Se cumplió el quinto centenario de las ordenanzas de la Junta de Ruzabal
Año 1516. Tomás Moro publica en la Universidad de Lovaina la que iba a ser la más conocida de sus obras: Utopía. Año 1516. Cuatro de mayo, en Orduña, junto al roble de Ruzabal se reúnen los vecinos de sus cuatro aldeas, Belandia, Lendoño de Abajo, Lendoño de Arriba y Mendeica para poner por escrito usos y costumbres mantenidas de generación en generación para el gobierno y administración de sus concejos, de sus montes y de sus heredades.
Dos acontecimientos acaecidos el mismo año hace cinco siglos, aparentemente sin ninguna conexión. Sin embargo, en estos dos hechos se está hablando de una misma realidad: cómo se organiza una sociedad. Tomás Moro lo hace desde el mundo de las ideas, de la teoría, diseñando una sociedad aparentemente perfecta. Es una sociedad ficticia, pacífica, con solo una propiedad común de todos los bienes.
Los vecinos de Ruzabal desde la experiencia de muchas generaciones, regulan los usos en el cuidado del ganado, los cultivos de la huerta, el aprovechamiento del bosque o la organización de su concejo abierto. No era desde luego una sociedad perfecta, una utopía. Había pleitos y conflictos. Pero para superarlos, controlarlos o cambiarlos, la comunidad aldeana buscaba soluciones en forma de arbitrajes, concordias u ordenanzas. Estas ordenanzas no aportan simples hechos episódicos. Tras ellas se encuentran las raíces, el sustrato de una sociedad, que queda reflejada, como veremos, en los capítulos de esta normativa.
Participación de la comunidad ¿Cómo eran las aldeas? ¿Cómo se organizaban? ¿Cómo vivían? Al lado del roble del Alto de Junta o en el pórtico de sus iglesias, los vecinos se reunían frecuentemente para decidir en el seno de la comunidad dónde se debía sembrar, cuántos carros de leña se podían consumir, qué multas se debía imponer por introducir ganado en heredad ajena y cuestiones similares en lo que era el día a día de la comunidad. Cada casa o foguera enviaba al cabeza de familia a estas asambleas. Esta participación de la comunidad en las decisiones principales de sus concejos se conoce desde época medieval. Con una mentalidad presentista se atisban rasgos democráticos en la organización y funcionamiento de las aldeas. En cualquier caso encontramos, con el ilustre jurista italiano Paolo Grossi, en las convocatorias a estas asambleas «la certeza profunda de que la producción del Derecho es un hecho constitucional que envuelve al ethnos porque inevitablemente afecta a su patrimonio consuetudinario».
Participación vecinal que han sabido conservar en el tiempo a diferencia de otros lugares que olvidaron hace siglos los concejos abiertos y su significado. Participación que enlaza con los usos de trabajos vecinales en caminos, arroyos, fuentes o molinos tan habituales en la vida cotidiana y que, en su conjunto, viene a ser un reflejo de la tradición social comunitaria vasca.
Los bienes comunes
La sociedad de Ruzabal está compuesta mayoritariamente de vecinos propietarios. Casi todos lo eran. Pero para completar sus recursos, nunca excesivos, disponían de un importante patrimonio comunal. Los montes y los prados, propiedad de todos los vecinos, servían para el alimento del ganado, para la construcción y reforma de sus caseríos o para suministrar el fuego de sus hogares. En la defensa de esos bienes, las ordenanzas de 1516 y otras ordenanzas de los concejos, fijarán una administración pragmática y eficaz.
Se puede afirmar que esas ordenanzas junto con las de Belandia y Mendeica que regulaban con detalle un monte común de ambas aldeas, conformaban un pequeño código forestal. Se nombraban montañeros para vigilar la riqueza maderera de sus bosques, se imponían sanciones rigurosas contra los excesos de cortas indebidas o se limitaba la entrega de leña a sus vecinos para su propio consumo, impidiendo así la venta especulativa a personas ajenas a la Junta. La defensa que ejerció la comunidad de esos bienes, consiguió en el siglo XIX la exención de la venta que, como sabemos, impusieron las leyes desamortizadoras en muchos casos. De esa manera los bienes comunes, transformados ahora en bienes comunales, siguieron manteniendo el carácter público y uso general a los vecinos de todas las aldeas.
Aunque no tuviesen propiamente dicho el carácter de bienes comunales, hemos de citar una peculiaridad específica de los concejos. Los molinos de las aldeas eran propiedad de todos sus vecinos. Estos se encargaban de su administración y mantenimiento. Resulta significativo que un elemento esencial para la subsistencia de la comunidad se encuentre exclusivamente en sus manos.
Orduñesas y autónomas
No conocemos otra vinculación de las aldeas sino con la primero villa y luego ciudad de Orduña. Dependían de las autoridades del ayuntamiento orduñés que ejercía sobre ellas un control en cuestiones de abastecimiento, caminos, pesos y otras materias. Era lo que se conocía como visitas de residencia. Pero por otro lado, gozaban de autonomía en la gestión de su amplio patrimonio comunal o en asuntos relacionados con la administración agrícola o ganadera.
No faltaban las tensiones entre ambas partes en la defensa de las atribuciones que cada una interpretaba como propia. La solución a todo ello se materializaba en fórmulas diversas. Había ocasiones en que se firmaban convenios para resolver problemas fiscales o patrimoniales. Así lo pactaron después de largas y duras negociaciones en 1803 y 1853. Otras veces deben de ser los tribunales de justicia quienes resuelvan esas disputas. Y la Junta de Ruzabal a pesar de su modestia, no duda en acudir a la Sala de Vizcaya de la Chancillería de Valladolid en defensa de sus intereses y lograr en ocasiones Ejecutorias que ratifican sus derechos. Por ejemplo, para conseguir que las visitas de residencia que hacía la ciudad se llevasen a la práctica cada tres años en lugar del carácter anual como quería la ciudad, o para impedir que los repartimientos fiscales impuestos por la diputación se ejecutasen con cargo a los bienes propios de los concejos.
A pesar de que en la segunda mitad del siglo XIX perderán competencias, buscaron los resquicios legales para mantener su personalidad jurídica y unas propiedades comunes que en pleno siglo XXI se resisten a perder. Tan es así, que Belandia, Lendoño de Abajo, Lendoño de Arriba y Mendeica, constituyen las cuatro únicas entidades locales menores del territorio histórico de Bizkaia.
Una sociedad de montaña
El municipio de Orduña está compuesto por dos zonas claramente diferenciadas. El valle y la montaña. Las cuatro aldeas confirman ese territorio de montaña determinado en parte por su compleja orografía. Y decimos en parte porque, como sabemos, la montaña es ante todo un espacio social. La comunidad de Ruzabal organiza sus espacios físicos con una cierta homogeneidad en las formas de explotación y de ordenación. Pero también es cierto que es un espacio complejo. Siendo cierto que la explotación ganadera ha sido y es el soporte de su economía, no deja de ser una faceta a la que hay que añadir los recursos forestales y, en menor medida, los aprovechamientos agrícolas.
La necesidad de defender prioritariamente la ganadería, exigía limitar la roturación de praderas y montes hasta el extremo de que era necesario el concurso de todas las aldeas reunidas en su Junta para poder autorizarlas. Era preciso defender una superficie suficientemente amplia de terreno para el mantenimiento de su actividad principal
Una sociedad con memoria Cuando se explica que en un viejo roble tallado del siglo XVI en la iglesia de Santa Eulalia de Belandia se han conservado viejos legajos durante siglos, la gente no deja de sorprenderse. Pero cuando se conoce el sentido de pertenencia del vecindario de todas las aldeas, se entiende por qué se ha conservado no solo el viejo archivo de roble sino, lo que es más importante, sus instituciones seculares. Decía el historiador francés Marc Bloch que si el pueblo medieval no tuvo constantemente una personalidad colectiva estable, la consecuencia fue la falta de archivos, dado que los archivos denotan la permanencia de una colectividad. íšltimas palabras que parecen escritas para la comunidad orduñesa.
La necesidad de custodiar los documentos más importantes se plasmó en el capítulo 11 de las ordenanzas de 1516. Allí se decidió cómo debían archivarse sentencias, ordenanzas y privilegios, bajo el poder del fiel de Belandia y cuando este dejase el cargo, era la Junta el órgano que decidía la manera de «guardarlos bien» y, al mismo tiempo, regulaba el préstamo de documentos para garantizar su devolución. A consecuencia de ese capítulo creemos que se decidió el diseño del viejo arcón y su colocación en Santa Eulalia.
El arca de roble de Ruzabal es todo un símbolo. En ella se ha guardado su memoria generación tras generación. Allí los escribanos, los fieles de fechos o los propios regidores han escrito, archivado y custodiado aquellos documentos que han considerado relevantes para el conocimiento de su historia y sobre todo para la defensa de sus costumbres, intereses o derechos.
Remembranza del viejo roble
El viejo roble de Ruzabal parece modesto si lo comparamos con el de Gernika, símbolo de las libertades vascas. Otros robles del País, aunque menos conocidos como Saraube, Larrazábal, Avellaneda, Guerediaga no son ignorados por estudiosos de su historia. El roble de Ruzabal, representando también un parecido significado jurídico y simbólico, ha sido desconocido. Hace muchos años, en 1972, Julio Caro Baroja analizó la mayoría de estos árboles simbólicos, omitiendo el nuestro de Ruzabal. Ninguna culpa es imputable al ilustre investigador vasco. Si no lo cita es porque nadie se había ocupado de estas aldeas orduñesas, casi perdidas a los pies de Sierra Salvada.
Sin absurdas soberbias, pero con orgullo legítimo, recordar unas ordenanzas aprobadas en Orduña hace 500 años es la forma de dar a conocer un patrimonio histórico y vivo, casi olvidado. Estas ordenanzas son tan solo una parte del patrimonio consuetudinario del que habla el profesor Grossi y que en Ruzabal se completa con textos jurídicos de tanto interés como las ordenanzas medievales del concejo de Lendoño de Yuso, o las varias reglamentaciones de los montes comunes de Belandia y Mendeica.
Un hito de piedra junto a otro roble, en el mismo lugar donde se reunían siglos atrás los vecinos de las cuatro aldeas, lo rememora con una sencilla placa que hemos colocado:
José Ignacio Salazar Arechalde
Tomado de www.DEIA.com