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ORDUÑA CONFINADA: Peste, colera y otras epidemias

ORDUÑA CONFINADA: Peste, colera y otras epidemias

El año 2020 será, sin duda, conocido como el año del coronavirus. Parece que nos encontramos en una situación única en la historia de la humani­dad. Una pandemia universal, que obliga a la mitad de las personas de la tierra, a estar confinadas en sus casas. Y es verdad que las circunstancias de esta epidemia son peculiares en el mundo global en que vivimos, donde noticias y personas se mueven, o movían, a una velocidad de vértigo.

Sin embargo, siempre es interesante echar una mirada al pasado, a la historia, para comprobar que nuestros antepasados, vivieron situaciones que no se alejan demasiado a las que estamos sufriendo hoy. En el Eclesiastés se dice con frase certera Nihil novum sub sole.

Nosotros lo vamos a comprobar con lo que aconteció en la ciudad de Orduña en distintos momentos de su historia.

La peste negra de 1.599

Es opinión compartida por los historiadores de la medicina, como Luis Sánchez Granjel, que la epide­mia más grave que padeció el País Vasco durante los tiempos modernos, fue la peste de fines del siglo XVI. Es cierto que durante la centuria hubo brotes epidémicos que también afectaron a la población como los de la década de los sesenta. Contamos con alguna noticia indirecta del año 1566, en que el ayuntamiento orduñés decide «ce­rrar el castillo e ronda y en la cabo de ella porque no entrasen de día ni de noche personas contagiosa a la ciudad por el rellano que en ella había por la peste que en las comarcas había»

Pero la principal, con diferencia, fue la que se ini­cia en los puertos de Santander y Castro Urdiales y se adentra por Laredo y Bilbao. La epidemia proce­día de Flandes y llega a los puertos del Cantábrico en 1596. De curso lento, alcanza a Bilbao en 1.598 y a Orduña al año siguiente. Con todo, ante las noticias que llegan a las autoridades orduñesas, éstas deciden anticiparse y a empezar a vigilar el territorio. En octubre de 1.597 se ponen guardas en las puertas, se arregla un tramo de muralla aledaño a la puerta de calle Burgos y se ordena cerrar «el camino que por el terrazo del castillo entra a esta ciudad, respeto de que por la guarda de la peste nadie pudiese entrar por allí«. En diciembre se concreta más la intervención municipal y se ordena dejar peinado el terrazo del castillo para evitar que entren o salgan todo tipo de personas a pie o a caballo, actuación para la que se aporta la cantidad de 70 reales.

Siguen durante el año siguiente ejecutándose obras similares en el castillo (2.686 maravedís) y en las puertas de calle Vieja y calle Burgos (5.814 maravedís), aunque será en 1.599 cuando los efectos de la peste tengan peores consecuencias para la ciudad. Durante los primeros meses, fueron constantes los viajes que el alcalde Angulo o el regidor Pedro Bardeci realizan a Bilbao o Vitoria para «informarse de la salud que había en la dicha villa del mal de peste». En octubre se ejecutan obras de importancia, justamente en el punto que se entendía más vulnerable del casco urbano: el castillo derruido. Se trata de derribos de paredes (671 reales), construcción de un edificio probable­mente para realizar una mejor vigilancia desde allí (60.030 maravedís), y ejecución de una pared de una extensión de 85 brazas ejecutado por el cante­ro García de Ontañon (490,5 reales). No conocemos datos concretos de afectados por la peste, pero las actas municipales nos aportan alguna información sobre el particular. Así, el 15 de noviembre se afir­ma que los gastos ocasionados por los apestados -es el término que aparece en el documento- en el transcurso de todo el año es de 15.550 maravedís, destinadas a las comidas dadas, la compra de medicinas y también los entierros que se llevaron a cabo. Los recursos sanitarios con que contaba la ciudad se reducían a la presencia de un médico asalariado por el ayuntamiento, el doctor Calvo, si bien es cierto que era el empleado público que recibía más alta retribución, 90.000maravedies, muy por encima de otros oficios públicos.

Pestes varias en el siglo XVII

Mediaba el siglo XVII y llegan noticias procedentes de Castilla de la peste que sufría la región.

También la sufría la cercana ciudad de Vitoria que había decidido cerrar las puertas de su vieja muralla, decisión que Orduña imitó con el acuerdo tomado por su ayuntamiento el 16 de junio de 1648. Se recibió orden en igual sentido del Corregidor y la Ciudad concretó las medidas a adoptar. Así, se mandó cerrar puertas y ventanas de las casas particulares que diesen a las rondas, y sólo mantenían abiertas para entrada y salida de la población las puertas de las calles de Burgos y Vieja. Al mismo tiempo, se establecían turnos de vigilancia, tanto por parte de los miembros del gobierno local como por los propios vecinos (30-6-1648).

La preocupación de Orduña era tal, que se mandó escribir a la Villa de Miranda de Ebro para que se informase sobre la naturaleza de la enfermedad y sus efectos, llegándose a afirmar que, en la Villa de Salinillas, a 9 leguas de la ciudad, habían muerto la mayoría de sus vecinos. A la complicada situación sanitaria, se une la ausencia del médico asalariado por la ciudad. Les falta tiempo a los regidores para tratar de bus­carlo en Bilbao, Castro Urdiales, Balmaseda y otros lugares. Tampoco faltan las rogativas a San Roque, como sabemos abo­gado contra la peste y otras en­fermedades contagiosas, y las no­venas celebradas en el Convento de San Francisco. Finalmente acudió a la atención y visita de los muchos enfermos que había en la Ciudad, el medico de Balmaseda Francisco de Quintana a quien se paga 20 ducados por sus cinco de días de trabajo. Precisamente fue el médico que, pocos meses después, es contratado por el ayuntamiento por un espacio de 3 años.

En ese tiempo, vuelve a conocer Orduña la terri­ble enfermedad y de nuevo debe cerrar sus puer­tas en 1652. Se da la triste circunstancia de que el médico Quintana es detenido por razones que desconocemos, y el ayuntamiento se ve obligado a suplicar su liberación porque, dice, hay muchos en­fermos a los que atender. Al año siguiente, Orduña contrata al médico que ejercía en Pancorbo, Pedro Ugarte.

Peste en 1800

La gran peste de 1800 que afectó a Andalucía y, especialmente, a Cádiz, generó grandes inquietu­des en el Señorío de Bizkaia. Orduña no era ajena a esa preocupación y siguiendo instrucciones de autoridades superiores, acordó convocar a los 3 boticarios y 3 cirujanos para prohibir cualquier intervención de estos profesionales, sin antes dar cuenta al médico titular de la ciudad. También re­unió a los fabriqueros de las calles ordenándoles no admitir a ninguna persona en la calle, sin antes dar cuenta al alcalde o sindico del ayuntamiento. Y finalmente decidió habilitar la ermita de San Antón para ser utilizada como hospital y acoger a los enfermos que pudieran llegar de los lugares infectados. La obra, según proyecto elaborado por el maestro Hilario de Echevarría, fue adjudicada a Ildefonso Echevarría en la cantidad de 2200 reales.

En el ámbito propiamente sanitario, el ayunta­miento acuerda solicitar ayuda económica a la Diputación pues era consciente de que, en aplica­ción del Reglamento, debería disponer de un hospi­tal para contagiados, una casa de cuarentena y una de convalecencia y, era evidente, no tenía medios para todo ello. Por la información examinada en los libros de actas y en los libros de cuentas de ese año, no parece se levantasen las tres dependencias sino exclusivamente la adecuación de la ermita de San Antón. Lo que, si hace la Junta de Sanidad Local, es elaborar una meticulosa reglamentación para prevenir las consecuencias de la epidemia. Son un total de 23 reglas que no vamos a reproducir pero que van encaminadas a controlar el acceso a la ciudad, vigilar a las personas a través de la infor­mación que dan fabriqueros de calles o mesoneros, establecer guardas de puertas y de calles, limpieza de ropa con ácido muriático y vinagre, necesidad de viajar con pasaporte y acreditar del lugar don­de se procede. Finalmente se exhorta a párrocos, frailes y miembros de la Junta, den a conocer esas medidas para prevenir el contagio.

…Con todo, no parece que la peste tuviese es­peciales consecuencias en la ciudad. La preocupa­ción de disponer un lazareto en la ermita de San Antón, no era exclusiva de la ciudad, sino de todo el Señorío. Éste era consciente de la situación de Orduña en la frontera con Castilla y con el servicio de aduana, características que le acarreaban un mayor peligro de contagio. De hecho, en el libro de cuentas del año 1.800 se recoge el gasto de 5.453 reales para levantar el lazareto y otros gastos dispuestos por la Junta de Sanidad y aprobados por el síndico del Señorío señor Arana, que acudió como comisionado a Orduña con el médico Lacona, «advirtiendo que el Señorío lo abonará pues como fronteriza se esmera en la pronta ejecución» En nota adicional del libro de cuentas de 1.801 se confirma que el Señorío pagó esa cantidad.

Parece, por tanto, que fueron medidas precautorias que, en su mayoría, no tuvieron que, afortuna­damente, ejecutarse. Ni siquiera podemos asegurar que la ermita de San Antón, cuyas obras si están documentadas, fuese finalmente utilizada como lazareto.

Guerra y cólera en 1834

Había muerto Fernando VII en septiembre de 1833 y estallaba la primera guerra carlista. La gran pandemia de colera del siglo XIX había partido de la India donde era un mal endémico y había llegado al mar Caspio en 1830. No alcanzará la Península Ibérica hasta 1834. Se vivieron meses de incerti­dumbre y, al fin, llegó a Orduña a fines de agosto de ese año. Las noticias de la terrible enfermedad eran alarmantes. No en vano en Madrid se cebaba el mal y la muchedumbre, alentada por las falsas noticias que acusaban al clero de ser el causante de la epidemia, causaba el 17 de julio una conocida matanza de, al menos, 75 frailes.

En el acta de la sesión plenaria del ayuntamiento de 23 de agosto, ya se indica que el terrible mal estaba causando estragos en Burgos, Pancorbo y otros pueblos y se acercaba, parecía, irremedia­blemente a la ciudad. Una semana más tarde, el Síndico da cuenta a la Corporación de la reunión de la Junta de Sanidad. En ella se acuerda proporcio­nar asistentes tanto para el hospital militar como para el pueblo, a los que se pagaría con los fondos públicos disponibles. Lo que hoy se ha venido en denominar arca de Noe, eran en aquella época sencillamente lazaretos o casas de observación para todos aquellos que llegasen a la ciudad de los pueblos presuntamente atacados por el cólera. El Ayuntamiento en pleno celebrado el 7 de septiembre, acuerda como lugar más adecuado para ubicar ese lazareto, la habitación del capellán del Santuario de la Antigua.

Como era costumbre, se organizaron todo tipo de actos religiosos como rogativas y procesiones y así se decide «Que en el día de mañana se baje en procesión y en la manera acostumbrada la Imagen de Nuestra Señora de la Antigua a la Parroquia de Santa María celebrando el novenario en la forma de estilo para implorar su protección y que conserve a esta ciudad libre de la plaga del cólera morbo, quedando en la misma parroquia mientras duren los tristes temores de su invasión«. Es así que la enfermedad se acercaba, pero no terminaba de llegar y el 12 de octubre se acuerda hacer un novenario de misas cantadas a la patrona de la ciudad. Lo cierto es que, tras esta noticia recogida en el libro de actas municipal, no volvemos a encontrar referencia alguna a la existencia del mal en Orduña. Otro mal, y de aun peores consecuencias, y aún de peores consecuencias ya lo estaba sufriendo. Era la guerra que dejo a la ciudad en condiciones exhaustas, sin comercio, sin industria, huérfana de sus ferias y mercados y teniendo que hacer frente a unos enormes gastos que exigían sin pudor, los dos bandos enfrentados.

El cólera morbo de 1855

De mayor gravedad, sin duda, fue el cólera que llega a Orduña en 1855. A la media noche del 25 al 26 de agosto se reúne el ayuntamiento convocado, se dice, repentinamente por el alcalde Cristóbal de Urcelay «con motivo de haberse presentado esta misma noche en la población la terrible enfermedad del cólera morbo que en un momento ha arrebato la existencia a Maximina de Izarra«, y se añaden el nombre de otras personas graves o con síntomas más o menos alarmantes. Por ello se convoca in­mediatamente a la Junta de Sanidad para que con el ayuntamiento adopten las medidas necesarias. Así, todos los fallecidos, serán trasladados inme­diatamente al cementerio, rociados con cloruro y sepultados, transcurrido el tiempo conveniente bajo control médico o cirujano. Se decide abrir un hospital para trasladar a los enfermos coléricos, ordenar a los farmacéuticos el suministro de me­dicamentos y constituir, en sesión permanente, la Junta de Sanidad y Ayuntamiento.

Al día siguiente se nombra ama de gobierno del hospital a Lucía Angulo. La importancia de las funciones que se otorgan a esta mujer, las pode­mos conocer merced al acuerdo que aparece en el libro de decretos que pasamos a reproducir: «y por las bellas facultades que adornan a esta mujer le concedieron sus señorías amplias facultades para proporcionar los sirvientes que eran necesarios en dicho Hospital según los enfermos que en el puedan entrar«. Dejando a un lado el lenguaje anticuado que hoy no entendemos, no cabe duda que Lucía Angulo era la auténtica administradora del hospi­tal. Se nombra, por otro lado, a 5 hombres para trasladar a los enfermos al hospital y a los muertos al cementerio. Se adoptan otras decisiones que, desgraciadamente, estamos sufriendo hoy en día. Se comunica al cabildo eclesiástico la prohibición de hacer entierros públicos, se ordena dar un toque de campana para anunciar la defunción y no se permiten invitados a las exequias.

Así las cosas, se recibe «la grave y funesta noticia» de que el médico municipal Vicente Urrecha ha caído enfermo de gravedad. Aquí, el lenguaje de la época nos sirve para reflejar mejor el drama­tismo de la situación: «En tan aflictiva situación y siendo cada vez más y por momentos la caída de invadidos del mortífero cólera y que los cirujanos, a pesar del laudable celo que en esta ocasión están desplegando, no pueden atender al socoro de todos los enfermos; se acordó pasar recado al médico de Amurrio: Matías Angulo … para si es posible venga a visitar a los enfermos«.

La escasez de medios sanitarios obliga a buscar, como sea, a un médico que pueda atender a los muchos enfermos que habían caído atrapados por el terrible mal. El ayuntamiento busca entre las au­toridades como el gobernador civil o la Diputación, pero no le dan respuesta favorable. Lo intenta entonces con un amigo de la ciudad residente en Vitoria, el presbítero Juan Félix Arteaga, que tras alguna gestión les ofrece la posibilidad de contratar a un médico de Vitoria, pero con una retribución altísima, de 500 reales al día. Deciden finalmente aceptar la llegada del médico vitoriano porque había pueblos que estaban dispuestos incluso a pagar más que tan exorbitante cantidad. Ese acuerdo tuvo que tomarse en la llamada Junta de Capitulares, un órgano compuesto no solo por los regidores que componían la corporación municipal junto con el alcalde, sino también por los que lo habían sido en años anteriores. La labor de este médico se extendió a lo largo de 11 días hasta que, finalmente, el medico titular, Urrecha, se pudo re­cuperar de la enfermedad. El esfuerzo económico era grande pero el ayuntamiento tenía los objetivos claros y había que actuar «Aunque sea a costa de los más grandes sacrificios, por ser natural preferir la salud y la vida a toda clase de intereses«, pala­bras que, en el tiempo que corremos, suenan tan actuales.

Durante el mes de septiembre, se ocupó la casa consistorial por los miembros de la Junta de Sanidad, párrocos y otras personas que trabajaban en atajar la enfermedad. Por tal motivo, la sesión plenaria del ayuntamiento del 14 de septiembre, se tiene que celebrar en la casa del Sindico, sita en la calle San Lucas. Asiste a la sesión Vicente Urrecha «libre de la enfermedad, aunque muy escaso de fuerzas«, y se organiza la labor de otros sanitarios como los cirujanos José Fernández y Félix Ruiz y el practicante Zacarias Fernández. Los dos primeros se reparten el trabajo dividiendo la ciudad en dos distritos y el tercero se ocuparía de las aldeas.

A mediados de octubre, la enfermedad ha perdi­do gran parte de su fuerza. Es el momento de dar las gracias. En primer lugar, al médico de Amurrio Matías Angulo por su «franca y leal deferencia en momentos tan críticos y apurados» y a los cirujanos por su «celo y esmerada asiduidad«. A fin de mes se adopta un acuerdo que explica bien el drama que ha vivido Orduña. Se ordena realizar un reparto en­tre todos los vecinos de 2 reales y 12 maravedís, y la mitad en el caso de las viudas, para poder pagar los 1.270 reales que se debía a los dos enterradores que habían dado sepultura a los que habían falleci­do a causa del colera. En el año 1855 se registran 190 difuntos, cifra superior al más cruento de los años de guerra del siglo.

Las aldeas cerradas en 1885

En nuestro último libro sobre la Junta de Ruzabal, ya dimos cuenta de estos tiempos de colera en las aldeas orduñesas. A las epidemias coléricas de las décadas de los 30, 50 y 60, siguió la de 1885 que afectó a más de 200.000 personas en todo el Estado. Llega a Orduña y afecta de manera especial Belandia, Lendoño de Arriba y Lendoño de Abajo, hasta el punto de acordarse su cierre, hoy diríamos confinamiento. Para conseguir que la medida fuese eficaz, se crea lo que podíamos denominar un cordón sanitario, con la presencia de 12 soldados, un cabo y un sargento. La medida dura aproximadamente tres semanas y para fines de septiembre queda levantado el aislamiento. No deja de haber cierto malestar en alguno de los barrios de Belandia que no fueron atacados por la enfermedad. Se quejaban de que los vecinos del barrio más afectado, acudían a lavar la ropa a uno de sus lavaderos. De manera contundente, se ordena al alcalde pedáneo de Belandia, prohibir el lavado de ropa en cualquiera de los lavaderos de la aldea.

No conocemos con detalle las circunstancias de la enfermedad. Parece claro que fue un barrio de Belandia el más afectado. El sufrimiento y las carencias de esos días, no aparecen en la fría do­cumentación administrativa del archivo municipal. Solo lo podemos imaginar. Aun así, las 16 muertes producidas en el desgraciado año 1885 en el con­cejo de Belandia, frente a una media anual de 2 a 4 fallecidos, da una idea aproximada de lo que supuso para Ruzabal aquel tiempo de cólera.

 

COVID-19 en 2020

Escribo estas líneas en pleno confinamiento. Orduña, como la mitad de la Tierra, está encerrada en sus casas. Ya no tenemos murallas ni puertas que, aparentemente, protegían a la ciudad del cólera o de la peste. Un pequeño virus ha puesto patas arriba a todo el planeta. Y desconocemos como vamos a salir de esta desgracia. Ignoramos como va a cambiar nuestra vida. Parecía que, gracias a la tecnología, las pandemias eran cosa del pasado. Les podía suceder a los «atrasados» hombres del medievo, o a los no muy adelantados habitantes del siglo XVI o del XIX. Por supuesto, casi nadie se acordaba de la gripe de 1918.

Y, sin embargo, la historia, «Magister Vitae», Maestra de la vida o para la vida, nos enseña que olvidar el pasado, es perder elementos de conoci­miento para afrontar el futuro. Es verdad que con la historia no podemos convertirnos en profetas capaces de conocer lo que va a suceder. Pero con la historia estaremos más capacitados para tomar decisiones que permitan abordar las desgracias que, nos guste o no, seguiremos sufriendo inevi­tablemente.

Tomado de AZTARNA

José Ignacio  Salazar

 

 

 

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