
Noche de ronda con consecuencias inesperadas. Orduña, 1824.

Año Nuevo del año 1824.
Los vecinos de la ciudad de Orduña disfrutaban del día festivo como mejor podían, acudiendo a los actos religiosos, reuniéndose con la familia y amigos, y no pocos optaron por pasar la tarde-noche de taberna en taberna. Nada nuevo bajo el sol, pues. Concretamente, la taberna que el zapatero Manuel de Larrondo tenía en su casa, situada en la parte baja de la calle Francos, fue el punto en el que coincidieron cinco individuos, cuatro de los cuales darían con sus huesos en la cárcel antes de que terminara la noche.
Algunos de ellos habían estado rezando el rosario en la parroquia de San Juan. Es el caso de Francisco de Marfagón Ortega, que era natural de Bueña “en el partido de Teruel del Reyno de Aragon” y estaba casado con María de la Torre Orruño. Era un joven esquilador de unos veinticinco años que vivía con su familia política y poco más tenía que lo que llevaba puesto. También estuvo Juan de Picaza Echevarria, natural de Orozko, casado en la ciudad con Ramona de Ulibarri Coloma, maestro cubero de treinta y nueve años de edad y vecino al final de la calle Orruño.
Debían ser amigos a pesar de la diferencia de edad entre ambos, ya que, tras el acto religioso, estuvieron sentados cerca de la casa del cirujano Eugenio Torrecilla, en la bocacalle de la dicha calle Orruño. Los dos amigos decidieron dar un paseo a caballo, de manera que Picaza en su propia cabalgadura y Marfagón en la de su cuñado pusieron rumbo a la “venta titulada de Mendichueta” en Saratxo. A medio camino adelantaron a un hombre que iba caminando. Era Gerónimo de Garay Aranburu, labrador de cuarenta y cuatro años, casado con Estéfana de Gabiña, nacida en Saratxo, y vecino en la calle Francos. Los tres se juntaron ya en la cocina de la venta y “tomaron una refaccion de vino y un poco de carne q habia llevado dicho Geronimo”. Al anochecer, sobre las seis de la tarde, Garay y Picaza volvieron juntos en el mismo caballo, y Marfagón lo hizo algo más tarde en el de su cuñado, llegando a la ciudad después de anochecido. Garay se apeó en su casa y Picaza fue a dejar el caballo en su establo. Pero Garay debía tener ganas de más porque seguidamente fue a casa de Picaza y le propuso ir a tomar media azumbre –un litro- de chacolí a la casa taberna de Larrondo que, como hemos dicho, estaba en la misma calle en la que Picaza tenía su domicilio.
Aunque de manera independiente a los anteriores, similar recorrido realizó Domingo de Aguirre Ahedo, labrador de treinta y cuatro años natural de Gordejuela, casado en la ciudad con Brígida de Secada Revilla y vecino también de la calle Francos. Domingo había rezado el rosario en la iglesia de San Juan pero después pasó por su casa para coger un mendrugo de pan. Aguirre salió de la ciudad por el Camino Real en dirección al “puente titulado nuevo que esta en el prado llamado de San Bartolome”. Resulta que, en un agujero de una pared próxima al puente, había escondido una bayoneta inglesa en julio de 1822 y quería recogerla para dársela a José de Marubay, que hacía tiempo se la había pedido porque le venía bien para el fusil inglés que tenía para su oficio de la Guardia de la ciudad. A pesar del año y medio que había transcurrido, la bayoneta aún estaba allí y Domingo la introdujo en la manga suelta del lado izquierdo del capote de paño pardo que llevaba puesto.
El puente pillaba de paso para la venta de Menditxueta, a donde fue, pero no estuvo con los anteriormente mencionados sino con otros orduñeses, concretamente con Manuel de Ugarte, Agustín Fernández y Luis de Izarra “por mote pelandina”. Ellos mismos aseguran que la venta estaba muy concurrida aquella tarde. La costumbre de los orduñeses de ir a beber o comprar vino en Menditxueta, donde era más barato, era ya secular y fuente de conflictos entre Ayala y Orduña. Pero esa es otra historia. Por el momento, Aguirre y sus compadres estuvieron dándole al clarete aquella tarde y, al toque de oración, salieron de vuelta para Orduña, si bien parece que Ugarte regresó un poco antes. Sobre las seis y media de la tarde, Aguirre llegó a su casa, cenó con su mujer y su familia y bajó a la cercana taberna de Larrondo para echar un trago de chacolí. Allí se juntó a Andrés de Vadillo, a quien llamaban “Medina”, Pedro de Iturricha y Pedro de Ogazon.
Por su parte, Manuel de Aldama Olabarrieta, albañil de cuarenta y un años natural de Menagarai, estaba casado con su paisana Juana de Echavarri La Cuadra y vivía en la calle Orruño. Por cierto, que Juana moriría en el transcurso de ese año, ya que Manuel se casó en diciembre con María de Oquendo, con quien vivía en la calle Cantarranas al año siguiente. Pero lo que ahora nos importa es que, sobre las tres de la tarde de aquel 1 de enero de 1824, Manuel fue “para la venta que de nueba planta esta construiendo en el lugar de tertanga (…) Thomas de Murga” para ajustar con el la obra de albañilería de la cocina y otro agregado a ella; y luego fue allí también otro maestro albañil, Pedro de La Encina. Después de ajustarse y de “echar un trago amigablemente en dicha casa de Murga, en la que se bende bino clarete de la Rioxa”, sobre las cinco de la tarde marcharon los dos a casa de La Encina “que la tiene en la Calle titulada de cantarranas” y no fue hasta las ocho y media aproximadamente que salió de casa de su colega para dirigirse a la suya. Este fue su trayecto: “por bajo de los Astiales de entre cantarranas, Calle nueba, Calle Burgos y por el arqueado de la Parroquia de San Juan el Real siguiendo por los Astiales del peso real, los de entre calle medio y Calle Yerro”. Algo que queda bastante claro en la documentación del caso es que la gente no cruzaba la plaza de noche, sino que iban por los hastiales aunque para ello tuvieran que rodearla por completo.
Aproximadamente bajo el portegado de la Casa Consistorial, Aldama se encontró con el regidor Jose de Pereda, vigilante nocturno por encargo del alcalde, quien le dijo que ya era hora de que se retirase a su casa. Le respondió que así lo haría. Pero nada más lejos de la realidad. En la bocacalle de Francos, se encontró a Marfagón y ambos fueron a echar un cuartillo –medio litro- de chacolí a la casa de Larrondo. En la portalada estaban Picaza y Garay “echando un trago” y los dos hombres se unieron a ellos con su propia consumición.
¿Qué había sido de Marfagón en el rato transcurrido entre su regreso de Menditxueta y su encuentro con Aldama? Primero, fue a su domicilio a dejar el caballo y cenar con su familia. A continuación, salió hacia la casa mesón de Manuela de Jocano en la calle Nueva. Era viuda de Ciriaco de Izarra y la casualidad es que, al igual que Aldama, se casó en segundas nupcias en diciembre de 1824, en su caso con Valerio de Samaniego. Marfagón dirá en el futuro que fue a este lugar buscando alguna caballería que esquilar y así ganar jornal. Lo cierto es que entabló conversación con el criado Vicente de Izarra, a quien pidió una bayoneta que días antes le había ofrecido. Vicente había encontrado la bayoneta tiempo atrás entre la paja de la casa y, al parecer, Marfagón la quería por no tener otra para el fusil que le habían entregado como individuo de la Guardia. Es curioso –o no- que tanto el como Aguirre se hicieran con una bayoneta ese mismo día y por idéntico motivo.
Aquí se produce una divergencia respecto a la declaración de Aldama. Éste dijo que se encontró a Marfagón en la bocacalle de Francos y bajaron a la taberna de Larrondo. Sin embargo, el aragonés declaró que fueron a la casa de Rafael de Aldama en la entrada de la calle Medio a echar un trago de aguardiente. Y lo cierto es que Juana de Polanco, la mujer de Rafael, ratificó que ambos estuvieron en la portalada interior de su casa y que Aldama bebió cuatro cuartos de aguardiente y Marfagón como un vaso de vino rancio. Este pasaje le viene ni que pintado a Marfagón porque afirmó que se encontraron con Picaza, Aguirre y Garay en la bocacalle de Francos y que nunca llegó a estar en la taberna de Larrondo. A pesar de tener numerosos testimonios en contra, Marfagón se ratificó en esta sucesión de los hechos hasta en cuatro ocasiones. ¿Por qué Marfagón insistió tanto en negar su presencia en la taberna de Larrondo si nada malo ocurrió allí? ¿Por qué Aldama omitió haber pasado por la taberna de Polanco? ¿Hay algún motivo para que Juana mintiera y encubriera a Marfagón? Ninguna respuesta podemos dar a estas preguntas a partir de la documentación producida en el caso. Pero lo que está bastante claro es que Marfagón mintió.
Sabemos también sin ninguna duda que, a eso de las nueve de la noche, el regidor Pereda se presentó en la taberna de Larrondo para despachar al personal a sus respectivas casas. Poco después llegó el alguacil José de Marubay con el mismo fin. Recordemos que éste es quien había pedido a Aguirre la bayoneta que tenía escondida. El caso es que las autoridades cerraron el chiringuito y Marfagón, Aldama, Garay, Picaza y Aguirre, que no habían estado juntos, se encontraron en la calle. Resistiéndose a la idea de dar por finiquitada la jornada, alguno tuvo la sempiterna clarividencia de buscar un garito donde poder echar la espuela, pues “no hera tan tarde para aquel fin”, de manera que pusieron rumbo a la casa del cirujano Genaro Gutiérrez, ayalés natural de Lujo, que traía y vendía aguardiente en su domicilio situado al final de la calle Burgos. A pesar de que, como hemos visto, los susodichos vivían en esa misma calle o en la de Orruño, las ganas de seguir pimplando superaban con mucho las de acostarse y allí que se fueron.
Siguiendo con la que parece ser arraigada costumbre de no cruzar la plaza de noche, los cinco individuos fueron por detrás de la Aduana y por la calle Cantarranas hasta la casa del cirujano, que estaba cerrada. Los abastecedores de vino y aguardiente no solo hacían que su casa funcionase a modo de tasca mientras durase su obligación contractual sino que vendían el morapio a los vecinos en diversas cantidades para que lo llevaran a su casa. Y, en ocasiones, esto podía ocurrir a cualquier hora, por mucho que habitualmente las ordenanzas locales lo prohibieran. Es así que se entiende que nuestros protagonistas llamasen a la puerta y la sirvienta Ramona de Oquendo les atendiera. Según su testimonio, reconoció las voces de Marfagón y Aldama, les entregó el aguardiente por un postigo de la puerta principal sin abrirla, lo bebieron y ambos pagaron. No vio en ningún momento a los otros tres, pero por allí debían de estar. No descartamos que Oquendo dijera esto para evitar algún tipo de reprimenda por atender a esas horas, ya que de los testimonios de los hombres se puede concluir que estuvieron dentro de la casa. Por otro lado, Marfagón aseguraría que no bebió nada porque ya había tomado en la casa de Rafael de Aldama. Otra mentira.
A partir de aquí, bien sea porque el alcohol hizo mella en sus recuerdos, bien por limpiarse las manos del suceso que estaba próximo a ocurrir, las versiones de los cinco hombres comienzan a diferir cada vez más. Dentro o fuera, el paso por la casa de Gutiérrez fue rápido, lo justo para echar el último pelotazo. Quizá no eran más de las nueve y media de la noche cuando marcharon de allí. Subiendo por la calle Burgos hacia la plaza, se produjo un rifirrafe típico de ebrios cuando Aldama resbaló y cayó al suelo, culpando a Picaza de haberle empujado. Que si te has caído tu solo, que si me has empujado, los otros tres iban por delante y Marfagón se dio la vuelta para regañarles y decirles que no metieran bulla. Picaza contestó que no lo hacían y que para aquella disputa no necesitaban quien la decidiese y que así podía llevar su camino. Según éstos, este suceso ocurrió en los soportales de la iglesia de San Juan. Según Marfagón y Garay, en las últimas casas de la calle Burgos, a la altura de la casa del maestro de obra prima Fernando de Gardeazabal.
Precisamente allí se encontraban amigablemente reunidas algunas personas unidas por lazos familiares y de amistad. Ventura de Marubay Quintana era natural de la misma ciudad, tenía cincuenta y tres años, estaba casado y vivía en esa misma calle. Era hermano del alguacil ya mencionado, con quien además compartía casa. Sobre las ocho de la noche había ido a casa de su vecino y amigo “con el fin de pasar un tanto de combersacion amigable según en otras ocasiones lo habia echo”. Allí estaban Gardeazabal, su mujer, su hermana María Antonia, Antonio de Salaberri y algunos criados de la casa.
Era ya bastante tarde, sobre las once u once y media, cuando María Antonia decidió regresar a su casa, situada en la parte baja de la calle Vieja. Ventura y Salaberri también salieron para sus respectivos domicilios no sin antes ofrecerse a acompañar a la mujer, como también lo hizo su hermano. Fueron por los arcos de la iglesia, el Peso Real, los portales de calle Medio y Yerro hasta la entrada de Calle Vieja. Salaberri portaba un farol con dos luces. En ese punto, fueron recibidos con una lluvia de piedras. Pero existen contradicciones en torno a este suceso. El propio Ventura narra los hechos tal y como lo hemos hecho nosotros: salieron de casa, fueron por los hastiales y al llegar al portegado de la casa consistorial comenzaron a recibir pedradas. Pero no es cierto, ya que esto ocurrió después de dejar a María Antonia en su casa y volver a subir por calle Vieja. Así lo afirma directamente Salaberri y así se explica que la mujer ni siquiera fuese llamada a declarar: no presenció los hechos.
Entonces, ¿qué hicieron los otros cinco en ese lapso de tiempo de una hora u hora y media que debió transcurrir desde que marcharon de casa de Gutiérrez hasta que ocurrió la agresión? Según Garay, cuyo testimonio fue considerado como fidedigno por los tribunales, fueron todos juntos desde la dicha casa hasta la casa consistorial, donde estuvieron de palique durante bastante rato sin que pudiera precisar si fue media o una hora. Cuando vio que por los hastiales venían tres o cuatro personas, una de ellas con un farol “bastante crecido con luz encendida dentro”, les dijo a los cuatro “muchachos vamos a casa q ya es hora” y habiéndole contestado que aguardase, marchó “sin mas detencion” para su casa. Este relato es el único plausible desde el punto de vista temporal, ya que todos los demás no solo contaron cosas diferentes sino que narran el apedreamiento como un suceso que ocurrió de manera inmediata a su llegada al entorno de la plaza.
Según Picaza y Aldama, después de su rifirrafe, seguramente con ánimo de atajar por haberse quedado rezagados respecto a los otros tres, cruzaron por el medio de la plaza hasta la casa en que habitaba Pablo Ximénez, y que era propiedad de Cayetano de Palacio, entre las calles Francos y Orruño. Sin embargo, Marfagón declaró que fueron Aldama y el quienes hicieron dicho recorrido. Picaza aseguró haber visto una luz que subía por la calle Vieja cuando iba con Aldama hacia la casa de Ximénez cruzando la plaza; es decir, al de nada de salir de la casa de Gutiérrez.
Ventura de Marubay declaró que al pasar por la bocacalle de Vieja advirtieron que algunas personas les estaban lanzando piedras desde los hastiales de la calle Francos. Creyendo que presentándose como oficial de la Guardia cesarían el ataque, se dirigió hacia ellos y debajo de la casa que habitaba Ximénez se encontró con los cuatro hombres que ya conocemos y les dijo “modosamente” que no tenían motivo para tirar piedras y que se comportasen, pero le contestaron con desprecio y amenazas. Acto seguido uno de los hombres –creía que fue Marfagón pero no lo aseguró- le agredió con una bayoneta en el costado derecho. Pensó que era una herida mortal y así lo dijo, y al ver que se desmayaba pidió a Picaza que le acompañase a casa. Y éste así lo hizo. Ni siquiera la urgencia de las circunstancias le hicieron cruzar por la plaza, sino que fueron bajo los hastiales hasta la iglesia de San Juan, donde el hombre se excusó por temor de que le encontraran los otros tres. Entonces apareció la mujer de Gardeazabal y Ventura fue socorrido en sus metros finales por Salaberri y por Pedro de Gabiña.
¿Qué fue de los acompañantes de Marubay? Cuando éste se adelantó para reconvenir a los agresores, Antonio de Salaberri Iradier, gasteiztarra de veintiún años, le siguió a escasos metros. Pero su testimonio no es del todo coincidente con el del herido, ya que aseguró haber encontrado a Picaza, sin capote ni arma alguna, en uno de los pilares bajo la casa mesón de Ignacia de Urruela, viuda de Manuel de Ballejuelo, que se corresponde con la casa de los Díaz Pimienta. Cruzaron algunas palabras entre ellos, pero al de poco oyó que Ventura caía a tierra suspirando y “diciendo herido soy de una puñalada”. Salaberri no pudo decir quién fue el autor de la agresión, ya que la noche era bastante oscura y el farol se lo había quedado Gardeazabal. La reacción del mozo fue un poco extraña, ya que en vez de ayudar al hombre fue a toda prisa a casa de Gardeazabal para “proporcionar medio” de recogerle a Ventura y ver qué había que hacer. Pero resulta que Gardeazabal no estaba en su casa. Así que Salaberri halló a Ventura ya cerca de la casa de éste y pidió ayuda a Gabiña para llevarlo a casa y dejarlo en la cama. Gabiña regresaba de pasar un “rato de conversación amigable” en casa de Clemente Sancho hacia el final de la calle Burgos, y era empleado de la Aduana.
¿Dónde estaba, pues, Fernando de Gardeazabal? En el mismo momento en que comenzaban a caerles piedras de buen tamaño, se había encontrado con Baldomero de Galíndez en el portegado de la casa consistorial. Ambos se refugiaron dentro de la casa mesón de Ignacia de Urruela. Esto no tiene sentido alguno, ya que si estaban bajo la casa consistorial habría bastado con huir en cualquier otra dirección excepto en la que tomaron. Creemos que, en realidad, debieron encontrarse en la bocacalle o en los mismos hastiales de la casa mesón, y por ello optaron por entrar en este lugar, que era a donde se dirigía Galíndez para cumplir un encargo del Comandante de la Guardia.
Se comenta que alguna piedra impactó contra la puerta principal de la casa, que cerraron tras entrar. Allí estaban Juana de Urruela, Eusebio de Laiseca y María Ortiz de Salazar. Juana subió a los dos hombres al entresuelo, que tenía una ventana que daba al hastial, y la mujer vio a Marubay ir de pilar en pilar diciendo “hixos mios no tireis pedradas”. Gardeazabal no mencionó nada de esto, solo que oyó decir “darles que son negros y matarlos”. Sabemos que “negros” era como llamaban los tradicionalistas -posteriormente los carlistas- a los liberales, bajo el supuesto de que tenían el alma negra. Según Juana, sobrina de la dueña del mesón, habría reconocido las voces de Marfagón y Picaza pronunciando expresiones ofensivas, y después oyó a Marubay llamar a Fernando con voz bastante lastimosa. Según Salazar, decía “Fernando ven acá”. Entonces, Gardeazabal y Galindez, con cuidado y temor, partieron con el farol a buscarle por los hastiales entre las calles Francos y Orruño. A la altura de la casa de Juan Francisco de Bárcena, encontraron a Marfagón, al que preguntaron por el paradero de Marubay, y les respondió con desprecio. Al ver que tras los pilares de la casa había varios bultos de personas que no pudo distinguir, temiendo que aquello terminase mal se fueron a su casa, a donde llegaron a tiempo para ver en la puerta principal a Marubay con la mujer de Gardeazabal.
Ahora es momento de ver los argumentos esgrimidos por los acusados. Según Picaza, cuando llegó con Aldama bajo la casa que habitaba Ximénez oyó una voz procedente de los hastiales bajo la casa mesón que dijo “joder a un negro”, y creía que había sido Marfagón. Poco después escuchó otra voz que procedía más o menos de la bocacalle de Francos, y creía que era Ventura “que dijo claramente que mal e echo a Vms”. Picaza habría ido en su busca y lo halló de pie, hacia mitad de los hastiales bajo el mesón, y le dijo que le habían herido y le pidió por Dios que le acompañase a su casa. Como sabemos, así lo hizo. Según sus propias palabras, no lo acompañó más porque creyó que si lo encontraba la Guardia de Honor lo apresarían juzgándole autor de la herida y porque no quería encontrarse con los verdaderos autores. Recordemos, sin embargo, que Salaberri aseguró haberlo visto en uno de los pilares del mesón. Picaza lo negó, así como negó haber dicho las expresiones ofensivas que se le atribuían.
Aldama, que al parecer iba bastante perjudicado, dijo que se recostó pegante a la casa contigua que habitaba Ximénez y al de poco tiempo “al parecer del declarante porque se hallaba turbado de sentido a causa de haberle ofendido un cigarro que acababa de fumar”, como entresueño (sic) oyó voces y un ruido y una persona que “en alta boz y mui clara dijo joderle a un negro”. Creía que fue Marfagón. Presa de este presunto blancón, Aldama se largó hacia su domicilio de la calle Orruño y se durmió hasta que, “siendo hora de la repetida noche que no pudo adbertir por la turbacion de su cabeza qual fuese”, su mujer le despertó porque se lo iban a llevar detenido.
Nada en particular se ha dicho de Aguirre hasta ahora. Su declaración no tiene desperdicio. Aseguraba el encartado que, después de echar la última en casa de Gutiérrez, fue por los hastiales hasta llegar a la entrada de calle Francos, yéndose derechito a su casa. Pero al de un rato notó que le faltaba el ceñidor que había vestido ese día y pensó que se le había caído detrás de la Aduana “en sazón de haber soltado los calzones para hacer una necesidad maior”, de modo que fue para allí y “bolbiendo al parage donde habia echo su necesidad hallo alli dicho ceñidor”. De regreso para su casa, se encontró con Marfagón junto a la casa del cirujano Torrecilla, que estaba pegante a la bocacalle de Orruño. Éste le propuso ir a ver quién o quiénes iban con un farol por los hastiales entre las calles Medio y Yerro y convino en hacerlo por mera curiosidad, de manera que al llegar se encontraron no con los agredidos……sino con el Comandante de la Guardia. A este encuentro regresaremos en breve. Baste señalar por el momento que Aguirre aprovechó este escatológico pasaje para negar su presencia en el lugar de los hechos ni siquiera de manera circunstancial.
Por su parte, Marfagón había suplantado a Picaza en su papel de acompañante de Aldama hasta la bocacalle de Orruño. Situado en ese lugar, afirmaba haber oído ruido de pedradas y haber distinguido bultos de personas en los hastiales entre Orruño y Francos, unos arrimados a los pilares y otros junto a las tiendas. Marfagón siempre dio a entender que allí había habido muchas personas. Avanzó hacia la casa de Torrecilla y allí se habría encontrado con Salaberri, quien le preguntó qué hacía allí y quiénes eran aquellas personas. Le respondió que no sabía, que solo veía uno de sombrero blanco que podía ser el Comandante de la Guardia, y Salaberri fue a donde el. Recordemos que Salaberri solo dijo haberse encontrado con Picaza, en ningún momento con Marfagón. Nadie aludió a persona alguna con sombrero blanco. En su línea.
El declarante aseguró que, después de esta conversación, regresó a donde estaba Aldama, llegando después Aguirre y posteriormente Picaza. Éste y Aldama se fueron a sus casas. No había visto a Garay desde que se desviara al salir de la calle Burgos, de modo que aquí contradijo nuevamente las declaraciones de sus compañeros. Además, Garay vivía en la calle Francos, de modo que no tenía ningún motivo para haber tomado un rumbo diferente cuando regresaban de la casa de Gutiérrez. Sin embargo, y tras mucho insistir los interrogadores en sus contradicciones, terminó por señalar que sí, que habían estado los cinco cerca de la bocacalle de Orruño: Aldama y él en este mismo lugar, Picaza y Aguirre hacia medio hastial y Garay cerca de la tienda de Agustín de Aranguren; y que entonces llegó Marubay y les dijo que se fueran a sus casas, a ellos y a esas otras personas misterioras que estaban detrás de los pilares y de las que nada se supo –probablemente porque no existieron-.
Las pesquisas para tratar de arrojar un poco de luz sobre el incidente no resultaron muy fructíferas. Algunos de los vecinos más cercanos al lugar de los hechos oyeron ruido pero, al ser día festivo, pensaron que era gente divirtiéndose –a pesar de las horas que eran ya-. Otros, como Matías Juan de Angulo, no se enteraron de nada, en su caso por haber regresado de viaje y estar agotado. El testimonio más interesante puede ser el de Ramón de Madariaga, que vivía en la segunda puerta de la calle Vieja. Ramón se asomó a la ventana hacia las nueve y media o diez de la noche y oyó voces en la plaza, entre ellas alguna que dijo tres veces en voz muy alta “biba la constitucion”. Con el Trienio Liberal recientemente abortado por la restauración absolutista de Fernando VII, en la que tomó parte de manera muy activa el vecindario orduñés, la perspectiva de hallarnos en este caso con un trasfondo político nos resultaba sumamente atractiva. Sin embargo, nada más se supo de esto. Nadie más pareció oírlo.
Digno de mención fue también la declaración de Martín de Mendieta, natural de Lezama y criado en la citada casa mesón. Según sus palabras, sobre las siete y media de la tarde, en medio de la escalera principal de la casa, Francisco de Marfagón expresó que llevaba una bayoneta francesa, la enseñó y dijo que buscaba “algun negro” para matarle pero no lo había encontrado. Juan de Arenas habría sido testigo de la conversación y, en efecto, ratificó que el encuentro se había producido, pero no recordaba qué dijo exactamente Marfagón de la bayoneta.
Después de dejar a Ventura en su casa, Gardeazabal y Galíndez fueron a dar aviso al Comandante de la Guardia de la ciudad, como subalternos suyos que eran, ya que también eran miembros de ella. Juan Antonio de Goiri Olabarrieta había nacido en Laudio/Llodio en 1792. Con veinte años, se alistó en el ejército en Potes para luchar contra los franceses, y a buen seguro debió destacarse en la sublevación realista del Trienio Liberal, ya que en octubre de 1823 figuraba ya como Comandante en Orduña en una carta enviada al rey vanagloriándose de su desafección hacia el régimen liberal y su masivo apoyo a Fernando VII. Todavía faltaba una década para la sublevación carlista de la que Goiri sería uno de los cabecillas comarcales hasta que se acogió al Convenio de Bergara del 31 de agosto de 1839, de manera que en enero de 1840 fue nombrado administrador de la Real Aduana de la ciudad vizcaína. En los inicios del año 1824 gozaba del importante cargo de Comandante de la Guardia de la ciudad, que no era más que la institucionalización como fuerza policial legal de las partidas realistas antiliberales que se habían formado en los años anteriores. Como la participación de orduñeses en estas partidas fue muy alta, parece que “todo quisqui” era miembro de esta Guardia.
Goiri estaba en la casa de su suegro Rafael de Aldama, por donde parece que habían pasado Marfagón y Manuel de Aldama unas horas antes. Recibido el aviso de la agresión, el Comandante ordenó a Gardeazabal y Galindez que fuesen a sus casas a por sus correspondientes fusiles, bayonetas y cananas y que acto seguido se dirigieran al portegado de la casa consistorial. Goiri acudiría al mismo sitio en compañía del sirviente de su suegro, Tomás de Acha, al mismo tiempo que envió a su propio sirviente, Santiago de Larrea, a avisar a su ayudante Ildefonso de Echevarria para que acudiera al dicho lugar armado con su espada. Ambos criados eran naturales de Orozko.
Goiri y Acha, armados con sable y carabina respectivamente, fueron los primeros en llegar. No portaban luz alguna, al contrario de lo que afirmó Aguirre. Y seguramente por eso sorprendió al susodicho y a Marfagón viniendo desde la bocacalle de Vieja. Dijeron que estaban paseando pero, sin mayores rodeos, Goiri preguntó a ver si portaban armas, y Marfagón respondió que había portado una bayoneta pero ya la había dejado en su casa. Entonces llegaron Gardeazabal y su sirviente, el laudioarra Pedro de Aldaiturriaga, con un farol, y al momento apareció también Galindez. Gardeazabal se colocó a la espalda de Marfagón y gracias a la luz de su sirviente pudo ver que el hombre tenía una bayoneta escondida debajo del capote y su brazo izquierdo. Goiri se la quitó y dispuso que los dos hombres subieran a la cárcel, que se encontraba en la misma casa consistorial. En ese momento llegaron Larrea, Echevarria e Ildefonso de Galatas, éste con su fusil y bayoneta como miembro que también era de la Guardia. Vivía cerca y había acudido al escuchar ruido y voces, especialmente las de Gardeazabal y Goiri. También Salaberri llegó en algún momento de éstos.
Como niños atrapados en alguna travesura, Marfagón y Aguirre se resistieron a subir a la cárcel y no tardaron mucho en protestar que no eran los únicos que habían andado por ahí aquella noche, delatando prontamente a Juan de Picaza y Manuel de Aldama, que también eran miembros de la Guardia. Fue Galatas quien agarró a Aguirre y le encontró otra bayoneta debajo de su brazo izquierdo. No sin resistencia, lograron subir a los dos hombres a la cárcel. Aguirre rasgó la camisa del alcaide Pedro de Iturricha, que estaba en su cama cuando su hija le avisó de que Goiri estaba llamando. Recordemos que Iturricha también había estado en la taberna de Larrondo, de donde se había marchado cuando llegó el regidor Pereda. Marfagón fue introducido en la jaula y Aguirre en el calabozo.
La comitiva encabezada por el Comandante se dirigió a casa del aludido Picaza, a quien llevaron a la cárcel; y después hicieron lo mismo con el resacoso Manuel de Aldama. Parece que en algún momento posterior Goiri fue informado de que el cirujano Gutiérrez había sido llamado de parte de la casa de Ventura de Marubay para que éste fuera asistido.
Y, con esta información, Goiri acudió a casa del alcalde y juez ordinario Juan Bautista de Basabilbaso, que estaba acostado en su cama. Enterado de todo lo ocurrido, el alcalde ordenó que los reos permanecieran detenidos bajo la custodia del alcaide y sin comunicación de ninguna clase entre ellos. Posteriormente, fue a la casa de Marubay, hacia la mitad de la calle Burgos, junto al cirujano Mariano de Barriocanal y otras personas. El herido estaba en cama en un cuarto inmediato a la sala de la casa y fue examinado de nuevo, ahora en presencia de las autoridades. Ventura estaba “adornado con camisa limpia de lienzo regular de la tierra y de un chaleco de triple fondo pajizo con solapas y seis botones en cada una, bolsillos con forro por de fuera la espalda y en las delanteros” y en la solapa derecha tenía un “ahugerito triangular de estension al parecer como de quatro linias escasas” advirtiéndose una manchita de sangre en la parte superior del agujero y otra un poco más abajo. Y tenía en sus ropas otras manchitas de sangre del tamaño de una mosca o una lenteja. El escribano recogió el chaleco para custodiarlo como prueba. Su mujer Ramona de Mendibil dijo que era el mismo chaleco que llevaba su marido al llegar a casa. Y aunque examinaron el resto de ropas que había llevado no observaron más manchas de sangre, si bien dos de las prendas estaban recién levadas para que no se estropearan con las manchas de sangre. En ellas sí localizaron algunos agujeros y más restos de sangre, de modo que el escribano también se las quedó.
En su costado derecho y próximo a la “costilla primera verdadera”, Ventura tenía una herida que, según el cirujano Barriocanal, había sido provocada con un instrumento punzante cortante de figura triangular sin que se le advierta a Ventura en su cuerpo otra alguna herida ni señal de contusión. Era una herida realizada con una bayoneta, en su opinión. Esa mañana del día 2 de enero también el cirujano Gutiérrez fue con Barriocanal a atender a Ventura, a quien hallaron con bastante opresión al pecho; le aplicaron los medicamentos que juzgaron convenirle y le hicieron una evacuación con previsión de realizar otra por la tarde.
En los días siguientes, se examinaron las ropas del herido así como las armas incautadas a los reos. Uno de los dos sastre que examinó las ropas fue otro viejo conocido, Pablo Ximénez. Por su parte, Goiri señaló que las bayonetas incautadas no eran las que se habían entregado para el servicio de la Guardia, sino que estaban más sucias y roñosas. Los maestros herreros y armeros de la ciudad, Pedro de Izaguirre y José de Unzueta, reconocieron las bayonetas, que estaban bastante usadas. No hallaron rastros de sangre en ellas pero reconocieron las ropas y constataron que los agujeritos bien correspondían con las puntas de las bayonetas.
La tarde del día 6 los dos cirujanos afirmaban que Ventura estaba con alguna alteración en su pulso y bastante desazonado por lo que habían dispuesto que se confesase y recibiese el Viático. El alcalde mandó que un tercer cirujano, Eugenio de Torrecilla, fuese al día siguiente a las ocho de la mañana en compañía del médico José de Gorria a reconocer al herido. Sin embargo, Gorría estaba en cama bastante indispuesto debido a una especie de flujo de sangre. A pesar de ello, al día siguiente Gorría hizo el esfuerzo de ir a examinar a Ventura; afirmó que el herido estaba padeciendo una pulmonía espuria, enfermedad peligrosa que podría haber sido causada por el invierno o por un derrame de líquidos de los pulmones por algún golpe contuso en las partes continentes de la cavidad vital, aunque de esta segunda causa no tenía nociones suficientes para afirmar que había causado la pulmonía.
El día 8 los tres cirujanos observaron que la herida no tenía rubicundez, inflamación, ni edema, manteniéndose en su color natural si bien expelía una leve serosidad y se hallaba con alguna calentura echando algunas gotas de sangre en el esputo.
Sobre la medianoche del 9 al 10 de enero, Barriocanal estaba acostado en la cama de su casa, situada en la plaza, cuando fue llamado por Benita de Marubay y María Jesús de Urdanpilleta, hija y cuñada de Ventura, para que fuera a visitarle. A pesar de la urgencia, le encontró con buen pulso y en su sano juicio. Permaneció con él varias horas, hasta las cinco o cinco y media de la madrugada, cuando regresó a su casa. Pero entre las seis y media y las siete un “sobrinito” y un nieto de Ventura le avisaron para que fuera de nuevo a verle. Sin embargo, cuando llegó a calle Burgos, le dijeron que el hombre acababa de expirar, de manera que fue a buscar a su colega Gutiérrez para examinarle juntos y lo encontraron efectivamente muerto en su cama.
Al día siguiente, 11 de enero, a las ocho de la mañana, fue examinado el cadáver en su propia casa por los tres cirujanos ya mencionados. Estaba expuesto en dos mesas, custodiado por dos personas. El examen certificó que la herida era mayor en el interior de lo que parecía en el exterior, la pleura había sido dañada y hallaron un derrame de sangre que circundaba los pulmones pero sin herida, por lo que dedujeron que habría sido causado por alguna erupción de vasos en las partes afectadas por el golpe. Su dictamen fue la herida fue peligrosa y no mortal de necesidad, pero habría causado el derrame que resultó fatal. Su cadáver fue sepultado en el cementario al norte de la iglesia.
Los interrogatorios a los reos comenzaron el 19 de enero. Por entonces, Domingo de Aguirre no estaba en muy buenas condiciones. El médico seguía indispuesto con sus achaques, de modo que fue el cirujano Torrecilla quien lo examinó y lo encontró sin habla y en precarias condiciones debido sobre todo al tiempo frío que hacía. Dispuso como remedio que le dieran vino rancio, recomendando su traslado a un habitáculo más abrigado, con una cama y lumbre bien encendida sin tufo ni peligro de incendio. Si empeoraba su estado, habrían de llamar al párroco para que le diera la Extremaunción. Todas aquellas medidas se cumplieron, por cierto.
Después de sus declaraciones, fue nombrado promotor fiscal Manuel López Borricón, un tejedor que, para variar, también era vecino de la calle Orruño. Los reos nombraron a sus defensores y comenzó el juicio del caso propiamente dicho. No nos interesa hacer un seguimiento del mismo así que nos limitamos a lo fundamental: el promotor pidió para Marfagón la pena de diez años de presidio con retención en Puerto Rico y la pena de ocho años para Aguirre. Lo más curioso de todo es una afirmación del defensor de Marfagón: que el hombre había salido para “distraerse del aburrimiento q naturalmente causa el frecuente trato y vista de su familia”.
En junio aún seguían presos y la causa había pasado al tribunal del Corregidor y Diputados Generales del Señorío, por lo que los cuatro nombraron procuradores. Este tribunal dio por buenas las conclusiones del fiscal y condenó a Francisco de Marfagón a diez años de presidio en Puerto Rico y a Domingo de Aguirre a cuatro en el castillo de San Sebastián. Picaza y Aldama tuvieron por pena la prisión que ya habían sufrido, y los cuatro fueron condenados mancomunadamente en costas. Era el 18 de noviembre de 1824. El 16 de diciembre el alcalde Basabilbaso entregó al miquelete Marcos de Barañano a los presos Marfagon y Aguirre para ser conducidos a la cárcel de Bilbao.
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