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Jesuitas: «El mejor colegio de España»

Jesuitas: «El mejor colegio de España»

Hablar del colegio municipal de Orduña, en plena guerra carlista, es hablar del más importante y organizado colegio que la Compañía de Jesús tenía en España.

La rarísima perfección de este centro consistía en la ilusión y dedicación de 17 jesuitas entre sus 200 alumnos, en un país flagelado por la guerra.

Los jesuitas trabajaban a fondo hasta conseguir en la Orduña carlista el aspecto de lo que su alma sentía.

La guerra les impidió lucirse en el número. Así, en el curso de 1873-1874 se redujeron a 66 internos y 60 externos y en el de 1874-1875 quedaron 75 inter­nos y 40 externos, pues casi todos los chicos mayores a correprisa tenían que empuñar las armas. Pero nunca en la calidad de los objetivos, devolviendo a la infantil curiosidad de los chiquillos la admiración por el espíritu y la cultura.

Pero la vida académica se veía alterada con demasiada frecuencia, debido a los entusiasmos y hastíos de la guerra, a las idas y venidas de soldados libe­rales o carlistas y a la desconfianza de visitas de rutina, cumplimiento o afec­to, efectuadas por militares de ambos lados.

De la crónica del colegio salta a la vista la relación que en 1873 se hacía en la casa a los jefes carlistas que habían acudido allí, no sólo para saludar a los padres, sino también a confesarse con ellos y a recibir la comunión «para aco­meter con ardor mayores empresas por la religión santísima».

No se olvide la situación fronteriza en que se encontraba Orduña, por lo que hay que comprender la arriesgada empresa de los jesuitas en mantener el sen­tido total de su presencia en la villa.

Unos y otros transitaban por aquellos valles, entre la inercia y la euforia rural de poco pelo.

Por eso, liberales y carlistas pillaban a los jesuitas bastante lúcidos, pase­antes y contempladores del revés de la trama del tapiz de aquellas historias.

Lo que pasaba era que cuando recalaban por el colegio generales carlistas tan significados de Vizcaya y Guipúzcoa, como Martínez de Velasco y Lizárra-ga, con su poso de fe y fervor, eran muy bien recibidos. En cambio, cuando quien hacía la visita era el jefe liberal de Vizcaya, que acudía para visitar a los hijos de unos amigos, su presencia resultaba mucho menos grata. Claro que si se trataba del general Nouvilas, cuyo poso de anticlericalismo era bien conoci­do de todos, había que apretar bien los dientes, para que no se escapara nin­gún grito de delación, de despecho o de desprecio.

No era mala entraña de nadie. Era guerra civil.

Nouvilas que había sucedido en el ejército del norte al general Moriones y a Pavía, se entretuvo amigablemente con el rector, a quien además dijo que nada tenían que temer, pues él no hacía jamás la guerra a personas inocentes.

¿Golpe de efecto, vísperas de gloria en Orduña para el príncipe Alfonso, tre­gua de futuro?

Sin embargo, aquí todo era deseo de victoria carlista, complicidad y acecho, más o menos camuflado con don Carlos. Aquí todo era parroquia de feligreses de la lealtad a Caixal y a Manterola. Aquí todo era exhibición de arrogantes bucaneros por los montes.

A mediados de 1873 el colegio quedaba bajo el dominio carlista.

A pesar de ello, al colegio no le interesaba romper las relaciones con la España liberal y, más en concreto, con la Universidad de Valladolid, a cuyo dis­trito pertenecía.

Ya se había aceptado, a mala pena y de mal grado, el cambio de nombre que le habían adosado: de «Instituto Libre Municipal» a «Colegio Municipal». Conque ahora el hecho de pasar a depender de la Universidad carlista de Oñate des­pertaba el grito de alerta de los mismos padres de la Compañía.

El rector de la nueva Universidad, Luis Elio, intimó al rector del colegio de Orduña al cumplimiento de la orden, firmada por don Carlos el 21 de octubre de 1874, por la que todos los establecimientos de segunda enseñanza de las cuatro provincias vasconavarras debían incorporarse a Oñate.

Todo se podía consentir. Todo se podía aguantar.

Pero que Elio exigiera una copia de la autorización con la que funcionaba el colegio, el plan de estudios que seguía y los estatutos por los que se goberna­ba, era demasiado.

La situación fue considerada tan grave para el colegio como la misma con­tinuación de la guerra.

La acción inmediatamente se adelantó al pensamiento.

No hacía falta preguntar qué, quién o adónde, para echarse furibundos a la calle, si era preciso, en defensa de un patrimonio y de una elección. Un relato posterior refiere más en concreto la razón de esta turbación así:

—Este decreto dificultaba la situación de los nuestros, a quienes ponía en la alternativa de declararse por uno u otro partido.

Parecía como si en un momento se fueran a romper los convenios, los pro­yectos, las confianzas entre jesuitas, ayuntamiento y Estado carlista.

Rápido y resuelto, el superior de los jesuitas, acudía a Tolosa para entre­vistarse con don Carlos y exponerle con toda franqueza la situación.

Con gritos de propiedad doméstica ponía al Pretendiente al corriente.

Con frecuencia el instinto descubre lo que la razón o la lógica no ve.

Don Carlos podía salvar lo que Elio había impuesto, sin negarle sus pode­res. Don Carlos exaltó la coherencia de la Compañía y el jesuita consiguió lo que quería: «el colegio de Orduña quedó en absoluta independencia de la Uni­versidad de Oñate».

La decisión de don Carlos fue hermosa y condescendiente y práctica; viva don Carlos; pero el golpe de efecto en la Compañía, genial.

Don Carlos para salar su monarquía entregaba condescendencias a los jesuitas, para que se supiera quién y cómo era y de dónde venía.

Francisco Rodríguez de Coro

“Mitras Vascas”

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