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Nostalgias. Agricultura años 50 (s.XX)

Nostalgias. Agricultura años 50 (s.XX)

Serán los años. Posiblemente. Mirar hacia atrás siempre aporta una mirada nostálgica no exenta de ribetes heroicos. Para mí­ equivale a niñez. Niñez de antiguo régimen en la que «escuela, juego y trabajo» ocupaban los dí­as. A nadie se le ocurrirí­a pensar en «explotación de menores», máxime en un medio fundamentalmente agrario. Porque ese era el discurrir de cada dí­a, de cada semana, de cada mes… de toda la década de los años cincuenta. Incluso de los quinientos años anteriores y los diez siguientes.

Como toda mirada «nostálgica» se aleja de la comprobación histórica y se ciñe a la puesta en presente de mis recuerdos. Por ello, cada orduñés puede abordar el tema con el mismo derecho. Sólo me importa la «vida cotidiana» desde las vivencias que aún quedan en mi memoria. Poco o nada que ver con la oferta que hoy se hace desde las instituciones o con las nuevas formas que se promocionan para el sostenimiento económico de la ciudad. Sin embargo, una visita actual por el entramado urbano o rural difí­cilmente nos refleja la realidad cotidiana de aquel entonces. Conocer el diseño de las calles y la ubicación de cada actividad económica nos debe ayudar a profundizar en la vida cotidiana.

Nací­ y viví­ en esta década (al igual que mis hermanos Lucí­a y José Mª) en calle Nueva, 31. Calle perteneciente no al núcleo originario de la entonces villa (primer tercio del siglo XIII) sino a su primera ampliación (último tercio del mismo siglo). Una casa embutida entre las de «Pelagallos» y «la herrerí­a de Pifas». La parte trasera y el lateral derecho estaban bordeados por el «caño-albañal» (resto viviente de la antigua preocupación por la recogida eficiente de las aguas domésticas). Planta Baja y tres alturas (la última levantada como vivienda para mis padres, Miguel y Angelita, cuando se casaron). Además un sombrí­o camarote. La planta baja hací­a las funciones de «lonja» en la que se guardaban todo tipo de herramientas (fontanerí­a, carpinterí­a y electricidad) utilizadas por mi padre para el desarrollo de sus múltiples habilidades. ¿A dónde habrán ido a parar? En el piso primero se alojaba una familia proveniente de Cuba (por ello lo de los «cubanos» liderados por la sra. Mª Josefa y el sr. Albino); en el segundo vivió hasta su muerte doña Paula (antigua propietaria de todo el inmueble); en el tercero, mis padres. En torno al año cincuenta y nueve nos bajamos al segundo (tras una profunda remodelación), donde nació mi hermano Jose Mª en 1961. El piso tercero se alquiló a partir de aquel momento.

Era entonces esta calle (junto a su paralela de Cantarranas) la que acogí­a un mayor número de agricultores. Prácticamente la mitad de las viviendas se destinaban a esta actividad por lo que eran unifamiliares (aunque dispusiesen de varias alturas). Añádanse los bares de «Pruden» y «la Posada», la tienda de ultramarinos de Pepita, la bodega de los hermanos Fernández, la fontanerí­a de Lafuente, la panaderí­a de Ibarrola, la barberí­a de Donato y la fragua de «Pifas». Hacia la mitad existí­a un buen espacio sin construir y que acogió en su interior la «fábrica de gaseosas» de los Llarena. Parece que el nombre de «Nueva» hace referencia contrapuesta al de «Vieja» existente en el Núcleo Norte. En algún momento pensé que podí­a ser reminiscencia de la ubicación en ella de la «juderí­a» (como ocurre en otras villas). Sin embargo, en boca de José Ignacio Ruiz de Olabuenaga, ésta se ubicaba en el barrio de San Miguel. ¡Ahí­ queda!

Las casas de los agricultores eran todas de una altura similar aunque de diferente anchura. Constaban, normalmente, de una planta baja en la que se ubicaban las cuadras (vacas, bueyes y cerdos) y algún espacio para los aperos; una o dos plantas para la vivienda (a las que se accedí­a desde la entrada común o portal) y un camarote o payo en el que guardar la hierba seca, la borona, la paja, etc…La vivienda tení­a una sala (con balconada) que daba a la calle; una serie de habitaciones pequeñas y oscuras (en torno a un estrecho pasillo) y la cocina en la parte trasera, limí­trofe con el caño-albañal (y, por tanto, oscuras). El retrete, si lo habí­a, estaba próximo a la cocina.

Como toda sociedad agraria limí­trofe en el autoabastecimiento los agricultores orduñeses viví­an al ritmo de las estaciones. Eran estas las que marcaban las tareas agrarias con un máximo de actividad en verano y un mí­nimo en invierno. El cultivo de cereales o plantas forrajeras (trigo, borona, remolacha y alfalfa), la recogida intensiva de hierba y el cuidado de las huertas ocupaban a la mayorí­a de la gente y de las horas de trabajo en los tiempos «fuertes». Todo ello quedaba en suspenso en los crudos meses de invierno aprovechados para acumular leña, limpiar las cuadras, arreglar las «cabañas», matanzas, etc… Algo que no entendí­a de «estaciones» era el ganado que, en el recinto urbano,  se reducí­a al ganado vacuno, caballar o porcino.

La proximidad de la matanza se notaba en la recogida de helechos. Era el prólogo de una «muerte anunciada». El animal, cebado normalmente en algún comedero instalado en el propio portal a base de raspaduras de patata o patata pequeña, restos domésticos, berza y pienso y ubicado en el llamado «cortano», era sacrificado en el portal y «churrumado» en la calle. Para ello se precisaba de helechos secos. Tras el sacrificio vení­a el duro (y alegre) trabajo de hacer las morcillas, chorizos y lomos. Que yo recuerde no se guardaban los jamones. Al calor de la «chapa» se colgaban unas (luego se dejaban en una habitación seca) y otros (antes de guardarlos en tinajas con sebo). De allí­ saldrí­an para ser utilizados en su momento. En tanto, el resto del animalito quedaba colgado en una viga del portal unas cuantas horas antes de descuartizarlo y guardar sus grasas carnes debidamente ensaladas, especialmente los tocinos, en un arcón. Previamente debí­a pasar por allí­ el veterinario que sellaba la carne.

Este «trabajo» invernal se acompañaba con pequeñas tareas domésticas, especialmente la relacionada con la acumulación de leña para el hogar. Se acarreaban hasta el portal algunos troncos no demasiado gruesos y, tras cortarlos en el caballete con la tronzadora, se iban partiendo y colocando en algún lugar apropiado y a mano para su uso diario. Otro trabajo del largo y frí­o invierno se realizaba en el «payo» donde se habí­an acumulado las «mazorcas» de la borona con su «peladura». Habí­a que liberarlas de la llamada «pelandrina» a fin de que su secado fuese correcto. En ocasiones únicamente se levantaba dicha «peladura» y se colgaban de ella para que se aireasen. Era el alimento básico de las gallinas o para su venta (yo no conocí­ hacer pan de borona). Para ello debí­an desgranarse y esta tarea se hací­a bien a mano o bien con una trituradora. El «pezón» (libre del grano) se dejaba secar y se utilizaba como primer combustible en el encendido del fuego del hogar.  Las «pelandrinas» se reutilizaban como camas para el ganado o como relleno de los colchones, especialmente para los niños. Razón tiene quien dice que del cerdo o relacionado con él, se utilizaba absolutamente todo.

A estas tareas habrá que añadir la atención a los animales que, a diferencia de la tierra, no perdonan ningún dí­a. De los cerdos ya hemos hablado. Las vacas, bueyes y burros, como ya he descrito, se tení­an en las cuadras de cada casa. Eso suponí­a un cuidado diario. Darles la comida, sacarles a los bebederos públicos (en mi zona en la fuente del Hospital y, luego, en las «estajeras») y limpiar las «camas» (que, posteriormente, serví­an de abono en las huertas), desgranar la borona, cortar las «manadas» (parte alta de la borona que se quitaba antes de granar) y la propia caña (tras quitarles la mazorca), picar berzas, hacer mezclas con algún pienso y, sobre todo, ordeñar las vacas cada noche. Años antes, se repartí­a por las casas con las cantimploras y diversas medidas. Yo no conocí­ este hecho (en mis calles) pero sí­ la procesión que diariamente se formaba en los portales para recoger la leche recién ordeñada.

Indudablemente que, además de estos animales, existí­an otros domésticos cual eran las gallinas, conejos, cabras, ovejas… Salvo excepciones, no se tení­an en el casco urbano sino en gallineros o cabañas del exterior… Desconozco las razones de la diferencia. Quizá el ruido o el espacio necesario. Ovejas y cabras (sobre todo las primeras) eran trabajo de las aldeas circundantes (especialmente de los Lendoños, Mendeica y Belandia) con más facilidades de acceso a los pastos de «altura» de la Sierra. Todo ello con la atención diaria que requerí­an. Mal llevábamos la cosa cuando se nos mandaba a «darlas de comer» o «ir a cerrarlas». Aunque no demasiado lejos, siempre suponí­a una caminata para aquellos años de niñez. Bien es cierto que siempre se aprovechaba el camino para llenar el «kolko» de cualquier fruta que se pusiese a mano. Una consigna: «que no nos pille el viejo».

La distribución de las casas «labradoras» ubicadas en el recinto urbano era bastante irregular. Es posible que mis recuerdos no sean exactos. En el núcleo Este (Santa Marí­a –ninguna-, Santa Clara –una,  en la segunda calleja-, Carnicerí­a –dos-). En el núcleo Norte (Bizkaia –ninguna-; Frankos – varias, a partir de la segunda de la callejas-; Orruño –tres o cuatro a partir de la segunda calleja- san Juan –un par-). En el núcleo Oeste (Burgos –una-; Nueva – ocho o nueve que ocupaban los dos tercios finales-; Cantarranas –cuatro o cinco ocupando la parte central de la calle-). En los barrios periurbanos de San Miguel, San Francisco, Eras de Polanco, Adoberí­as, etc… se ubicaban otras tantas. Sin ninguna intención cientí­fica me atreverí­a a señalar en torno a un cincuenta por ciento de casas «labradoras» en dicha década.

El verano era, sin duda, la estación agraria por excelencia. La recogida del cereal (sobre todo trigo aunque también se recolectaba cebada y avena) ocupaba el espacio más importante. Una vez maduro el grano comenzaba la siega. Las fincas pequeñas se hací­an con el «dalle», las medianas con la máquina segadora y las grandes (no demasiadas) con la máquina atadora (quien disponí­a de ella y creo que habí­a un par de ellas). Obviamente que los dos primeros métodos requerí­an del atado posterior que se realizada a mano con el mismo cereal («haces»). La utilización de las máquinas, a su vez, obligada a «desorillar», es decir, a abrir con el «dalle» un camino para que entrase la segadora y aprovechar al máximo el producto. En cualquier caso se cortaba a unos diez centí­metros del suelo.

Cuando los haces (atados con cuerda o con caña de cereal) estaban sobre la finca se procedí­a a agruparlos (unos veinte) en las llamadas «cinas» con forma de «caseta» que daban a las «piezas» una singular fisonomí­a. Allí­ se dejaban hasta el momento de la «trilla».

La inexistencia de «cosechadoras» hací­a de la trilla el momento estelar de todo este proceso. Excepto un par de familias (que disponí­an de era propia) el resto realizaba esta operación en eras «comunales». Entonces existí­an la de Perí­n, la del Frontón, la de Getxa y la de Polanco. El «trillo» y la «aventadora» ya eran reliquias a conservar. Por aquellos años la fábrica «Ajuria» de Vitoria sacó al mercado la «trilladora» que movida a motor aceleraba todo el proceso. El «Sindicato» (cuyo edificio puede aún contemplarse) sorteaba los turnos para la «trilla». Junto a las «eras» se iban acumulando las «parvas» de cereal de cada uno de los agricultores, a tenor del turno. Previamente se habí­a «acarreado» desde las «piezas». Esta última operación era, dentro de lo que cabe, de las más «peligrosas». Los carros tirados normalmente por «bueyes» (en ocasiones por «vacas montesas») debí­an circular más que cargados por una serie de caminos con todo tipo de dificultades. Cargar bien el carro (que se acomodada especialmente para la ocasión eliminando las llamadas «cartolas») era todo un arte, siempre la espiga hacia el interior del carro y debidamente atado, al final, con un «torno» diseñado para el momento. Con ello, hasta la era.

Llegado el turno, comenzaba la «trilla» con las «Ajurias». Normalmente las familias se ayudaban unas a otros por cuanto era necesaria abundante mano de obra. De momento habí­a que acercar los haces, «soltarlos» (se solí­a hacer con una «hoz»), meterlos en la cinta trasportadora, amontonar la paja, atender los sacos de grano, cuidar el «tamo»… Al mismo tiempo habí­a que ir retirando el cereal y la paja. El primero se hací­a en sacos de arpillera y la segunda en amplias mantas, igualmente de arpillera, que se ataban cruzando sus extremos. Todo ello era transportado en los carros hasta las casas. Con tanto ir y venir de carros la vida urbana se transformaba radicalmente siendo frecuentes los «atascos» en las calles y la necesidad de transitar por la misma plaza. Singular peligro tení­a un estrecho paso existente en la entrada a «Cantarranas» por La Posada. Otro problema, una vez llegado el carro a la casa, era el subir los sacos y la paja al lugar correspondiente. De lo que recuerdo, los sacos se subí­an a hombro y la paja (en sus mantas) a través de una polea por la parte externa de la fachada hasta los «payos». Quienes tení­an «era» propia reducí­an notablemente los trámites por cuanto lo más normal era guardar el grano y la paja en alguna cabaña próxima al lugar de la «trilla». Recuerdo con gran realismo las múltiples «siegas», «acarreos» y «trillas» en la «era» que mis abuelos maternos tení­an en la Antigua, junto a lo que nosotros llamábamos la «cabaña». Se juntaban no menos de una docena de personas para todo ello. La trilladora vení­a de Lendoño de Arriba (propiedad de los ílava) y, posteriormente, se utilizó la de los «Morete» (que tení­an su era en las «estajeras»). En ambos casos, parientes de mis abuelos. En mis recuerdos de niño, en esta época de recolección, tiene una singular significación las comidas extraordinarias tanto en la siega como en la trilla. La generosidad y abundancia que mi tí­a Visi procuraba a todos era más que famosa. Tortilla de patata con pimientos y chorizo, lomo y queso era lo tradicional. Junto a ello la bota repleta de vino que «todo trabajador tiene derecho a salario».

Junto a la recogida de las mieses, recuerdo otro momento de gran intensidad: la recogida de la hierba. Imprescindible para la alimentación del ganado en los largos y duros inviernos. Teniendo en cuenta que el ganado estaba en las cuadras bajo la misma vivienda en el casco urbano, era imprescindible guardarla allí­ mismo. Para eso estaban los «payos» (término que hace referencia al «desván» y que así­ es llamado en una amplia zona que abarca el espacio Oña-Orduña). La primera de las faenas, lógicamente, era la siega que se hací­a bien con el «dalle» o «guadaña» o con la máquina segadora. Allí­ se dejaba, tal cual era cortada, para que se secara adecuadamente (tras darle la vuelta un par de veces). Tiempo de frecuentes miradas al cielo suplicando no lloviese. Superado este trámite, llegaba el momento de aparejar los bueyes y trasladarla a las casas. Hacer una buena «carga» tení­a su mérito. Bien pisada, bien distribuida, de buena altura. Los bueyes podí­an con todo a pesar de las dificultades de los caminos. Temible algunos pasos donde peligraba la carga y, sobre todo, los bueyes. Recuerdo algunos pasajes próximos a San Juan de Aloria y, sobre todo, el paso del viejo puente de Ibazurra… Recuerdo un par de «volcadas» del carro con los bueyes gimiendo ¡UFF!… ¡Vaya habilidad de mi tí­o Lorenzo para conducirlos!… porque las «cargas» de Rufi y «Ramallets» se las traí­an. ¡Conocidas por todos!… Luego vení­a la trabajosa tarea de la descarga en la calle, su traslado a las «mantas» y la subida por una simple polea al payo. Allí­ habí­a de acomodarse con precisión para poder meter toda la posible y estar disponible en su momento. Dos viajes por la mañana y otras dos por la tarde. En medio, el almuerzo y la merienda… Para nosotros, lo más importante.

La recogida de otros forrajes tení­a menos significación aunque no era de menor valor su aportación en la alimentación del ganado. Me refiero a la alfalfa, el altoverde (o «manadas») o la remolacha. Su consumo, casi instantáneo, hací­a que las cargas no fuesen tan espectaculares como las anteriores y su trabajo menos intenso. Se recogí­an, se trasladaban a casa y se daban al ganado.

Esta personal visión de la actividad agraria en los años cincuenta debiera ser acompañada de otros múltiples aspectos que completaran el cuadro cual pueden ser la religiosidad, el vestido, la comida, la solidaridad, el ocio… Quizá lo abordemos en otro momento.

1 comentario

  1. Xabier Egiluz

    BONITOS RECUERDOS QUE NOS HAS HECHO REVIVIR DE NUESTRA QUERIDA ORDUÑA. GRACIAS MITXEL.

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