Nostalgias (Artesanía años 50) (siglo XX)
Serán los años. Posiblemente. Mirar hacia atrás siempre aporta una mirada nostálgica no exenta de ribetes heroicos. Para mí equivale a niñez. Niñez de antiguo régimen en la que «escuela, juego y trabajo» ocupaban los días. A nadie se le ocurriría pensar en «explotación de menores», máxime en un medio fundamentalmente agrario. Porque ese era el discurrir de cada día, de cada semana, de cada mes… de toda la década de los años cincuenta. Incluso de los quinientos años anteriores y los diez siguientes.
Como toda mirada «nostálgica» se aleja de la comprobación histórica y se ciñe a la puesta en presente de mis recuerdos pasados. Por ello, cada orduñés puede abordar el tema con el mismo derecho. Sólo me importa la «vida cotidiana» desde las vivencias que aún quedan en mi memoria. Una invitación a todos y cada uno.
La tradición artesanal de la ciudad viene determinada desde su misma fundación en 1229. La función de «mercado» que le otorga su carta-puebla (y posteriores privilegios, especialmente el referente a la «ciudadanía») motivó la existencia de un numeroso grupo de «talleres» dedicados a la manufactura que sirviese de elemento base de la actividad mercantil. Esta tradición llegó intacta, en mi opinión, hasta el establecimiento de las primeras fábricas aunque no fueron ellas las únicas responsables de su decaimiento sino que en ello intervinieron otros factores como la competencia exterior, la falta de modernización de las instalaciones, la ausencia de una política cooperativa, poca visión comercial, etc… Sin ninguna intención de ser exhaustivo voy a señalar algunos gremios «artesanos» de los años de referencia. Posiblemente estaban ya en franca decadencia aunque mi visión de «niño» no podía tener dicho alcance.
El grupo más importante lo representaban los «zapateros». Una antigua profesión en la ciudad. Hasta tal punto significativa que hubo un intento de «agrupación» para mejorar la competencia. Para ello adquirieron o edificaron un buen inmueble al final de la calle Santa Clara y adosado a la Parroquia de Santa María. Inmueble que aún hoy es visible aunque la idea no llegó a cuajar. En los años cincuenta se mantenía inamovible la seña medieval de «taller-tienda». Por ello los Roiz, Murias, Eguíluz, Vadillo, Luis Vitoria, Guaresti y Satur (este creo que sólo reparaba) hacían, reparaban y vendían sus zapatos. Algunos de ellos (Roiz y Murias) tenían separados el «taller» y la «tienda» (el primero bajo el Ayuntamiento; el segundo en al astial de entrada a Francos). Ambos, por otra parte, tenían un mercado supralocal. El resto juntaba ambas cosas en el mismo lugar. A estos «zapateros» podemos añadir un par de «alpargateros» (Olazarán y Ugarte). Sorprende que la mayoría de ellos se ubicaban en el entorno del núcleo más antiguo de la ciudad: en Vieja o Vizcaya (Guaresti, Ugarte, Vadillo y Satur), en la calle Santa Clara (Murias y Eguíluz) y en los astiales que cierran esta parte en la propia plaza (Roiz –aunque el taller lo tenía en San Juan- y Olazarán). De todo ello únicamente se mantiene vigente la «alpargatería» Olazarán. Luis Vitoria tenía su taller frente a la actual casa de cultura y próximo a la carpintería Viguri. Todavía hoy día puede verse parte de la «maquinaría» de los Murias en su cerrado taller de la calle Santa Clara.
Un segundo grupo muy notable lo componían los «carpinteros». Sin pretender «clasificar» el gremio sí me atrevo a hacer tres subgrupos: los «muebleros» (Fuentes, «Risicas», Llanos, Cesáreo y Orueta), los «ebanistas» (Salvador –tornero- y Gamboa –tallista-) y los «silleros» (Lecanda y Viguri). Aun se conserva en mi casa un magnífico arcón tallado con gran detalle por Gamboa y una lámpara de Salvador. Una excelente mesa con sus sillas (a juego con el arcón) fue a parar al hoy cerrado «convento de Santa Clara» cuando se cambió la sala. Quizá los «silleros» eran los más significativos por cuanto daban «trabajo» a domicilio para hacer los respaldos y asientos (siempre de cuerda) y porque exportaban parte de su producción. No era extraño ver un gran carro cargado de sillas camino de la Estación de RENFE. Mi difunto padre tuvo una gran amistad con varios de ellos (especialmente con Orueta, Lecanda, Viguri, Salvador y Gamboa) y eso me permitía entrar con frecuencia en sus talleres, especialmente con los Lecandas, uno de los cuales (Guillermo) era su cuñado y, por tanto, mi tío. Que recuerde en el barrio de San Miguel se ubicaban Llanos, Orueta, Gamboa y Salvador (todos ellos en escasos cien metros); en la calle Santa María lo hacían los Fuentes y los Lecanda; los Viguri próximos a la Plaza y no muy lejos de ellos (San Juan) Barrenengoa. Cesáreo, como ya he dicho, en las proximidades del Matadero (actual sede de los «Bomberos»). Todas las «espadas» y «puñales» que utilizábamos en nuestras «guerras» infantiles salían de los «restos» del taller de los Lecanda. Las «trompas» que hacía Salvador (sobre todo los llamados «talos») eran todo un lujo, tanto por el material empleado como por la factura. En más de una ocasión me quedaba absorto en su taller viendo como de un «palo», a base de gubias, salía un «travesaño» para una silla con mil decoraciones; más aún, repetía la tarea una y otra vez y… ¡todos salían similares! De todo este amplio gremio de «carpintería» no queda, en este año 2011, ninguno.
Los «panaderos» gozaban también de una fuerte presencia. Llegué a conocer hasta cinco hornos abiertos. Entre calle «nueva» y «cantarranas» (a las dos calles tenía salida) estaba la de Ibarrola. Allí ejercía con «mando» doña Baldomera. Desde «calle nueva» se accedía a través del portal de la vivienda en cuyos bajos estaba la panadería; un «portón» te dejaba en un corto pero oscuro pasillo; al final topabas con el local de venta presidido por una amplia mesa donde siempre había panes recién sacados del horno, ubicado en una estancia a la izquierda. Desde «Cantarranas» el acceso era directo. Vivía yo en «Nueva» y muy cerca de esta panadería; por ello mis entradas y salidas siempre eran por el portal citado. Esta panadería, además de este local, tenía una pequeña «tiendecita» al lado de la Carnicería de «Ibáñez» (aneja al Café-Bar Rómulo). Con un sencillo «carrito a pedal» llevaban allí pan para su venta por la mañana y por la tarde. Más de una vez hice el recorrido sentado en el «remolquillo» (que iba por delante). En la calle Santa María se encontraba la Panadería «Melitón». Un despacho minúsculo (pintado de azul) servía para vender tanto el pan como otros productos que salían del horno ubicado en la parte posterior. El pan «sobao» y las «vianas» eran dos de sus especialidades. Desconozco el motivo (ni siquiera me consta fuesen dedicados a él) pero, entonces, todos nos sabíamos (letra y música) la tonadilla que decía: «Melitón tenía tres gatos, a los tres les puso zapatos, a la gata le daba turrón… ¡Viva los gatos de don Melitón!». Dos de sus hijos (¿Ricardo y Javi?) fueron compañeros míos (años sesenta) en el Colegio que los Paúles tenían en Murguía. Otras tres panaderías («El Riojano», «Nicolasa» y «Jorgino») se ubicaban (prácticamente seguidas a partir de la calleja) en calle Vieja (o Vizcaya). Creo que la del «Riojano» era la más reciente. Curiosamente tenía una entrada de servicio (no de venta) por calle Francos, limítrofe con la casa de mis abuelos paternos. «Nicolasa» hacía (o, al menos, vendía) unas «enormes» hogazas al mismo tiempo que cedía el horno para quien quisiese allí hornear. Creo que se le pagaba bien en harina o bien en hogazas (que seguramente eran las que luego ella ponía a la venta). De esta actividad quedan en pie la del «Riojano» (en el mismo lugar) y la de «Melitón» (ubicada en la calle Santa Clara).
Relacionado con este gremio de «panaderos» debo señalar otro de singular importancia: los «confiteros» que disponían de sus correspondientes obradores. Larrea, Lezana, Luengas y Vadillo. Además de productos comunes cada uno de ellos tenía su especialidad y estrella, envidia de cuantos niños asomábamos por sus expositores. Larrea y sus pasteles; Lezana y sus pastas; Luengas y sus caramelos; Vadillo y sus mantecadas. ¡Toda una infraestructura «delicatessen»! Los cuatro establecimientos se ubicaban en la Plaza o sus proximidades. Ahí mismo tenían sus «obradores», excepto Luengas que, si mal no recuerdo, sed ubicaba en el barrio san Miguel donde, además de los «malvavisco», elaboraba dulce de membrillo. Larrea y Vadillo mantienen, hoy día, las mismas «especialidades» en unos establecimientos que muy poco han cambiado. Luengas (aunque mantiene una tienda de «ultramarinos» y su propia marca de Txakolí) ya no produce ningún dulce. Lezana (ubicado en los bajos del «Palacio Mimenza») cesó su actividad hace ya bastantes años. Recuerdo que los Domingos por la tarde (cerrada la entrada principal de la tienda que daba al astial) disponía de una puertecita en la calle Orruño que, previo timbrazo, atendía la demanda de dulces, especialmente «pastas». El establecimiento de Larrea ya tenía entonces un sabor «tradicional» que nos llamaba sumamente la atención con su amplio mostrador y sus columnas de hierro. Con muy ligeros cambios, se mantiene en la actualidad. En el frontis de su amplia fachada aun figura «Confitería Larrea».
Otros grupos menores (que aunque denomino «gremios» no tiene ninguna intencionalidad técnica) son el de los «sastres», «curtidores» y «herreros». Los sastres, muestra de un cierto «glamour» o «bien vestir» que ostentaba la ciudad, ocupan un lugar significativo. Ciertamente que únicamente uno de ellos (que yo recuerde) tenía el «taller-comercio» en un lugar público (Dueñas). El resto trabajaba en su propia casa, en ocasiones a tiempo parcial. En esta situación se encontraban Solaún, Castresana y Ruiz (éste era tío carnal de mi padre por estar casado con Juana Olabuenaga que conjugaba su trabajo de «alguacil» con el de sastre). El único «taller de curtidería» era el de los hermanos «Rico» ubicado en calle Vieja, poco después de «Luengas». El formato de su «negocio» era el típico medieval: taller abierto al público a través de un portón y una ventana-expositor. Allí recuerdo colgados todo tipo de «curtidos»: botas y pellejos para el vino, frontales para los bueyes, abarcas, etc…. Por último, reflejo una actividad que, seguramente ya entonces, estaba en decadencia. Me refiero a los «herreros» con fragua. Una actividad imprescindible en un medio agrario y que, por la denominación de la calle del «Hierro» (actual Santa María), debió tener una mayor importancia en momentos anteriores. En estos años cincuenta estaban activos dos: «Pifas» y «Olabuenaga». Pocos antes debió existir otra (la de «Cucharillas»). Por casualidades de la vida conocí muy bien ambas. La primera estaba ubicada junto a mi casa (calle Nueva) en los bajos de un edificio que iba de calle Burgos a Calle Vizcaya; la segunda pertenecía a mis abuelos paternos. Allí trabajó mi padre hasta su incorporación a la cantera de Uría. En estos años cincuenta la regentaba mi tío Sebastián. Estaba ubicada al final de la calle Francos en un solar que hoy día está vacío, tras derribar el sencillo edificio que albergaba el taller. Me llamaba la atención el «horno» siempre encendido y el «martilleo» sobre los «yunques» para dar forma a las piezas. La instalación constaba de un único edificio rectangular y de una sola altura que hacía de «todo» (incluida una mínima oficina donde se acumulaban todo tipo de papeles). Una gran bancada con todo tipo de herramientas «menores», un espacio donde se almacenaban todo tipo de «hierros», el «el horno», un par de «yunques» con herramientas «mayores»… Además de este edificio había, además, al fondo, un pequeño solar con una caseta-gallinero y un par de frutales (una higuera y un ciruelo). Todo ello, lugar habitual de mis juegos.
Creo que somos casi contemporaneos.
Yo incluiria a Chomin que tenia su taller casi en la Plaza de Toros, no hacía trabajos artesanales, pero reparaba la rodadura de los carros, su horno estaba fuera del taller.
Victor
Tienes toda la razón. Posiblemente haya más casos que sería bueno incluir.
Me ha parecido interesante este artículo que has publicado sobre la artesanía orduñesa. Una de las cosas que me ha sorprendido es que,siendo casi parientes, hayas olvidado el nombre del zapatero que apodaban «El gallo»: Pedro de Eguiluz. Yo nunca he tenido problema con nuestro apodo pero no me parece elegante usarlo en un escrito tan acertado como éste. Quiero recordarte también que el nombre de «Risicas» era José Maria Barrenengoa. Te aconsejo que cuides esos detallitos si quieres que tu página tenga lectores.
Hola de nuevo:
Quiero hace una rectificación. El carpintero apodado «Risicas» era Eduardo Barrenengoa, no José Maria, como erróneamente puse en el anterior comentario.
Saludos.