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La crisis bajomedieval (aspectos sociales)

La crisis bajomedieval (aspectos sociales)

El estudio de la estructura social vizcaí­na se hace más compleja en la época bajomedieval. Mientras que, anteriormente al año 1200, Bizkaia se caracterizaba por una sociedad tí­picamente rural y de carácter señorial, a partir del siglo XIII, y a medida que la zona fue saliendo de un régimen agropecuario de subsistencia y generando un excedente susceptible de ser traducido en una acumulación y de no ser absorbido por el crecimiento demográfi­co, una pequeña parte de sus habitantes se especializa en oficios no agrí­colas o ganaderos. La aparición de las villas supondrá un gran cambio en este sentido, puesto que significará el fin de la hegemoní­a del estatuto rural en el señorí­o. La división del trabajo que tendrá lu­gar en esta época se verá impulsada además por la incapacidad de vivir exclusivamente de la tierra y por el emplazamiento geográfico del territorio situado entre la meseta, exporta­dora de lana, y sus mercados exteriores. En las villas tendí­an a agruparse los artesanos, fe­rrones, comerciantes… que constituyeron un elemento nuevo, opuesto al viejo sistema, y al mismo tiempo integrado en él. De este nuevo estatuto del que gozarán los vecinos or­duñeses hablaremos en primer lugar.

Pero el otro gran capí­tulo en el análisis de la sociedad bajomedieval es el de la con­flictividad: la crisis se dejará sentir en primer lugar a través de la caí­da de las rentas seño­riales tradicionales, hasta entonces suficientes para constituir la base económica de lo alto de la pirámide social. Las consecuencias de la consiguiente mayor presión señorial serán, por un lado, una respuesta por parte de los perjudicados, y por otro, la lucha entre los mis­mos miembros del grupo privilegiado que ha venido a denominarse lucha de bandos, y que tendrá como escenario también a las villas. La ciudad de Orduña se verá afectada en am­bos sentidos, y a ello dedicaremos la segunda parte de este capí­tulo.

a) Los habitantes de la villa

Carecemos de datos documentales exclusivos de la ciudad, lo cual nos obliga a recu­rrir a generalidades aplicables al Señorí­o de Vizcaya de manera global al intentar recons­truir la imagen de una villa que, por el mero hecho de serlo, disfruta de un estatus especial. La transformación de la base económica generará un nuevo grupo social que tiende a agru­parse en estos núcleos de población. El fuero de Vitoria, otorgado a la villa en su funda­ción, es por extensión el de Logroño; en función de éste y de la propia carta-puebla conce­dida, la población orduñesa es franca y libre. La villa goza además de autoridad y jurisdic­ción propia: a partir de aquí­ se derivan una serie de modificaciones tanto en el estilo de vi­da como en la mentalidad, que surgirán en oposición a los esquemas tradicionales de la Tie­rra Llana que le rodea. Sin embargo, ambas concepciones de vida se entrelazaran y se in­fluirán mutuamente, no pudiendo ser consideradas absolutamente contrarias e inconexas.

Antes de continuar, es necesario aclarar lo siguiente: si bien es cierto que lo que ca­racterizará la naturaleza de las villas será su diversificación económica, contrapuesta a la economí­a exclusivamente agropecuaria de las sociedades rurales, debemos tener en cuen­ta que la fundación de Orduña tiene lugar sobre un núcleo de población preexistente, en cu­ya composición debí­an predominar los labradores y ganaderos, cuya condición cambiará muy levemente al darse el fuero. No en vano, en los siglos posteriores la actividad agrí­co­la será la que más población ocupará tal y como la documentación nos indica. A estos la­bradores asentados antes de la constitución de la villa se unirán otros procedentes de la Tierra Llana; algunos continuarán con su actividad, perdiendo su condición de dependencia, otros cambiarán de modo de subsistencia y pasarán a engrosar las filas del artesanado.

El segundo grupo que acude a la villa –siguiente en importancia desde el punto de vis­ta cuantitativo– son los hidalgos. La fuerte tendencia a la protección de los bienes tronca­les, arropados por la familia extensa y el linaje, impuso el mayorazgo en la sociedad viz­caí­na bajomedieval. En el lí­mite de la expansión medieval, a fines del s. XIII y principios del s. XIV, los señores, y después por imitación o imposición, los campesinos, reacciona­rán ante la amenaza de la desgregación patrimonial debida al reparto de las herencias entre los hermanos. A través de la legí­tima simbólica todo el patrimonio pasaba de hecho a uno solo de los descendientes, viéndose los demás obligados a emigrar o, según una expresión de fines del s. XV, «a darse a los oficios». De este modo, la villa será una salida, bien para los segundones que se ven privados de los bienes familiares, bien para aquéllos cuya fortuna familiar es restringida y buscan asegurarse un medio de subsistencia.

También acudirán a las villas elementos procedentes de los grandes linajes; en esta co­yuntura adversa en la que los señores ven disminuidas sus rentas de manera alarmante, la reacción consistirá, por un lado, en ejercer una mayor presión, pero en muchas ocasiones miembros del grupo privilegiado buscarán en las villas y en las actividades que en ellas se desarrollan nuevas fuentes de ingresos. Su presencia queda avalada por las referencias que nos transmite Lope de Salazar acerca de los enfrentamientos banderizos protagonizados por vecinos ilustres y de los cuales nos ocuparemos posteriormente.

Podrí­amos añadir a los extranjeros y los judí­os, pero por su escaso valor numérico po­demos concluir que la mayorí­a de los habitantes de la ciudad serán, aparte de los que ya formaban el núcleo previo, gentes procedentes de la Tierra Llana que llegarán atraí­dos por una serie de razones: en primer lugar, la posibilidad de hallar un nuevo medio de vida an­te las dificultades del medio rural; por otro lado, los privilegios de que gozará la ciudad des­de su fundación como villa –exención de impuestos, gobierno propio que garantiza un am­paro frente a posibles abusos señoriales, facilidades para los intercambios, y la existencia de una polí­tica de abastecimiento que supone una relativa garantí­a de aprovisionamiento de los productos de primera necesidad–. A ello debemos sumarle el hecho de que los vecinos de la ciudad son vasallos del rey, es decir, de un señor cuya presión, debido a la lejaní­a, no puede ser muy fuerte. Esta condición debí­a suponer un gran atractivo en la época, puesto que significaba una protección a cambio de una dependencia muy laxa –recordemos el epi­sodio relativo a los Ayala anteriormente comentado–.

Esta situación afectarí­a a todos los vecinos por igual, pues todos ellos gozan de un es­tatuto común y están sometidos a la misma jurisdicción. Pero ahí­ termina la homogeneidad de los vecinos de la ciudad puesto que ni económicamente, ni en función del poder del que gozan podemos establecer generalidades. No disfrutará de igual disponibilidad económica aquél que continúa siendo campesino o quien alterna esta dedicación con tareas tí­picamen­te urbanas, como será habitual, que quien dedique sus esfuerzos a labores más lucrativas, como la comercial. Del mismo modo, tampoco poseerá el mismo nivel económico quien, realizando tareas del tipo que sean, no posea no posea ningún bien raí­z o inmueble, que aquéllos que además, disfruten de una importante fuente de ingresos como es el alquiler de viviendas y locales urbanos. La coyuntura adversa provocará la pérdida de la propiedad de

 

 

sus bienes en el caso de los menos pudientes, bienes que pasarán a manos de los más enri­quecidos. Existe además un sector del vecindario relacionado con los grandes linajes que dispone de ingresos similares a sus iguales de la Tierra Llana; tanto este sector como los miembros mejor situados de lo que llamaremos incipiente burguesí­a demostrarán uno de los aspectos caracterí­sticos de la nueva mentalidad urbana, heredada del mundo rural: su apego a la propiedad territorial. Mientras que para la mayorí­a de los vecinos la tierra es un complemento imprescindible para la subsistencia, para los privilegiados será principal­mente un signo de prestigio y poder, que además les proporcionará ingresos.

No todos los vecinos parten, como hemos visto, de igual base si a ello le añadimos el hecho de que las actividades urbanas tampoco benefician por igual a todos ellos, nos en­contramos con una sociedad urbana jerarquizada. Parecen vislumbrarse dos grupos princi­pales dentro del conjunto, de la sociedad orduñesa: por un lado los miembros de los lina­jes, cuya saneada situación económica y su rango social les hace posible acceder al poder de manera fácil; desde los puestos del gobierno orientarán la polí­tica a su favor; en los mo­mentos de dificultades para estos personajes en la Tierra Llana, los conflictos que se gene­rarán se harán sentir también en la villa –precisamente en la pugna por el control del go­bierno– hasta el punto de que las propias ordenanzas harán alusión a la necesidad de evitar las parcialidades y el apoyo a los miembros de los linajes.

Junto a ellos, el otro gran grupo de poder parecen ser las cofradí­as. La de San Iñigo era propietaria de importantes bienes raí­ces que eran arrendados a campesimos. Estaba in­tegrada por hidalgos, lo cual les uní­a a los miembros de los linajes y los enfrentaba al res­to de los vecinos, que suponí­an la gran mayorí­a y agruparí­an a un heterogéneo conglome­rado cuya única caracterí­stica común serí­a el hecho de estar apartados de las esferas de po­der. Se tratarí­a de oficiales y artesanos menores, propietarios de tiendas, trabajadores asa­lariados, vecinos dedicados a la actividad agrí­cola, criados, y finalmente, marginados y po­bres. Como vemos, de niveles notablemente distintos, pero igualmente alejados de los ór­ganos de gobierno, en manos del grupo dominante y, por lo tanto, garantí­a de la continui­dad de este estado de cosas.

b) Conflictividad social

Pero nos hallamos inmersos en la llamada crisis de finales de la Edad Media, y en tiempos de crisis es difí­cil que el estado de las cosas permanezca inalterable. La sociedad vizcaí­na bajomedieval se verá afectada por una conflictividad que irá más allá de los en­frentamientos entre grandes personajes, y Orduña no permanecerá ajena a esta situación.

Por un lado tenemos que la caí­da de las rentas señoriales sufren una caí­da que obli­gará a miembros de importantes familias a buscar en las villas nuevas fuentes de ingresos; las luchas intestinas de este grupo se trasladan así­ al escenario urbano, donde se disputarán los cargos de gobierno que les proporcionarán también el control económico.

Por otro lado nos encontramos con que en el ámbito vizcaí­no, y más acusadamente en las villas, se está presenciando el surgimiento de una nueva mentalidad tendente a la indi­vidualización de las propiedades que tendrá como sustento la familia nuclear.

Con todo ello, comprenderemos mejor el hecho de que estos conflictos se alojen en las villas, y también en la ciudad de Orduña; el episodio protagonizado por el Mariscal Ayala se emarca en la tendencia general, por parte de los hidalgos, a usurpar tierras y bienes comunales a los municipios, aunque en algunos casos, como el que nos ocupa, se llegó más lejos y se intentó conseguir el señorí­o de la ciudad. Este proceso corresponderí­a, siguiendo a Caro Baroja, a una primera fase en la cual la oposición linajes-villas tení­an un significa­do muy distinto del conflicto banderizo propiamente dicho.

Nos ocuparemos, entonces, de la segunda fase de estos enfrentamientos, de los cuales tenemos también noticias; los hechos a los que se refieren son, ciertamente, posteriores a los incidentes protagonizados por el mariscal. Labayru nos dice:

«Terminaré, por fin, este año de 1410, anotando que (…) así­ bien, en Or­duña, comenzaron las luchas entre los Zalduendo y Castro, produciéndose algunas muertes».

También Lope Garcí­a de Salazar recoge datos para estos años sobre la pugna entre es­tas dos familias, al parecer las más importantes protagonistas de las luchas en la ciudad. Nos dice que aparecen en la villa «desde tiempo inmemorial» y que a ellos se han vin­culado por matrimonio otros apellidos importantes, reproduciéndose así­ el esquema habi­tual. De las informaciones al respecto deducimos que destaca la unión Zalduendo-Salazar y la de Castro-Velasco, ya que Lope Garcí­a de Salazar nos da detallada cuenta de la polí­ti­ca de casamientos desarrollada en la ciudad (95), la cual desembocará en una bipolariza­ción de los personajes más relevantes de Orduña. A causa de ello, los sangrientos episodios narrados en esta crónica afectarán a un buen número de familias, ligadas a uno u otro ban­do. Ahora bien, estos enfrentamientos además de tener lugar en la ciudad ocurrirán también en todo el territorio circundante, e igualmente vinculados a estos dos ejes familiares. Las referencias a miembros de distintas familias de la tierra de Losa, Berberana o el valle de Angulo, entre otros lugares, inmersos en el entramado de estos dos linajes nos da una idea de la magnitud del mismo. Ello nos confirma el mantenimiento del tradicional ví­nculo de solidaridad al que hací­amos referencia lí­neas atrás.

Por otra parte cabe destacar el hecho de que, aunque las primeras noticias sobre las lu­chas en la ciudad surgen en torno a la primera década del s. XV –y con probabilidad se ha­brí­an iniciado antes– éstas se extenderán a lo largo de toda la centuria. Las hermandades vizcaí­nas, aunque tempranamente constituidas, no comenzaron a llevar a cabo acciones efectivas hasta este siglo, iniciándose la ofensiva general contra los banderizos en 1457, encabezadas las hermandades por el rey Enrique IV. Los habitantes de las villas for­marán parte del heterogéneo grupo que constituí­a las hermandades: entre ellos, los comerciantes tendrán gran interés en pacificar la zona y lograr caminos seguros, pero de todo el conjunto del vecindario orduñés es de donde parece surgir la queja por la situación que se materializará en las Ordenanzas de 1499, reflejo del descontento general, como veremos.

Si bien este ataque de las hermandades supondrí­a una derrota parcial para los Parien­tes Mayores, con la consiguiente limitación de su poder, en la ciudad de Orduña tenemos constancia, aún en 1464, de que las muertes violentas se siguen produciendo debido a los enfrentamientos entre los Castro y algunos de sus enemigos.

Como decí­amos los logros no fueron sino relativos, ya que las luchas continuaban, y aunque el cronista que nos ha hecho llegar su rastro insiste en una motivación relacionada con el «valer mas» de cada personaje (98) no dejaba de ser esto la superficie de una pugna de raí­ces más profundas; el fin último de cada linaje era el control de las fuentes de rique­za y el gobierno de la ciudad para orientarlo en su propio beneficio. La consolidación de una monarquí­a fuerte bajo el reinado de los Reyes Católicos hará posible una reacción an­tiseñorial bastante intensa; la actuación del Corregidor Chinchilla en el señorí­o irá encami­nada a restablecer el orden y evitar la intromisión de los linajes en el gobierno de las villas, pero las citadas Ordenanzas de 1499 de la ciudad muestran que estas interferencias aún pe­saban en el aparato de gobierno.

Se afirma en ellas que

«en tiempos pasados se acostumbraba a nombrar los regidores, fieles y escribanos de cámara por los bandos y linajes».

y el temor a que vuelva a ocurrir esto, o más bien el deseo de acabar definitivamente con esta practica, impulsa este capitulado que tiene como objetivos los siguientes: en pri­mer lugar evitar las parcialidades, para lo cual se prohibe salir en ayuda de algún bando, hacer salteamientos, construir casas fuerte, etc., bajo pena de 5.000 maravedí­es, o dar arma alguna a foráneos o caballeros de los linajes bajo pena de 600 mrs. Por otro lado se trata de garantizar la eficacia del concejo estableciendo normas electorales, especificaciones de funciones y penas por incumplimiento que analizaremos en el capí­tulo correspondiente. A todo ello debemos añadir el detallismo con el cual quedan estipuladas normas de conduc­ta, penas y funciones de los oficiales, que dejan traslucir el deseo de reorganizar la vida de la ciudad tras una larga etapa de abusos y disturbios. Las ordenanzas de 1516 nos aportan un importante detalle a este respecto: la pena por apoyar a algún bando –que en 1480 as­cendí­a a 5.000 maravedí­es– es ahora de 100 mrs., lo cual nos indica una notable nor­malización de la situación para estos años.

Pero no debemos pensar en una desaparición de los linajes ni de su poder en la socie­dad vizcaí­na. La dificultad para que las villas, entre ellas la ciudad de Orduña, aceptasen las Ordenanzas de Chinchilla –orientadas a eliminar las interferencias de los linajes en los gobiernos– era debida precisamente a la capacidad de control conquistada por estos perso­najes; dada la larga tradición de las banderí­as y su total imbricación en la vida de los or­duñeses –tanto a nivel privado como público– era casi imposible conseguir su neutraliza­ción a través de la actuación de la autoridad pública. Una situación económica más favo­rable harí­a posible que la necesidad de ingresos de los Parientes Mayores y los hidalgos pu­dieran ser satisfechos por otras ví­as que no fuesen el expolio directo de sus iguales o infe­riores. Pero una coyuntura más amable no será la única razón de que los conflictos violen­tos desaparezcan; a ello se suma el hecho de que los miembros de los linajes comienzan a consolidar sus posiciones en cuanto al acceso al poder se refiere; si las familias importan­tes de la ciudad ven satisfechas sus ambiciones polí­ticas y económicas por la ví­a pací­fica, no hay obstáculo para que que las luchas vayan cediendo. En la lí­nea Basas Fernández, po­demos observar una institucionalización de la lucha de bandos; una sustitución de la lucha violenta por la asimilación, por parte de la ciudad, de un reducido colectivo que im­pondrá su voluntad mediante la monopolización de los cargos polí­ticos y la actividad eco­nómica que reporta los beneficios más sustanciosos: el comercio, complementado con in­gresos a partir de arrendamientos urbanos, rústicos y pecuarios. Esta institucionalización se consolidará en el siglo posterior alimentada por una coyuntura económica más favorable.

 

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