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Maestros y escuelas en la historia de Orduña. Siglos XVI-XIX (II)

Maestros y escuelas en la historia de Orduña. Siglos XVI-XIX (II)

El Siglo XIX. Nuevas normas y primeras escuelas

La selección de maestros en este tiempo, se re­gula de manera más precisa. Los requisitos más o menos genéricos de otras épocas, se concretan de la manera que, a título de ejemplo, comprobaremos en el año 1809. En efecto, el 1 de febrero de este año, se nombra de manera interina a Francisco de Barrocanal, maestro de primeras letras del lugar de Saracho. Había quedado en segundo lugar en los ejercicios de oposición que se habían convocado.

El ganador, Pedro Regalado de Aranguren, renunció a la plaza porque debía comunicar su marcha en el lugar en que trabajaba, Oquendo, con 6 meses de antelación.

El nombramiento, aunque era provisional, incor­poraba una serie de requisitos y obligaciones que, creo, nos aportan una información relevante para conocer el mundo de la enseñanza en la Orduña de la primera mitad del siglo XIX. Se exigía ya una titulación que expedía el Colegio Académico de San Casiano y se preceptuaba seguir el método de Torcuato Torio de la Riba. Este calígrafo es el autor de un famoso manual «Arte de escribir por reglas y con muestras», libro escrito en 1798 y declarado oficial en 1801. Por su contenido, sabemos las en­señanzas que incumbían al maestro en su tarea. Se incorporaban principios de aritmética, gramática, ortografía y urbanidad.

El maestro debía abrir la escuela a las 8 de la mañana hasta las 11, y por la tarde de 2 a 5, en verano, y de 2 a 4.30, en invierno. A diferencia de lo que hoy sucede, prácticamente no había vacaciones. Se limitaba a los jueves por la tarde, siempre que no hubiese fiesta entre semana, 4 días de Semana Santa, el día del patrón de la enseñanza de la juven­tud y la semana de vendimia. Creemos, sin temor a equivocarnos, que las vacaciones de la semana de vendimia las dedicaban los niños a ayudar a sus padres en las tareas de recogida de la uva. También se precisan obligaciones relacionadas con el mundo de la religión. Los jueves a la mañana y los sábados a la tarde, impartirá doctrina cristiana apoyada con El Astete, el célebre catecismo del padre jesuita de ese nombre, publicado en 1.599. Los discípulos debían acudir con el maestro a la misa mayor, al rosario y a las procesiones públicas, y acudir todos los días a misa.

En otro orden de cosas, el maestro no podía salir con sus alumnos fuera de los muros de la ciudad, sólo podía ausentarse dejando un sustituto apto y se obligaba a enseñar a los pobres de solemnidad de manera gratuita. Su retribución la recibía directamente de los padres o amos de los discípulos. Los discípulos recibían lecciones de escritura, debían pagar dos reales y medio al mes y los que lo hacían solo a e lectura, real y medio.

El espacio para dar las clases, lo hemos visto, siempre pecó de precariedad. En este caso se determina que lo sea el salón existente en el patio del colegio de los Jesuitas expulsados. Suponemos que eran anos locales de cierta dignidad que pertenecieron a la Compañía de Jesús y que fueron usados de manera continuada. La preocupación municipal era también que no existiesen clases mixtas de niños y niñas pues había que «evitar que envueltos ambos sexos en una habitación y trato continuo abran los ojos los más inocentes de las malas costumbres».

Nos aporta datos de interés sobre el mundo de la educación, la contestación que da el ayuntamiento a la encuesta que formula el jefe político de Bizkaia en 1822. Solo hay un maestro de primeras letras con un salario de 200 ducados al año, pagados con los fondos del común de la ciudad «con el fin de mantener la educación de la juventud que se hallaría incivilizada en otro caso». Concurren alrededor de 92 niños de corta edad bajo vigilancia del ayunta­miento. Hay, además, otro maestro particular, así como unas mujeres que enseñan, a las niñas que se presentan, a leer, escribir y coser. El número de éstas es de unas 30. Como se ve, la situación de desigualdad es patente. Comparado con los niños, solo un tercio de las niñas asisten a esas clases y, además, las imparten mujeres sin formación o, cuando menos, titulación que si se exige en el caso de los maestros de los niños. Parece que la disposición que aparecía recogida en el Titulo XVII de las Ordenanzas Municipales de 1789, relativa a la obligación de poseer una maestra de niñas idónea para enseñar a «leer, escribir, coser y otras habilida­des», era papel mojado.

Siguiendo con la encuesta, se informa que no hay clases de dibujo, ni tampoco maestros de latinidad, porque el gobierno había suspendido el pago de su dotación. Comunica finalmente que en el convento de San Francisco hay fundadas dos cátedras, una de Filosofía y la otra de Moral, pero son muy pocos los seculares que asisten a ellas.

Es preciso resaltar que, entre los maestros nombrados, acaso el que obtuvo un mayor reconocimiento en su carrera profesional fue Raimundo de Miguel. El famoso latinista, autor del prestigioso Nuevo diccionario español latino etimológico, fue nombrado preceptor de latinidad en Orduña en 1840. De su paso por la ciudad, queda su libro, La perla de Orduña, dedicado a la Virgen de la Antigua y su Santuario. Debió guardar buen recuerdo de Orduña porque, aparte de su libro, tuvo siempre el detalle de enviar al ayuntamiento las obras que iba publicando.

En la segunda mitad de siglo, la regulación de la enseñanza se vuelve más compleja. Sobre todo, a raíz de la Ley Claudio Moyano de 1857. En ella se determinaba que era el Estado quien regulaba la enseñanza obligatoria de los 6 a los 12 años, aunque en la práctica dependía de los ayuntamientos o de la iniciativa privada. Uno de los problemas más im­portantes, era la insuficiencia y precariedad de los locales donde se impartían las clases. En la década de los 30 y 40, sabemos que se adecuaron algunas dependencias del convento de Franciscanos cuando estos abandonaron la ciudad, y poco después se hicieron algunas reformas en la antigua Aduana. En 1855, se ejecutan pequeñas reformas en tres locales distintos, una escuela para niñas, otra para niños y la llamada aula de latinidad.

Pero no será hasta 1884, cuando se levanten unas escuelas dignas de ese nombre. La polémica se ha­bía suscitado en 1879, cuando el concejal Máximo Cuadra y un grupo de 15 vecinos, habían pedido que se diese preferencia a la construcción de unas escuelas públicas y se suspendiesen los gastos que el ayuntamiento había realizado en las obras del colegio de los jesuitas. Finalmente, el ayuntamiento adquirió a Josefa Guezala una huerta en la plaza María por 9000 reales, sobre la que se construyeron las primeras escuelas de la Ciudad

Escuelas en las aldeas

Faltaría un aspecto importante de la historia de la educación bá­sica en Orduña, si no contamos, siquiera de manera sintética, lo que pasaba en la enseñanza en las aldeas de la Junta de Ruzabal. La lejanía de la ciudad y su propia ca­pacidad de autonomía, les obligó a dotarse de maestros. La referencia más antigua, la encontramos en el acuerdo que adopta el concejo abierto de la aldea de Belandia, el 24 de septiembre de 1828, para disponer de un maestro de prime­ras letras. La motivación muestra el compromiso del concejo con la educación «por cuanto es uno de los mejores medios, para la ins­trucción de la juventud de tener y mantener un maestro de primeras letras perpetuamente como así lo han deseado unánimemente, por ser la cosa fundamental del cristiano y evitar el abandono y vicio.» Para conseguirlo se decide una forma ce financia­ción mixta. La renta perpetua de 17 fanegas a favor del maestro, se pagaría por todas las casas en un 50%, y el otro 50% por los padres de los niños de 5 a 10 años que asistiesen a la escuela. Los requisitos que debe reunir el maestro son los propios de la época en una sociedad rural. Católico, de buena vida y costumbres, a los que se añade que sepa leer, escribir, contar, doctrina cristiana y enseñara los niños «con amor, perfección y cariño». Se le añade la obligación de tocar las campanas y encender la lampara de la fábrica de las iglesias.

En años posteriores se producen algunas modi­ficaciones. Se fija la edad escolar entre los 6 y 12 años, y las cuotas a pagar son diferentes según los alumnos aprendan a leer-dos celemines de trigo- o aprendan a escribir y contar – tres celemines-. Al finalizar el siglo sube la cuota a 4 celemines para los escribientes y en 3 para los que no lo son. También se incrementa la retribución para el maestro. De las 17 fanegas de trigo iniciales se pasa a 20 fanegas en 1892 y a 24 en 1904. Son los llamados maestros trigueros, según información que me aporta mi amigo Eli Gutierrez Angulo.

La participación de las aldeas en la instrucción pública, alcanza también a los lugares donde se imparten las clases. Conocemos como, en 1854, los vecinos de Belandia solicitan al alcalde de Orduña, autorización para rematar árboles viejos destinados a leña o carbón, y roturar 20 aranzadas de ejido común, al objeto de conseguir 2.500 reales.

Esa cantidad debía destinarse a la reforma de un cuarto de la casa del concejo destinada a escuela de primeras letras. En la segunda mitad del siglo XIX podemos decir que existían dos escuelas en todo Ruzabal. La de Belandia, donde también acudían los niños de Mendeica, y la de Lendoño de Abajo donde acudían los niños de Lendoño de Arriba.

Las relaciones con el ayuntamiento de la Ciudad en materia educativa no fueron todo lo buenas que podíamos imaginar. Son muchas las peticiones de ayuda que formularon al ayuntamiento y muchas también las negativas que recibieron. Es cierto que las arcas de unos y de otros no eran las más boyantes, pero en bastantes ocasiones los regidores municipales se limitaban a recordar a los concejos que disponían de leña que podían destinar a la mejora de sus escuelas.

No puedo olvidar un aspecto que resulta muy significativo para conocer la realidad social de las aldeas. Aunque salgamos del perio­do que nos hemos propuesto analizar, creo interesante conocer cómo, en no­viembre de 1910, los vecinos de Lendoño de Abajo, de Arriba, Cedélica y Ripa, solicitan al ayunta­miento que, al haber cesado el maestro Lázaro Peñaranda, se provea la vacante con un maestro y no maestra. La razón de tal petición era que la asistencia a clase de día, era más bien escasa «por necesitar los padres del auxilio de los hijos para las faenas del campo y ser conveniente com­pletar su educación con las escuelas nocturnas». La Junta local de Instrucción Pública de Orduña, cono­cedora de que era bastante numerosa la asistencia a las escuelas nocturnas de Lendoño de Abajo, sugiere al ayuntamiento que sondee la posibilidad de que esas escuelas, dejen de tener carácter oficial. Y es que, dada su situación topográfica, los maestros pú­blicos que acudían a las aldeas, renunciaban rápida­mente para conseguir una plaza mejor, y constante­mente se encontraban sin maestro. Con las escuelas privadas que habían poseído de tiempo inmemorial, se evitaba ese problema. Comprobamos aquí, como las dificultades en dar una educación adecuada en las aldeas, son aún mayores que en la ciudad.

A modo de resumen

En este breve recorrido histórico por la instrucción pública orduñesa, hemos visto las dificultades que tuvieron que arrostrar las autoridades locales. La precariedad económica de fondos, un mal casi endémico, al que se añadía la precariedad física de locales dignos para impartir las clases, fue un problema de difícil solución. El oficio docente evo­lucionó desde el maestro que tenía una formación limitada, hasta profesionales con una titulación. En el caso de Orduña, la presencia de la Compañía de Jesús, marca una peculiaridad, con sus luces y sus sombras. Disponer de maestros con una formación acreditada y locales adecuados era en aquella época todo un privilegio. Por el contrario, se observa una presencia excesiva de los jesuitas, en la vida pública de la ciudad.

Aunque son escasos los datos sobre el número de alumnos que acudían a las clases, es evidente la discriminación que sufrían las niñas. Y, por otro lado, la necesidad de que niños y niñas trabajasen

en las labores agrícolas y del hogar, dificultaba enormemente que recibiesen una educación más completa. Esta situación era todavía más grave en el caso de las aldeas de Ruzabal.

Pero, en cualquier caso, y pese a la situación de precariedad descrita, precariedad vista con los ojos  presente, podemos afirmar que la preocupación de las autoridades locales orduñesas por la ense­ñanza de la niñez y juventud, tanto desde el ayun­tamiento como desde los concejos de las aldeas, fue una constante, al menos desde el siglo XVI.

José Ignacio Salazar Arechalde

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