez o tuvo lugar en dos fases consecutivas. Probablemente en un primer momento un nuevo cuerpo de cuatro calles (Vieja, Francos, Orruño y San Juan) con sus correspondientes cantones surgió a partir de la salida hacia Bil­bao, para alzarse, poco después, frente al anterior, un nuevo bloque constituido por tres calles convergentes (Burgos, Nueva y Cantarranas), siguiendo ambos cuerpos de calles la lí­­nea Sur-Norte del nuevo camino y situándose, por tanto, en ángulo recto respecto al bloque más antiguo, al que se yuxtaponí­a, quedando las dos partes de la ciudad comunicadas por las puertas de la antigua muralla. De ellas queda, junto a la Casa Consistorial, el llamado Portal Oscuro.

De la conjunción de los tres núcleos nacerá un amplio espacio abierto, centro de la vi­da orduñesa incluso en nuestros dí­as; esta plaza central de grandes dimensiones será un elemento urbaní­stico usual en áreas más meridionales, pero verdaderamente insólito en Bizkaia.

El aparentemente poco coherente y amplio casco urbano fue rodeado de una muralla que ejerció de elemento cohesionado, y que por sus caracterí­sticas técnicas puede fecharse de hacia 1500, salvo en el tramo que aparece junto al Portal de San Francisco, donde la existencia de un cubo cilí­ndrico puede remontarnos a una etapa anterior de la vida bélica orduñesa. Su trazado tení­a casi 1 km. de longitud, jalonado por cubos paralelepipédi­cos. La iglesia de Santa Marí­a se erigió integrándola en el circuito de la cerca, y en la ca­becera presenta un adarve o paseo de ronda que discurre en voladizo perforando los con­trafuertes del templo. Este tramo, y el que a continuación rodea el cementerio, son los úni­cos conservados actualmente. Cinco puertas comunicaban la ciudad con los principales via­les de la comarca: la de Santa Marina, abierta hacia el camino de Vitoria; hacia el sur la de S. Julián o S. Francisco, que se dirigí­a a Burgos; a poniente, la puerta de la Antigua, que subí­a hacia el santuario; y dos más en el lienzo septentrional: la de Orruno, que accedí­a la colina de Guecha y a Cedélica, y la de S. Miguel que enlazaba la ciudad con el Señorí­o de Vizcaya.

Como decí­amos lí­neas atrás, desconocemos cuándo tuvieron lugar estas ampliaciones, aunque sabemos que en el último cuarto del s. XIV ya se habí­a construido fuera del núcleo original, ya que en las ordenanzas de 1373 se mencionan términos tales como «la vi­lla de dentro» y «la villa de fuera»; nos indican estas palabras que la muralla bajomedieval que terminarí­a definiendo el casco completo aún no se habí­a construido.

Vemos así­ cómo la ciudad va creciendo, desde su fundación como villa ejercerá un pa­pel de foco de atracción de la población, por múltiples razones que abordaremos en el apar­tado dedicado a los aspectos sociales; si bien en el marco de la crisis bajomedieval, y prin­cipalmente en el s. XIV, tenemos que hablar de crisis demográfica, lo cierto es que debido precisamente a los problemas con los que se enfrenta la población, ésta tiende a concen­trarse en aquellos lugares que le garanticen en mayor medida la supervivencia, esto es, las villas. Orduña, que verá incrementadas sus fuentes de riqueza, inicialmente derivadas de la explotación agrí­cola y ganadera, con la actividad comercial, como demuestra el nombre de la calle de Francos –en la parte «nueva» del casco urbano–, demandará además una pro­ducción artesanal propia de la vida urbana. Todo ello desembocará en la llegada de nuevos pobladores procedentes principalmente del entorno inmediato, que provocarán las amplia­ciones de las cuales hemos hablado.

Al delimitar el espacio edificable surge inmediatamente el problema de la ocupación de este espacio por parte de los vecinos, bien de aquellos orduñeses que se trasladaron desde la ladera donde se hallaban instalados antes del traslado al fondo del valle, bien de los que acuden a poblar el nuevo recinto. Desde el primer momento se arbitran medidas para evitar los posibles enfrentamientos entre los pobladores. El recinto acotado se repartió en solares para que en ellos se edificasen las casas de los futuros vecinos, fenómeno que pre­sumimos que tuvo lugar, ya que es común a todas las villas (87). Los primeros lotes de sue­lo urbano serí­an similares para todos los vecinos; en la época de fundación el espacio que corresponde a cada familia es el mismo, pero a fines del siglo XV la situación ha cambia­do. Durante este siglo, el aumento de población que de manera generalizada tiene lugar, afectará de modo especial a las villas, entre ellas Orduña, puesto que los espacios edifica­bles en el interior de las cercas se va saturando. Como resultado de ello, se fragmentarán los solares, surgen los arrabales y, lo que es más importante, se intenta la ocupación de es­pacios públicos. Este proceso se desarrollará de manera lenta pero constante, y la frecuen­cia con que se producí­an los incendios contribuí­a a ello. Destaca el incendio de 1451, en el cual se quemaron cuatro calles, aunque los de menores consecuencias debí­an producirse abundantemente debido a la construcción, casi exclusivamente, en madera, de los edificios. Al tenerse que reedificar las casas, los propietarios cometen irregularidades que concluyen en apropiaciones del espacio urbano colectivo, que se va reduciendo. Una clara manifesta­ción de este fenómeno en Orduña tendrá lugar a fines del s. XV, prolongándose hasta prin­cipios del XVI; se trata del pleito que sostienen los propietarios de las casas que se apoyan en la muralla interior de la ciudad, la cual rodea uno de los lados de la plaza con el conce­jo de la ciudad. En la sentencia dada en los últimos años del siglo se nos indica la causa de la pugna; estos vecinos, con el fin de ampliar la superficie de sus casas, quieren construir unos voladizos que adelanten las fachadas sobre la plaza, a lo cual el gobierno municipal accede finalmente, declarando que los vecinos serán propietarios únicamente de la parte su­perior –correspondiente a la ampliación de la casa– mientras que la superficie de los so­portales inferiores seguirá siendo una propiedad colectiva, cuya explotación directa en las ferias correrá a cargo del concejo. Los dueños de las casa habrán de pagar al bolsero de la ciudad un quinto de lo que se atendiese en los hastiales, a lo que se sumarí­an otras obli­gaciones relacionadas con la atención a los mercaderes que en ellos se instalasen, que su­pondrí­an la confirmación de que el uso de este espacio seguí­a siendo controlado por el con­cejo. Pero parece que esta sentencia fue incumplida –quizá pasados unos años–, comen­zando a primar así­ los intereses particulares sobre los públicos. Los dueños de las casas, se­gún nos informa una nueva sentencia de 1508, además de como los propietarios de las par­tes altas, como explotadores directos de los espacios inferiores, aunque no les pertenecen en propiedad y el concejo siga reclamándoles una contribución.

 

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