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El Neoclasicismo en el Paí­s Vasco

El Neoclasicismo en el Paí­s Vasco

PerpectivaIntroducción

Magistralmente expuestas en la ponencia anterior las ideas que sustentan el Neoclasicismo y la Ilustración desde sus orí­genes, mi aportación es de mucho menor radio y se limita a arrimar elementos fí­sicos, artí­fices y algunas ideas a los debates que viene abriendo desde hace muchos años. La mayor parte de esas aportaciones se refieren a Bizkaia, y pocas son inéditas porque proceden bien de la relativamente amplia bibliografí­a que se ha producido, bien de conclusiones mí­as que he tenido la ocasión de exponer ya en algunas ocasiones.

Es bueno confesar desde el principio que existe una considerable carencia de conocimiento del patrimonio neoclásico vasco no sólo a nivel documental sino incluso de catálogo, sobre todo en Gipuzkoa. En esta provincia apenas se han superado lugares comunes, por divulgados, como los de la reconstrucción de San Sebastián, y en ílava las actuaciones de Olaguí­bel en Vitoria. Yo espero que este congreso signifique lo que de él se espera: una revisión y un avance en estos aspectos, con aportaciones puntuales que enriquezcan lo que hoy conocemos. La convocatoria que aquí­ nos reúne, y las ponencias y comunicaciones es ya un paso porque no es frecuente que aparezca el estilo neoclásico en las listas de preferencia de los investigadores.

A la versión artí­stica del trasfondo ideológico que llamamos Ilustración la conocemos como neoclasicismo (estilo neoclásico, literatura neoclásica, arte neoclásico), término que, por cierto, nunca manejaron quienes fueron protagonistas de esa etapa cultural, sin que se haya propuesto otro como alternativa razonable. El espí­ritu ilustrado, que se va fraguando poco a poco a lo largo del siglo XVIII como movimiento esencialmente crí­tico y renovador, afecta mucho a la literatura y la práctica de las Bellas Artes. Y a estos efectos, la idea básica que barajan los ilustrados es la de la restauración de las formas antiguas -claridad estructural y depuración del ornato -, lo que equivale a la recuperación del buen gusto, que hací­an coincidir con la razón, con lo razonable, y con el arte producido en Grecia y en Roma, restauración necesaria después de las desviaciones del gusto barroco.

Ya predicar en España esos principios del orden artí­stico antiguo al que se dedicaron algunos de los espí­ritus más conspicuos, a veces de forma virulenta, y a llevarlos a la práctica tres generaciones de artí­fices, a veces de manera utópica, y otras más posibilista.

El Paí­s Vasco participa ampliamente en todo ese proceso de debate teórico y de actuaciones concretas, resultando, dentro de su provincianismo, muy destacado su papel, y eso a pesar de las crisis polí­ticas y sociales, unas de carácter nacional y otras especí­ficas del territorio. De crisis en crisis, de guerra en guerra (de la Convención, de la Independencia, Primera Carlista) se van desgranando los tres cuartos de siglo en los que está vigente aquí­ el estilo neoclásico.

Con ser cierto lo anterior, y siempre teniendo en cuenta las carencias que se acusan sobre todo en Gipuzkoa, dista mucho de ser homogéneo en implantación el estilo Neoclásico en el Paí­s Vasco. Cualquier aproximación al inventario de edificios, arroja unas carencias más que evidentes en el ámbito rural, en las anteiglesias y las aldeas, mientras está bastante asentado en las ciudades, en las tres capitales sobre todo, donde residen los espí­ritus más vanguardistas de la época. En cambio, comarcas enteras casi desconocen el estilo.

Un ambiente favorable

No se hubiera podido conseguir el buen nivel de implantación del estilo si mezcladas con las desgracias colectivas no hubieran crecido algunas circunstancias favorables, concretadas más en hombres que en medios económicos. En efecto, el espí­ritu reformista de cuño revolucionario francés se habí­a empezado a concretar desde mediados del siglo XVIII. Era un movimiento cultural de tipo esencialmente urbano que tuvo, además, a las ciudades del Paí­s Vasco y mucho menos a los pequeños pueblos, como escenario propio. La revolución que en Francia llevó a cabo la burguesí­a iba a tener en el Paí­s Vasco una versión incruenta, sustentada por espí­ritus liberales salidos de las filas de la propia burguesí­a y además de la aristocracia y del clero: Marqués de la Alameda, Aguirre, Samaniego, Verástegui, Ponz, Azara, Foronda, Armona, Montehermoso, Prestamero… Su empresa de í­ndole común más visible fue la Real Sociedad Vascongada de Amigos del Paí­s, fundada en 1763 a iniciativa del Conde de Peñaflorida. La compusieron desde el principio miembros que eran espí­ritus libres y muchas voces solidarios, unos naturales del paí­s y otros foráneos, dispuestos siempre al debate culto sobre conceptos modernos como los de economí­a, de cultura, de higiene y salubridad, de las buenas costumbres, de la comodidad y bienestar de los ciudadanos, del progreso, de la educación de los jóvenes, de la vida feliz y razonable, del decoro y del ornato de los edificios.

En efecto las Artes, tanto en su versión teórica como práctica también les interesaron, y su ideal siempre fue el buen gusto, sustentado en el equilibrio, la belleza serena, la sobriedad, la austeridad, tan próximas al ideal grecorromano como alejadas de las supuestas aberraciones del de las exageraciones barrocas y de la voluptuosidad rococó.

Entre las iniciativas más especí­ficamente vinculadas al ejercicio artí­stico está la creación de las Escuelas de Dibujo, nocturnas y gratuitas, promovidas por la Real Sociedad Vascongada de Amigos del Paí­s. Inscritas dentro de una filosofí­a del utilitarismo propia de la Ilustración, funcionaron desde 1774 en Vitoria, Bilbao, Bergara y San Sebastián y luego también en otros puntos. Un poco a la manera de la Real Academia de San Fernando, institución que desde 1757 acaparaba formalmente en exclusiva la enseñanza de las Bellas Artes -aparte de que desde 1786 filtra rigurosamente todos los proyectos de construcción financiados con fondos públicos -las Escuelas de Dibujo manifestaron desde el principio una fe ciega en el dibujo como gramática del oficio artí­stico. Bien es cierto que más a nivel de artesano -educación a partir del detalle dibujado -que de artista propiamente dicho, tal como se refleja en sus planes de estudio, en el ideario de su creación y en su prolongación natural, cuando se disolvieron en las denominadas Escuelas de Artes y Oficios, aspecto muy bien estudiado por Mariano Ruiz de Ael.

Y artesanos y artistas en abundancia salieron de sus aulas, algunos de ellos, tras su paso por la Academia de San Fernando de Madrid, encuadrados en la nómina de los renovadores de la arquitectura en el Paí­s Vasco.

Los protagonistas del cambio

Si los agentes a nivel teórico del cambio fueron selectos espí­ritus ilustrados, los protagonistas materiales de la renovación de la arquitectura lo constituyen tres generaciones de artí­fices, los más naturales del Paí­s Vasco, con algunas gloriosí­simas incorporaciones foráneas. Algunos (Ventura Rodrí­guez, Olaguí­bel, Silvestre Pérez, Ugartemendí­a… ) tienen desde hace tiempo sus perfiles relativamente definidos. Otros (Miranda, Belaunzaran, Echevarrí­a, Humaran, Goycoechea, Saracibar), debieron de ser figuras de parecida estatura pero de menos fortuna editorial. Por fin, hay muchí­simos maestros de segunda y tercera fila, inéditos prácticamente, que ayudan, sin embargo, a conformar un paisaje neoclásico construido de mucha entidad: Régil, Aguirre, Vidaurre, Bernaola, Elcoro, etc.

A veces los proyectos caen en la utopí­a, y si eso ocurre es porque se experimenta mucho, y campos de experiencias son algunos géneros prácticamente nuevos como la arquitectura de cementerios, la de fuentes, trazado de parques y jardines.

Yo mismo expuse hace varios años la posibilidad de ordenar a estos arquitectos de provincias en tres generaciones teniendo en cuenta las fechas aproximadas de su nacimiento y los decenios más fructí­feros de su actividad en el Paí­s Vasco. Sigo pensando como entonces, aunque entiendo los problemas que ofrecen algunos como Silvestre Pérez que está relaciona- do con el Paí­s Vasco desde 1790 (un proyecto no realizado para Alegrí­a de ílava) o Belaunzaran y Lascurain quienes, por llegar a longevos, ejercieron durante casi medio siglo.

Esas tres generaciones no difieren demasiado de las que se diseñan a nivel nacional, pero hay que advertir que la última se dilata especialmente porque las últimas promociones de la Academia mantienen artificialmente un neoclasicismo de inercia que se disuelve lentamente en el romanticismo a lo largo del tercer cuarto del siglo XIX.

La primera generación (1770-1808) es la de la ruptura con el estilo anterior, la del inicio de una nueva arquitectura y se propone como principio del estilo en el Paí­s Vasco a Ventura Rodrí­guez, figura que por razones de edad -nació en 1714 -queda algo desconectado del resto. Su papel es esencial pues actúa desde Madrid como correa de transmisión de la Academia y del Consejo de Castilla en obras religiosas denunciadas por los feligreses al rey, que es su verdadero patrón. Así­ ocurre en Larrabetzu (1777), Durango y Zaldibar. Su primera actuación, que puede entenderse como la más temprana noticia en el Paí­s Vasco de lo que es la arquitectura neoclásica, es la del pórtico de la parroquia de Azpeitia (1771), que llevarí­a a la práctica un can- tero local Ignacio Ibero. Otro académico de Madrid, ya no tan temprano, es Juan Milla, ayudante de Juan de Villanueva, en quien recae, desde la corte, el proyecto de la alejada iglesia de la feligresí­a de Aldeacueva (Carranza), (1789), desmontando las originarias pretensiones de edificar allí­ una iglesia barroca.

Los pioneros locales Justo Antonio de Olaguí­bel, Manuel Martí­n de Carrera, Alexo de Miranda, Agustí­n de Humaran, forman una generación cohesionada en torno a la superior tarea de la implantación del estilo, de las ideas recibidas en la Academia, jugando algunos desde sus puestos en las diputaciones y los ayuntamientos (Olaguí­bel en Vitoria y ílava y Miranda y Humaran en Bilbao y Bizkaia) el papel de corresponsales o comisionados de aquella institución y apóstoles del nuevo buen gusto. Son brazos ejecutores de una institución absolutamente centralizada que suspende continuamente proyectos presentados por canteros tradicionales locales, recomendando sin pudor a los arquitectos aprobados por la Academia, mientras a aquellos se les relega a la simple dirección de obra (caso de Santa Marí­a de Bermeo y el cantero Gabriel de Capelastegui), si bien alguno hay que parece cantero reciclado: Manuel y Francisco de Echanove y Francisco Xavier de Capelastegui, por ejemplo. La implantación casi violenta del lenguaje neoclásico con su nueva sintaxis de composición, de órdenes constructivos y de cubriciones es lo propio de esta primera generación, que es la más estrechamente ligada a los ideales unificadores de la Academia de San Fernando y a sus profesores.

Asumido ya el estilo y desplazados los maestros canteros tradicionales, la segunda generación (1814-1835) es un perí­odo de entreguerras en el que se trabaja mucho porque hay mucho que reconstruir. Coincide aproximadamente con el reinado de Fernando VII y es una fase clave por su actividad y la pureza con que se aplica el estilo. Es época, además, de oportunidades.

Aquí­ se encuadra Silvestre Pérez que, como sabemos, estaba ya vigente en el Paí­s Vasco desde la fase anterior. Será, sin embargo, tras su vuelta del destierro de Parí­s cuando el antiguo arquitecto de José Bonaparte diseñe aquí­ el grueso de su obra, sus mejores conjuntos y edificios. Pérez supone la figura más destacada de todo el neoclasicismo del Paí­s Vasco.

Tan sólo dos años más joven que él es Juan Bautista Belaunzaran, de origen guipuzcoano y biografí­a artí­stica vizcaí­na, un hombre hecho a sí­ mismo, que desde su primera profesión de cantero en Lekeitio promociona hasta titularse, como también sus dos hijos, Hermenegildo y Pedro. De similar edad y del mismo pueblo, Andoain, es Pedro Manuel de Ugartemendí­a, militar y titulado por la Academia, profesor en la Escuela de Dibujo de Tolosa y encargado de llevar adelante muy delicados encargos en Gipuzkoa. Antonio de Echevarrí­a, que con tan sólo el conjunto de la Casa de Juntas de Gernika ya se justifica, Antonio de Goycoechea, Manuel íngel Chávarri, Francisco Marí­a de Aguirre, Mariano José de Lascurain, Domingo Marí­a de Régil, etc., son otras figuras de esta generación. Por sus diseños y obras tenemos que juzgarlos y el juicio que merecen es que reafirman con gran dignidad el estilo en el Paí­s Vasco, tendiendo alguno de ellos hacia un considerable rigor estructural y purismo ornamental, el más exigente de España, probablemente.

Sin embargo, la extensión del neoclasicismo a los rincones más apartados, a las aldeas, a veces bajo la forma de modestas fuentes, lavaderos, portadas de cementerios o espacios de ocio, frontones y boleras por ejemplo, no llega hasta la tercera generación (1840-1860), perí­odo que coincide esencialmente con el reinado de Isabel II. Aquí­ es donde se aprecia que el panorama cambia. No sólo no aparecen ya maestros de procedencia foránea que imanten el interés de las instituciones y clientela en general, sino que parece evidente que los profesionales vascos viven situaciones especí­ficas derivadas de la Guerra Carlista, cuyos daños es preciso remediar con premura.

Con toda lógica, las ideas que sobre arquitectura pueda tener esta generación será distinta de la precedente. Con frecuencia no son arquitectos aprobados por la Academia los ejecutores de los proyectos sino maestros de obras habilitados por las diputaciones, diferencia de formación que, a juzgar por los resultados, no siempre se hace evidente. El arquitecto vitoriano Martí­n de Sarací­bar parece uno de los más dotados con Pedro Belaunzaran y Rafael de Zavala, vizcaí­nos éstos. Pero ahí­ están también, por los años de mediados del siglo XIX, los que trabajan por los pueblos, los durangueses Pedro José Astarbe, Juan Antonio Eguren, los arratianos Pedro Luis Bengoechea y Cristóbal de Bernaola, y el propio Lascurain arriba citado, más Vidaurre, Echeveste, Garaizábal, Escoriaza, Iradier…, todos vascos.

Desconectada probablemente de todo debate culto, esta tercera generación tiende a solucionar problemas prácticos, casi siempre obras de escaso acento monumental, cuyo espí­ritu neoclásico se ve cada vez más influido por estilos ajenos a la tradición académica, que en ocasiones se mezclan con habilidad (cementerio de Xemein, Lascurain, 1851). Los arquitectos más preparados desembocarán en lo que tení­an que desembocar: en un abandono explí­cito de esa tradición, o sea en una ruptura, (Pedro Belaunzaran y la ermita neogótica de Santa Ana de las Arenas, 1852), mientras otros siguen anclados en la tradición clásica, porque tienen formación académica.

El neoclasicismo del reinado de Isabel II equivale a una versión que se caracteriza por la dulcificación paulatina de las formas severas del neoclasicismo rigorista a base de la introducción de una mayor libertad en el tratamiento de los órdenes clásicos, de la administración de decoración de í­ndole varia y de la admisión de elementos de sintaxis ajenos a la tradición grecorromana, los de la egipcia, por ejemplo. A esa versión dulcificada -que, al final, resulta una quiebra del estilo Neoclásico -se le reconoce como estilo Romántico, que es el que deja la ví­a expedita hacia la libertad absoluta para imitar los estilos históricos (historicismo) y luego para mezclarlos a capricho (eclecticismo). Es decir, se pierde la unidad de estilo del neoclasicismo.

El fin del neoclasicismo coincide con unas situaciones nuevas en diversos órdenes. La primera es de orden académico, un nuevo sistema de enseñanza, el derivado de la Escuela de Arquitectura, que sustituye a la Academia de San Fernando desde 1844. Después, con una sociedad diferente, próxima ya a lo que conocemos como burguesí­a, que tiene nuevas necesidades, entre ellas la de casas principales desahogadas y segundas residencias en puntos balnearios: ensanches de San Sebastián (1864) y Bilbao (1873) más los bonos de mar de Portugalete (desde 1852), Las Arenas y San Sebastián. A estos nuevos clientes difí­cilmente les pueden contentar los titulados de las últimas promociones de la Academia, que siguen manteniendo artificialmente los postulados de aquélla. Así­ que para el quinquenio 1855-1860 puede darse por concluido un largo periplo de tres cuartos de siglo del neoclasicismo en el Paí­s Vasco.

La ingenierí­a

El progreso se ve ligado desde el siglo XVIII a una ciencia nueva que entonces no tení­a los contornos muy definidos: la ingenierí­a. En realidad no fue ciencia autónoma en ningún momento del siglo XVIII español salvo en asuntos militares, -la primera escuela de Ingenieros de Caminos y Canales, en Madrid, data del año 1802 -pero para antes de que comenzase el siglo XIX ya empezaron a aparecer fugazmente en Bilbao, ligados a tareas que tienen que ver con la hidráulica, con las cometidas de aguas, con la navegación, con los muelles y con la rí­a en general algunos personajes de apellido extranjero que se autodenominan ingenieros. Esas tareas las vení­an desarrollando desde la lejana Edad Media los maestros aguañones o maestros hidráulicos, que eran figuras polivalentes que atendí­an también a aspectos puramente artí­sticos como el diseño y ejecución de la escultura de un retablo, por ejemplo. Con frecuencia, durante el reinado de Carlos V, eran extranjeros, flamencos significadamente. Pero a diferencia de lo que ocurre en otros territorios del entorno cantábrico como Asturias y Cantabria, esos ingenieros extranjeros de ninguna manera suponen un pasaje esencial ni en el nacimiento ni en el desarrollo del neoclasicismo regional. Ni astilleros, ni puertos ni fortificaciones de interés adornan el catálogo vasco, pero no faltan maestros españoles polivalentes capaces de asumir complejas tareas como las de urbanismo, caminos y acometidas de aguas.

Estos razonamientos vienen a cuento de la gran capacidad de algunos arquitectos académicos para asumir responsabilidades que hoy entendemos como propias de los ingenieros. Tiene que deberse a su gran preparación teórica y práctica a la vez, que les capacita, además, como agrimensores, expertos en medir superficies, para lo que se les reclama muchas veces. Dejando para otro epí­grafe el urbanismo, hay que recordar aquí­, por ejemplo, que Olaguí­bel delimita el trazado del camino a La Rioja a través del puerto de Herrera y diseña la monumental fuente de Haro, más el puente sobre el rí­o Tirón en Cerezo (1805), y que el responsable del camino que atraviesa toda ílava hasta Miranda de Ebro es Echanove. El propio Silvestre Pérez actuó como ingeniero de Caminos pues delineó en 1819 los traza- dos de dos caminos: el de Bilbao a Balmaseda y el de Durango a Bermeo, ayudado en algún caso por el eficaz maestro de obras durangués Martí­n de Echaburu. Incluso cuando la ingenierí­a alcanzó ya algún grado de desarrollo encontramos a estos académicos de grandes saberes ocupados en trazar y construir puentes y plantear acometidas de agua; significadamente a Martí­n de Saracibar, y Antonio de Goycoechea con Hermenegildo Belaunzaran, que trataban sobre un puente de hierro en el Arenal de Bilbao en 1845, muchos años después de que Alexo de Miranda diseñara en 1793 uno de madera de un solo ojo, de atrevimiento extraordinario, entre Bilbao y el convento de San Francisco.

Los puentes, los caminos con sus puentes, para comodidad de los que transitan, los puertos de mar y los canales, los faros marí­timos, es decir la opción por infraestructuras y la intensificación de unas comunicaciones más rápidas y cómodas, fueron siempre preocupación latente de los gobiernos ilustrados incluso desde antes de que podamos hablar de estilo Neoclásico.

Los caminos radiales previstos desde Madrid, afectaron de lleno a las provincias de ílava y Gipuzkoa, pero van a ser, sobre todo, las Diputaciones y las Sociedades de Amigos quienes los impulsen. A ello están dedicados los esfuerzos de algunos de los arquitectos arriba citados y los de otros como Lascurain (puerto de Arlabán) o Pedro Ignacio Lizardi que trata del puerto de San Sebastián en 1773, o bien Juan Bautista Belaunzaran que redacta un inviable proyecto -por daños ecológicos en juncales y prados y las nulas ventajas comerciales -de un canal para la Diputación para recuperar la navegación de la rí­a de Gernika (1821). Y un canal terrestre, también utópico, es lo que encandila a su tracista, Francisco de Echanove y a la élite alavesa, que pretendí­an, nada menos, que unir el Ebro con el Cantábrico a través de los magros rí­os Zadorra y Deva.

Proyecto interesante, pero al final también utópico, fue el planeado en 1802 por Agustí­n de Humaran en la rí­a de Bilbao: un gran canal que cortaba en lí­nea recta la vega de Abando evitando las curvas de la corriente de agua y, por lo tanto, los problemas de navegación en esa parte.

Por ser más utilitarias que monumentales, las obras de ingenierí­a que se realizaron materialmente interesan poco; acaso algo más el espí­ritu que las anima. Por otra parte, de la alta estima en que los promotores tienen su misión de regenerar el territorio y sus infraestructuras hablan algunos monumentos conmemorativos que se conservan, como la Pilastra en la subida a Montecalvo desde Durango y los dos hitos en forma de obelisco de Puente Nuevo y venta de Rivabellosa en los caminos a La Rioja y Burgos desde Vitoria, más la fuente obelisco de Landa, en el camino de Bergara, el primero transcrito directamente por Saracibar de los dos obeliscos de la Glorieta de las Pirámides de Madrid de Javier de Mariategui.

Afectando sólo al itinerario caminero que cruza la Llanada Alavesa, se acusan unas torres ubicadas en las colinas. Esos torrojanes no tienen nada que ver con la arquitectura castrense; es decir, no son fuertes de carácter militar sino estaciones del telégrafo óptico que en la década de 1830 estuvo activo en las carreteras radiales de la pení­nsula. Las de ílava se deberán a ingenieros del rey, como también las que están en la zona entre Miranda, desfiladero de Pancorbo y Briviesca. No bajan de media docena los elementos catalogables; algunas estaciones, con buen criterio, están siendo rehabilitadas para recuperarlas de su abandono.

En este campo de la óptica, as señales marí­timas, los faros, que yo sepa, no han dejado testimonios de interés pero no estará de más recordar el faro viejo de Bermeo, y de forma acastillada, de los de fuego y lámparas de mercurio. Debe de ser bastante tardí­o porque Madoz lamenta que no exista una linterna en ese promontorio de Matxitxako.

La arquitectura militar está representada por varias precauciones defensivas en la parte oriental de Gipuzkoa: los fuertes de Urgull, San Marcial, Guadalupe, etc., pero todos ellos parecen consolidados en la segunda mitad del siglo XIX.

Urbanismo

La preocupación de la Ilustración por el escenario donde transcurre la vida del ciudadano, no es más que la aplicación de un ideario plagado de términos alusivos a la comodidad de la comunidad frente al bienestar privado, al progreso de los pueblos, al ornato público, a la salubridad, a una vida más razonable y participativa. En España, y también en el Paí­s Vasco, hay diversa actividad al respecto, plasmada en proyectos de construcción de ciudades nuevas y en planes parciales que resolvieran problemas concretos, todo ello perfectamente inscrito en el nuevo interés por el desarrollo de la vida civil.

Hablar de urbanismo ilustrado en el Paí­s Vasco, de la Ciudad de las Luces, es a veces tratar de lo imposible como meta, ya que los dos proyectos más importantes no llegaron a consumarse. Así­, el de la reconstrucción de San Sebastián, que fue el acontecimiento más catastrófico de toda la Guerra de la Independencia. El 31 de agosto de 1813 ocurrió el incendio general de la ciudad -paradógicamente por las tropas aliadas, no por las de Napoleón -que devastó casi completamente una población que tení­a algo más de seiscientas casas. Se imponí­a la necesidad de reconstruirla í­ntegramente y a ello se aplicó el ayuntamiento con diligencia encargando el caso al solvente arquitecto municipal Pedro Manuel de Ugartemendí­a.

El clima de esperanza creado tras la expulsión de Napoleón no podí­a menos que alumbrar proyectos magní­ficos -y utópicos -como el primero de Ugartemendí­a para el istmo de San Sebastián (1814). Trasladando una fórmula parecida a la de los jardines barrocos franceses, componí­a la ciudad como una retí­cula de parcelas todas iguales ordenadas a los lados de ocho calles también iguales y de una amplí­sima plaza octogonal al centro más otras dos más pequeñas en dos de los lados del cuadrado. A la plaza se acogerí­an los edificios más representativos de í­ndole civil porque la iglesia de Santa Marí­a, a principal de la ciudad, se salvó de la quema, mientras a los viales se acomodaban las casas de los ciudadanos, sin jerarquí­a entre ellas.

Carecí­a la ciudad dibujada de cualquier carácter especí­fico que no fuera el residencial, a la manera de las nuevas ciudades americanas, pero los propietarios de los terrenos, que eran las principales familias de la burguesí­a local, no estaban por la labor de desjerarquizar el callejero, suspendiéndose el plan, que tuvo que ser sustituido por otro mucho más ramplón, del propio Ugartemendí­a y Alexo de Miranda, (1815). Este segundo reeditaba la misma trama de la ciudad quemada, con una plaza rectangular al centro. Lo único que variaba era el concepto de los volúmenes de las casas, que se igualaron, y la composición de las fachadas, que tuvieron que seguir unas ordenanzas dictadas por Ugartemendí­a. Lo que hubiera constituido sin duda uno de los proyectos urbanos más renovadores de toda Europa se quedó en una propuesta decepcionante. Todos los que han estudiado la reconstrucción de San Sebastián participan de esa decepción.

Si San Sebastián se formulaba como ciudad residencial con gran espí­ritu de uniformidad, el Puerto de la Paz, ciudad alternativa al viejo Bilbao, proyecto -al final también utópico -de Silvestre Pérez (1807), estaba adobado de todas las caracterí­sticas de una ciudad portuaria al servicio del tráfico marí­timo y del comercio, una ciudad jerarquizada.

El Puerto de la Paz era una propuesta del Señorí­o de Bizkaia, harto de los abusos de Bilbao en el monopolio comercial de ese área del Cantábrico, ciudad ahogada, incómoda, que no daba facilidades para el asentamiento de nuevos comerciantes, ni facilitaba en absoluto el almacenaje de mercancí­as. La vega de Abando, por donde años más tarde se extenderí­a Bilbao, fue el paraje que se ofertó a Silvestre Pérez para que trazara una nueva ciudad. Se le imponí­an algunos, muy pocos, pies forzados, los de sus tres o cuatro conventos más la iglesia parroquial de San Vicente. El resto era una vega casi llana y amplia limitada por el lado Norte por la rí­a navegable.

El dibujo que ha quedado tiene un perí­metro poligonal irregular, a la manera de algunas ciudades ideales del renacimiento italiano. Totalmente volcada al servicio de la rí­a, ésta penetraba en zig-zags, hasta el centro de la vega, programando en su trazado dársenas y en sus orillas muelles y almacenes. Por su parte, el callejero recurre a una fórmula parecida a la zonificación, con barrios más amplios y parcelas más desarrolladas al Sur de una gran avenida que uní­a el viejo convento de San Mamés con la curva de la rí­a a su paso por Bilbao. Además, se multiplican las plazas y plazuelas, redondas, cuadradas, en abanico, todas bautizadas con nombres que honran al rey y de su familia, a la manera francesa y barroca.

No se pudo construir esta ciudad alternativa, primero por las intrigas de Bilbao y luego por las circunstancias de la Guerra de la Independencia, que comenzó entonces. Si se hubiera construido, hubiera resultado un tí­pico puerto fluvial atlántico europeo que algunos quieren comparar, a escala, con el nuevo Londres del año 1666, al que se parece también por la plurifocalidad de las plazuelas de los diseños de Wren y Evelyn. Carlos Sambricio y otros han estudiado ampliamente estos aspectos.

Desde su modestia, también algunas aldeas logran incorporarse en algún grado a este afán de renovación, digámosle urbana. En casos, como derivación de la construcción o reconstrucción de su iglesia parroquial, se planifica todo su entorno creándose núcleos de anteiglesia relativamente homogéneos. Es la oportunidad de lugares como Ajangiz, Nabarniz, Zaldibar y Iurreta.

Si las dos ciudades planificadas ex novo -San Sebastián y Puerto de la Paz -disponen de amplia bibliografí­a, no le van en zaga las actuaciones parciales de las plazas mayores de las tres capitales vascas. La primera en el tiempo y la más divulgada y tópicamente conocida es la de la Plaza Nueva (ahora de España) de Vitoria. Su propio nombre original indica ya lo que supone de alternativa a la plaza vieja que estaba ubicada debajo de las escaleras de San Miguel, en contacto con las calles gremiales de esa parte de la colina (actual Plaza de la Virgen Blanca).

Es un fruto temprano de Justo Antonio de Olaguí­bel (1781) antiguo alumno de la Escuela de Dibujo local y de la Academia de San Fernando, arquitecto que a la sazón tení­a veintinueve años adornados ya de madurez. Cuadrada y con un alzado de dos pisos sobre el bajo, que es de pórticos, forma conjunto con dos segmentos de casas de vecinos (El Juicio y El Ala ), también porticadas (1787 y 1802) construidas entre ella y la ciudad vieja. Siempre se ha concedido a esta parte, conocida generalmente como Los Arquillos , una gran dosis de sabidurí­a compositiva urbana como forma de unión y tránsito entre dos ámbitos distintos de una misma ciudad: el medieval y el moderno. Esto último es lo más destacable pues, por lo demás, parece evidente que Olaguí­bel no parte «ex nihilo» para diseñar la plaza pues está ampliamente encarnada en la tradición castiza española de espacio cerrado y porticado.

La plaza está pensada para mercado y espacio lúdico, en concreto para espectáculos taurinos, sitio donde el ayuntamiento quiere hacerse notar dando a entender el interés edilicio por el proyecto. Y lo hace de forma bastante contundente por la extensión del palacio consistorial y la significación de su fachada (o, mejor, de sus dos fachadas), que rompe abajo la seriación general en arcada de los porches con frente de pilastras para adintelarlos y frentearlos con columnas; además, se hace rematar con considerable frontón con las armas de Vitoria, etc. Por lo demás, es plaza de pórticos estrechos y bajos, provincianos, que acotan un espacio despejado de mucho carácter.

Nadie lo dice, pero dado por descontado que la plaza de Vitoria supone un hito en el porvenir del ensanche neoclásico de la ciudad en la conquista de la llanura meridional de la colina de Villasuso, su presencia nunca ha eclipsado del todo a la plaza vieja, que sigue vigente para acontecimientos masivos.

También recibió, desde el principio, el nombre de Plaza Nueva la de Bilbao, espacio urbano que, como en Vitoria, tampoco lograrí­a arrebatar el protagonismo a la plaza vieja. Era ésta la del embarcadero, que seguirla por muchos años siendo el sitio preferido para los espectáculos populares, sede del mercado y de instituciones tan importantes como el Ayuntamiento y el Consulado.

A simple vista debe mucho a la de Vitoria, incluso en su concepción de plaza cerrada con tránsito perimetral, pero la supera en presencia ya que es más grande con pórticos más anchos y altos, más urbana e igualitaria, ya que la Diputación, la única institución pública que comparece, apenas se significa más que sutilmente. Además, es más plástica que la vitoriana y más pura en su tradición clásica (toscanas entregas a pilastras), y hasta al teatro Marcelo que Pérez, su tracista (1821) conocí­a de cuando pensionado en Roma aluden las condiciones de obra. Coloniza un territorio degradado extramuros, poblado de huertas, tejavanas y charcos y persigue crear un espacio de relación digno ajeno al popular mercado, un paseo a cubierto en dí­as de lluvia. Además de pretender inscribirse dentro del contexto de regeneración de la ciudad, quiere participar también en la polí­tica, vigente desde hací­a unos pocos años (el Plan Loredo), de ampliar la oferta de casas de alquiler en una población completamente ahogada. Varias de las familias más significadas que tení­an, precisamente, muchos intereses inmobiliarios, se opusieron al proyecto pero éste fue posible gracias al apoyo del rey Fernando VII, a quien, como recompensa moral, hubo de dedicársele, al fin, la plaza.

Entre unas cosas y otras, el proyecto de Silvestre Pérez fue dilatándose en el tiempo y reduciéndose en extensión -al final el cuadrado resultó un rectángulo -pero en lo esencial se cumplió, siendo bastante respetuoso al respecto quien dirigiera la obra, el arquitecto local Antonio de Echevarrí­a.

La tercera plaza, la de la Constitución de San Sebastián, por su parte está inspirada por una idea diferente y lejos de ser cerrada está atravesada por calles. Viene arrastrada la plaza, que es rectangular, del proyecto general del año 1815, el de Ugartemendí­a y Miranda; la fachada más digna, sin embargo, la que ocupa uno de sus lados menores, se concretó un poco después, en 1819, con un buen proyecto de Silvestre Pérez para el ayuntamiento. También difiere de las otras dos plazas el sistema de balcones, ahora corridos, y su aspecto menos noble al admitir materiales constructivos enfoscados, etc. Si no fuera por su palacio consistorial, su presencia urbana recordarí­a bastante a las de época barroca. De cualquier forma, lo que se hizo está muy distante de aquel genial octógono pensado por Ugartemendí­a en el primer proyecto.

Siendo un poco generosos, también en los núcleos menores de población podemos catalogar alguna que otra actuación parcial inscrita dentro del espí­ritu de renovación de la Ilustración: Las plazas de las villas vizcaí­nas de Villaro, con fuente y escuelas, y Otxandio, con fuente, frontón y paseu-leku cubiertobolera, etc.

El nivel más bajo de la idea de colonizar el campo lo deben significar casos como el del barrio de Berriozabaleta, en Elorrio, con un palacio, una ermita, una calzada, un plantí­o y una fuente, todo hecho desde 1832 por Miguel de Elcoro por iniciativa del indiano Plácido de Berriozabalbeitia. Y el nivel más alto el parque de la Florida de Vitoria.

En efecto, durante el neoclasicismo en muchas partes empiezan a aparecer espolones, salones, prados, alamedas, bulevares, etc., que son parajes por los que los ciudadanos pasean en sus ratos de ocio. El Arenal de Bilbao, el Prado de Markina y de Vitoria, el Espolón de Bergara, el Olmedal de Durango, la Senda de Vitoria, el romántico paseo de El Collado de Laguardia, el perimetral a las murallas de Salvatierra, etc., son algunos ejemplos. Nunca faltan allí­ plantí­os de chopos, tilos u olmos que cobijan del sol, ni canapés para descansar, ni juegos de pelota y boleras para el solaz del mocerí­o (Markina, Durango, Mondragón, Vitoria), ni fuentes de agua dulce, etc. La urbanización del campo no puede estar más en sintoní­a con ideas remarcadas una y otra vez por la Ilustración. El ilustre vitoriano Valentí­n de Foronda se hubiera sentido muy satisfecho de haber conocido cómo sus ideas sobre la salubridad y las buenas costumbres acabaron por triunfar.

Respecto de lo que estos razonamientos sobre los jardines tratan, la palma se la lleva Vitoria, ciudad pequeña, pero poblada por un denso censo de espí­ritus ilustrados. Goza a la perfección de las bondades de viejos parques y paseos, siempre apoyados en el ensanche neoclásico que supuso la construcción de la Plaza de España. El parque de la Florida, que tiene fecha y autor (1820, Manuel íngel Chávarri) es magní­fico ejemplo de intervención en el paisaje. Como proyecto, resulta a medias romántico, es decir mitad inglés: colinas artificiales, grutas, estanques, y mitad francés: salón geométrico con parterres regulares.

Arquitectura

Arquitectura religiosa

En un mundo cuajado de utopí­as, entre los proyectos más posibilistas se encuentran los religiosos, concretados por lo general en iglesias y en cementerios, que se tratan en epí­grafes distintos. Ambos resultan capí­tulos generosos en el Paí­s Vasco, tanto por la densidad como por la calidad de las realizaciones, contándose algunas de ellas entre las más excelentes del catálogo neoclásico nacional. Precisamente el estilo se introduce en el Paí­s Vasco de la mano de las iglesias parroquiales, pero otras veces los edificios son de menos pretensiones, las que dicta la funcionalidad, las necesidades reales de las feligresí­as.

Todo empieza en Larrabetzu (1777), con el modelo de iglesia que Ventura Rodrí­guez propone por mandato de la Academia. El modelo iba a tener enorme éxito y, de hecho, las mejores iglesias vascas repiten un esquema parecido: una cruz griega inscrita en un rectángulo, modelo que irá evolucionando potenciándose mucho el módulo central, que constituye el elemento ordenador de todo el espacio y los volúmenes. Se ha expresado más de una vez que lo de Larrabetzu -que tiene facsí­miles en Andalucí­a -, como demostró Reese es aún deudor del barroco y que su aspecto severo no se debe tanto al espí­ritu neoclásico como a la economí­a de medios propia de estas iglesias rurales que por procedimiento de urgencia propusiera el comisionado Rodrí­guez en varios territorios hispanos. Hoy, recién restaurada, cuando, desprovisto de enfoscados luce lo estructura], que es desnudo, frí­o y lineal, no me atreverí­a secundar con entusiasmo esa larga sombra del barroco, aunque entiendo que la bóveda balda que cubre el módulo central no tiene el mismo sentido que las cúpulas de las iglesias posteriores, ni tampoco se alcanza el sentido unitario que se logrará después en Bermeo, por ejemplo.

La de San Bartolomé de Aldeacueva, en Carranza, (1789, Juan Milla) sí­ lleva ya la cúpula, pero muy tí­mida. Resulta frí­a por el interior, sobre todo la parte de la cabecera, pero en ella lo que más llama la atención es su clasicismo, con su fachada flanqueada por dos torres y la molduración de listeles de los accesos y vanos, que parecen sacados directamente de El Escorial, de donde los rescató su tracista, aparejador ayudante del «escurialense » Juan de Villanueva, precisamente. De buenas fuentes bebe, pues, desde el principio el neoclasicismo vasco, aunque éste de Carranza, en su purismo clasicista hispano, es un caso más bien aislado que apenas tuvo consecuencias aquí­.

Más iglesias de planta centrada son las de Nabarniz y Aramayona, las dos de Alexo de Miranda (1800), Ajangiz, (Juan Bautista Belaunzaran, 1819) Montevite (1830, Martí­n de Saracibar), Murueta (1848, Antonio de Goycoechea), ermita guipuzcoana de Erdoltza, etc.

La abultada nómina de iglesias de tipo centrado concede opciones a otros tipos de entendimiento del espacio. Por ejemplo el basilical de las iglesias de San Pedro de Galdames, Arrieta y La Herrera-Zalla (Domingo Marí­a de Régil, 1824) la primera de Juan Bautista Belaunzaran, 1825, y la segunda atribuible al mismo y ambas con columnas entregas a los muros. También hay algún ejemplar cruciforme, de cruz latina: Anzuola, Bóveda, Barriobusto y Marieta y cruz griega: Arantzazu-Bizkaia, y Loinaz- Gipuzkoa.

En alguna de ellas, Barriobusto en concreto, su aspecto externo, con la elegancia de su escalonamiento volumétrico recalcada por su excelente aparejo de sillerí­a arenisca, no se corresponde con el comportamiento interno que resulta totalmente tradicional, con esas bóvedas tabicadas de arista, mientras oferta mucha más prestancia interna la de Anzuola. Por su parte, la de Murueta, una de las más bellas en su planteamiento, quiere recordar un poco a lo que planeara Ventura Rodrí­guez en Silos, con segregaciones en los ángulos. De cualquier manera, algunas de esta última relación, merecerí­an una mayor divulgación.

En la nómina de los proyectos no realizados pero que, a juzgar por los planos que se conservan, podrí­a haberse convertido en una magní­fica iglesia de tipo basilical con columnas adosadas por el interior -a la manera de Galdames y Arrieta -, cuenta la que diseñó Agustí­n de Humaran -arquitecto de largo recorrido – para Galdácano ((1825).

Por su falta de carácter monumental, que algunas (Ajangiz, Aramayona -con escalinata y pórtico adintelado de pilares -, Nabarniz, Iurreta) casi lo alcanzan, o por la discreción de sus materiales constructivos, mampuesto muy recogido con mortero (las mismas), ninguna iglesia logra el nivel de las dos más importantes y divulgadas: las de Motrico y Bermeo, ambas salidas de diseños de Silvestre Pérez (1798 y 1797-1807-1820, respectivamente). Probablemente suponen la cumbre, hasta donde puede llegar en el Paí­s Vasco la arquitectura neoclásica de carácter religioso. Las dos comparten entre sí­ muchas cosas, resultando más ambiciosa, por su enorme tamaño, la de Bermeo; ambición que se volvió en contra pues nunca pudo acabarse. Entre los aspectos que comparten Motrico y Bermeo está el interés por significarse en el entorno, es decir su dimensión urbana, planteadas como están en la plaza delante de otros edificios representados, condición exigida, seguramente, por Silvestre Pérez, a quien entusiasman este tipo de retos. Esa significación urbana se concentra sobre todo en la fachada, que se acentúa con pórticos nártex frontales e incluso con escalinatas axiales (hexástilo dórico la de Motrico) hasta el punto de tener la sensación quien a la iglesia sube que está ingresando en un templo romano. A la iglesia de Motrico se sube, como se sube a la Maisón Carré de Ní®mes. Esa solemnidad frí­a, a la que en mi opinión contribuyen no poco la perfecta esterotomí­a de textura caliza grisácea, tiene un correlato interior en ese gran vací­o sobrecogedor y desnudo de la cúpula central y los brazos de la cruz. Ese gran vací­o se concreta por fuera en simétricas maclas desnudas, de volúmenes ní­tidos jerarquizados unos de otros; desnudos sin opción decorativa alguna, incluidos sus grandes vanos termales cortados directamente en el muro. Su descarnado geometrismo no declina ni en el trasdós de la cúpula que, a diferencia de la manera barroca, que adquiere forma globular, aquí­ se prismatizan, dominando un impresionante juego de cubiertas de sobriedad extrema.

Y por el interior, el sentido unitario del espacio, abarcable de una sola ojeada como si se tratara de la sala central de una terma romana, iluminada cenitalmente por una luz uniforme que penetra por vanos termales, precisamente, definiendo todos los elementos por igual, un paso decisivo en el destierro de las inexcrutables penumbras y recovecos propios de los templos barrocos.

Con todo, hay varias diferencias entre Motrico y Bermeo, pues ésta, que ocupa toda una inmensa manzana rectangular, está rodeada de cuatro calles, a las que se homenajea desde pórticos laterales que no llegaron a hacerse. Además, la correspondencia interior-exterior es más fiel, algo y más claro el sentido unitario del espacio. Mal entendida la versión rigorista y radical del neoclasicismo, a la de Bermeo la endulzaron después pintándole las pechinas y las sototribunas, lo que disuelve un poco el espí­ritu original. Bermeo, además, es cabeza de serie de una lista de iglesias, entre las que hay que citar las ya referidas de Nabarniz y Ajangiz, que transcriben literalmente el interior, con sus exedras semicirculares en los ángulos.

La preferencia del neoclasicismo por el sistema centrado referido arriba en varias iglesias monumentales y menos monumentales, tiene una amplia prolongación en complementos como las sacristí­as parroquiales de Elciego (Olaguibel, 1789) y Otxandio atribuible al mismo arquitecto vitoriano.

Dada su reiteración y belleza, no serí­a justo olvidar que el paisaje neoclásico religioso alavés se concreta a veces en airosas torres de iglesias parroquiales, con un marcado aire de familia, derivadas de un modelo que divulga Olaguibel. Torres olaguibelescas les denominan en ílava, aunque no todas sean de Olaguibel. El modelo es bastante probable que provenga de rectificaciones de la Real Academia de San Fernando a algún proyecto regional porque en Gipuzkoa se usa ya en San Miguel de Oñate por Martí­n de Carrera en 1779. Torres alavesas de ese tipo son las de Berantevilla, Arriaga, Alegrí­a, Antoñana, Ví­rgula Mayor, etc., próceres mástiles que destacan como hitos en los llanos de ílava.

Los maestreos de viejas iglesias transformando en neoclásico su interior, es también paisaje propio de ílava: Antoñana, Maeztu, Izarra, Amárita, Gamarra Mayor, Oreitia, Cicujano, Audí­cana, etc. Los hacen albañiles, muchas veces italianos, que manejan diseños cultos en sus estucados.

Arquitectura funeraria

Lo dicho en un epí­grafe anterior sobre la opción de iglesia centrada se plasma también en la arquitectura funeraria, en el viejo cementerio de Mallona, en Bilbao, que conocemos por fotografí­as y en la efí­mera y nunca terminada, por excesiva, necrópolis de la huerta del convento de San Francisco, también en Bilbao. Ambos se encuentran entre lo más granado que produjo la arquitectura neoclásica en Bizkaia.

En ambas necrópolis de Bilbao se recurrí­a a la acentuación de la fachada a base de porches adintelados modulados por tramos de columnas toscanas con sus entablamentos lisos y sus frontones, todo de estrecha tradición clásica. Las capillas eran transcripciones del modelo de Bermeo, espacios cruciformes inscritos en cuadrados que por el exterior resultaban secas maclas geometrizadas y jerarquizadas desde el prisma que ocultaba las cúpulas. El de Mallona, de Juan Bautista Belaunzaran (1828) se hizo después de que se rechazara otro proyecto, también suyo, que era elí­ptico, un poco en la lí­nea del ejercicio utópico -circular -diseñado por el propio Silvestre Pérez. En Mallona se potencia mucho el ingreso desde las calzadas, al disponerse girado en un estupendo ejercicio de perspectiva; además resulta arqueológico en grado sumo, resultando, al final, un arco de triunfo romano entre toscanas como si fuera un tramo de la Plaza Nueva bilbaí­na, simbolizando el triunfo que espera a los bienaventurados que a través de él entran en la necrópolis.

El otro lo trazó Agustí­n de Humaran en fecha algo anterior, en 1822, y se encuadrarí­a perfectamente en lo que quiere expresar la frase de «lo imposible como meta». Entre las cosas que comparte, además de la forma de la capilla, está el sistema de sepulturas bajo pórticos columnados adintelados, en los que se sepulta en nichos, además de en sarcófagos que llama la documentación sepulturas de distinción, todo a cubierto, mientras al centro queda un jardí­n. Estos cementerios porticados, que tienen su origen lejano en la Italia medieval y más cercano en el modelo divulgado a través de la Academia del Norte de Madrid que diseñaba en 1804 Juan de Villanueva, iban a tener amplia fortuna en Bizkaia: Xemein (1851, Mariano José de Lascurain), Elorrio (Rufino Lasuen, 1858), Amorebieta (desmontado), Abadiano (1854, Rafael de Zavala). Mucha más fortuna que en el resto del Paí­s Vasco y de España, donde también existen algunos ejemplos aislados de la época siquiera parcialmente techados (Reinosa, Valencia, Barcelona, etc. ).

En la Bizkaia más rural hay -y sobre todo hubo -versiones pobres de necrópolis porticadas. En ellas se sustituyen las elegantes columnas por simples postes lí­gneos, pero el espí­ritu que las informa es el mismo. Mañaria, por haber restaurado con esmero su pequeño cementerio porticado, puede ponerse aquí­ como ejemplo. Y pobre resultó, al fin, el citado de Elorrio, que nunca se completó y lo que se hizo fue casi en precario pues hubieron de interpretarse en madera las columnas programadas en piedra. Otro proyecto excesivo.

En las más monumentales necrópolis en las que se programan pórticos, la imagen de una casa pompeyana o, si se quiere, el peristilo de una casa helení­stica, acude inmediatamente a la memoria. Imagen que es inútil buscar en las provincias de ílava y de Gipuzkoa. Allí­ lo único a tener en cuenta son las portadas de las necrópolis, de poco interés, por otra parte.

Siendo obligatorio enterrar extra-ecclesiam desde el dí­a de Todos los Santos de 1811, según muy severas amenazas de José Bonaparte, en el Paí­s Vasco no se cumplieron tales órdenes que siempre habí­an apoyado los espí­ritus más preparados. Así­ que las avanzadas fechas citadas de algunas necrópolis explicarán que el neoclasicismo de veta grecorromana se vea ya contaminado de influencias no académicas, como esa silueta de pí­lonos semigriego de la capilla del cementerio de Xemein. Y lo mismo ocurre en algunas de las iglesias y edificios diversos que diseñan arquitectos de la tercera generación.

Arquitectura edilicia

Con más fuerza que todo lo demás destacan dentro de este género varias casas consistoriales y edificios homologables como la Diputación de ílava y la Casa de Juntas de Gernika.

Este último conjunto es objetivamente hito importante revestido además de profundo sentido simbólico, proyecto inconcluso que la Diputación de Bizkaia encomendó en 1827 a Antonio de Echevarrí­a, arquitecto local experto tanto en la dirección de obras como en peritajes y diseño de edificios.

El reto no era fácil pues en el bosque de Gernika habí­a que formular un edificio plurifuncional que a la vez fuera senado popular e iglesia donde se invocara al Espí­ritu Santo para que guiara rectamente los espí­ritus de los apoderados a las Juntas. Esas dos funciones y la de guardar la documentación que provocaban, las habí­a cumplido con mucha incomodidad durante siglos una destartalada ermita medieval, la de Nuestra Señora de la Antigua. El optimismo de los tiempos, que pronto iba a frustrarse, debió animar al Señorí­o a emprender un proyecto ambicioso.

El reto lo resuelve perfectamente Antonio de Echevarrí­a, pues programa en la campa sagrada un edificio central elí­ptico transversal, que es un graderí­o similar al de un teatro, donde se sentarán los apoderados, presidido por un ambiente rectangular -la presidencia – que es a la vez el ábside de la iglesia.4 Un pasillo axial comunica el ábside con el árbol sagrado y con la tribuna juradera. Esta del exterior es el área sacra por excelencia, el bosque sagrado de los vascos, en el que crece el árbol de las libertades, a cuya sombra, durante siglos, se acogió una sencilla tribuna de madera para los debates y para la Juras reales de los fueros.

Esta parte de la tribuna juradera se resuelve a escala, en forma de un pórtico de poca profundidad de columnas corintias, elevado sobre el suelo. El parecido que para algunos tiene con el pórtico del Panteón de Agripa en Roma no resulta nada forzado.

Por su parte, la Casa de las Juntas es un sabio ejercicio de composición. Ese ha sido un valor unánimemente valorado, que es fácil de entender. Da mucha preferencia al elemento central, la iglesia-parlamento, de dos pisos, que está unido a dos bloques secundarios y más bajos formulados en los extremos del gran rectángulo mediante pórticos que flanquean sendos patios. El de poniente ha cumplido durante muchas décadas la función de archivo, pero su equivalente no pudo construirse a consecuencia de la Primera Guerra Carlista.

Todo el conjunto es fruto de un mismo proyecto, pero a la vez que la Tribuna cambia la escala, emplea también un registro artí­stico diferente aunque dentro del mismo estilo: una opción clásica más ligera y dulce, más de acuerdo con las fechas, mientras es solemní­sima la Casa con un pórtico de ingreso a la iglesia dí­xtilo de potentes columnas y en antas, de estilo dórico.

De alguna equivalencia, pues simboliza también las libertades ganadas, ahora por los alaveses, es el edificio de la Diputación de ílava, construido en Vitoria, extramuros de la ciudad y apoyando con su plaza delantera la idea del desahogo perimetral al casco antiguo que se inicia con la Plaza de España. Es un poco más moderno que lo de Gernika y se debe a Martí­n de Saracibar (1833). Lo que hoy vemos es más de lo que él trazara, pues se le han añadido sendos pisos a las dos alas y se ha trasformado el segundo en su parte central, borrándole, por ejemplo, los vanos termales que tanto carácter debieron prestarle. En este apaisado edificio lo más a valorar es su escalinata central que asciende a un pórtico adintelado retranqueado. Y lo menos, los añadimientos decorativos de los frontones de todas las ventanas, incluidas las del proyecto original, que le regalan a todo un matiz romántico que no estaba contenido en el programa.

Los palacios consistoriales vascos, las casas de los administrados, habí­an conocido su edad de oro en los siglos del barroco. Desde el clasicismo del siglo XVII (La vieja casa consistorial de Bilbao y las de Elorrio, Elciego, etc. ) hasta el rococó (Oñate, Mondragón, Elgoibar, Labastida), casi todas presentaban un programa parecido al que caracterizaba un pórtico bajo (arkupe) y un piso noble con balconada al exterior. En los ejemplos más descollantes podí­a haber, incluso, un segundo piso.

En general las dotaciones de este tipo de arquitectura edilicia estaban ya cubiertas pero, por las razones que sean, entre las que debe contar el optimismo después de la Guerra de la Independencia, y los destrozos de ésta, se inician varios proyectos importantes de palacio consistorial. Pasando por alto casos que casi más bien tendrí­an mejor acomodo dentro de la arquitectura doméstica, porque a un caserí­o de pórtico en arco del siglo XVIII recuerdan los de Ispaster, Garay, Zamudio, Zeberio, me voy a detener en tres ejemplos que marcan una graduación.

El de Gernika, desaparecido en el bombardeo de la villa foral, se confió a Juan Bautista Belaunzaran (1814). Ningún elemento esencial recuerda allí­ la tradición de la arquitectura clásica. Podrí­a pasar por un ayuntamiento del siglo XVIII si no lo aclararan la documentación y algunos aspectos sutiles e inesenciales como las ménsulas talonadas que sostienen los balcones y la naturaleza geométrica de los canes del alero. La molduración de los arcos del pórtico y los vanos adintelados que a pesar de la fecha se definen por placas lisas a la manera barroca, hacen del edificio un elemento evidentemente arcaico, sorprendente en Belaunzaran, a quien conocemos, por otras obras, perfectamente dominador de lo clásico. Y en la misma onda, pero ahora con más razón puesto que se data en 1788, está el consistorio de Alegrí­a de ílava, igualmente con pórtico modulado por arquerí­a.

En otro registro, ahora ya perfectamente acorde con las fechas, hay que entender el diseñado por Silvestre Pérez para Bilbao (1819). Sometido a una parcela relativamente estrecha, acaso la misma del ayuntamiento viejo, su planta baja en porche de tres arcos se labra en severa sillerí­a, casi almohadillada, queriendo simbolizar la solidez de la institución municipal. Encima de este cuerpo van otros dos modulados en tres calles por columnas exentas toscanas gigantes unidas por arriba por un friso con fuerte cornisamiento recto con balcones superpuestos adintelados. Del agrado de la Real Academia de San Fernando, debió valorarse en él la acentuación de la fachada y la pureza del orden elegido. Nunca llegarí­a a construirse.

Sí­ se construyó, en cambio, aunque hace tiempo que ha cambiado de uso, el diseñado ese mismo año por Pérez para San Sebastián. Ocupa uno de los lados menores de la plaza de la Constitución y guarda semejanzas con el de Bilbao, aunque es mucho más grande. El principal valor estriba en la enfatización de la fachada a base de columnas toscanas, también del orden gigante, que definen sus cinco calles. Es el consistorio neoclásico más importante del Paí­s Vasco y una de sus propuestas edilicias más interesantes.

Otros palacios municipales de este estilo y de interés son los de Orendain, excesivo para ese lugar (atribuido a Olaguibel), Ordizia, muy trasformado, de Alexo de Miranda (1798), Ondárroa, adosado mezquinamente a la iglesia parroquial (Mariano José de Lascurain, 1850), Laguardia (Manuel íngel Chávarri, 1829), Aulestia, de nuevo un edificio excesivo, de Pedro de Belaunzaran (1843), Mañaria (Pedro Luis de Bengoechea 1860), etc.

Arquitectura asistencial

La asistencia sanitaria se habí­a entendido durante siglos como un asunto benéfico, de caridad cristiana, que desde la Edad Media era tenido como propio por la Iglesia y por asociaciones privadas, cofradí­as y particulares, vinculadas a las parroquias era mantenida este red de beneficencia. Ese es precisamente el caso de Bilbao, que tuvo un hospital gobernado por una Junta en la iglesia de los Santos Juanes, extramuros de la villa. Pero desde el siglo XVIII se van produciendo cambios en la legislación respecto de esos servicios que, a la postre, significarán un empuje a la construcción de hospitales.

Es el caso de ese hospital bilbaí­no, del que queda recuerdo en la topografí­a urbana, que iba a ser sustituido por otro, grandioso, en el mismo lugar que, a su vez, hace un siglo fue relevado de su función por el actual de Basurto. Muy mutilado en su interior en aspectos bastante esenciales, queda intacto su exterior.

Se trata de un edificio compuesto por módulos unidos entre sí­, sistema que precede a la moda de los hospitales de pabellones aislados que se impondrí­a por todas partes a finales del siglo. Sabiamente orientado a mediodí­a y organizado en forma de tridente con dos patios de galerí­as en arco soleados y ventilados, difiere del sistema renacentista español cruciforme, y del radial que dibujara Balls, y del poroso de Sabatini para Madrid. En cambio, parece una transcripción foránea de experiencias inglesas, de Plymouth, por ejemplo.5

Trabajado con una gran dignidad en lo que son los aparejos de sillerí­a y demás, hay que destacar su pureza neoclásica con los amplios vanos adintelados directamente vaciados en el muro, arreglados a disciplina de orden y simetrí­a y su imponente fachada de frontis tetrástilo de columnas toscanas, elemento que supone además, un hermoso ejercicio de perspectiva que luego imitarí­a Belaunzaran en Mallona. Se debe a Gabriel Benito de Orbegozo (1818) un hombre de negocios que habí­a sido alumno en la Escuela de Dibujo de Bilbao. Silvestre Pérez habí­a informado favorablemente el proyecto, con correcciones, como era lo habitual, y consta un proyecto alternativo que llegó a Madrid, de Agustí­n de Humaran, quien en 1823 pedí­a los emolumentos por los planos que hiciera y por la dirección de la obra.

Otro hospital neoclásico documentado es el de Santiago de Vitoria, en uso y muy transformado y recrecido, con la fachada rehecho y con un ala reciente. Bien orientado, lo trazó en 1804 Mateo Garay delante de un amplio espacio despejado extramuros de Vitoria.

La arquitectura del agua

Es tal el énfasis de ciudades, villas y aldeas -primero aquéllas y después éstas -de poner en práctica la utilidad de la higiene, que en torno a esa idea se genera una gran actividad de acometida de aguas saludables y de construcción de fuentes que merecen un epí­grafe aparte. Además, al menos en el Paí­s Vasco, supone un género con perfiles destacados, no escaseando los elementos de interés.

Tanto las poblaciones que las promovieron como los arquitectos que las realizaron tuvieron en gran estima este género, no resistiéndose los segundos a los encantos de encargos de éste tipo. Desde luego, es un género sensible que refleja bien la evolución del estilo neoclásico a través de las diferentes generaciones de artí­fices.

No es el de la arquitectura del agua un género nuevo en el Paí­s Vasco pues existen noticias y evidencias tanto en época cultural medieval (Labraza, Viñaspre) como renacentista (Bermeo) y barroca (Elorrio, Trucí­os, Oyón, Contrasta), pero no es menos cierto que la mayor parte de las fuentes monumentales del Paí­s Vasco se catalogan dentro del estilo neoclásico, precisando que las décadas centrales del siglo son las más pródigas porque es, cuando la idea de la salubridad (aguas, limpieza de las carnicerí­as y pescaderí­as) cuaja sin reticencias por las aldeas. Incluso, en muchas poblaciones, por ejemplo en todo el occidente alavés y Llanada Alavesa, la única manifestación del paso del estilo neoclásico suele ser su fuente pública.

La historia puede que se inicie con las dos fuentes diseñadas por Luis Paret (1785) para Bilbao por empeño del corregidor ilustrado Colón de Larreategui. El pintor rococó -que también diseñó las de Pamplona -propone dos versiones diferentes: una fuente en pilar, exenta y cruciforme para la plazuela de Santiago y otra adosada junto al embarcadero, en la plaza vieja. Los complementos: placas y jarrones no dejan dudas sobre la naturaleza vanguardista, para la fecha, de estos elementos.

Las fuentes en pantalla tienen como reina a la fuente del Perro en el Casco Viejo de Bilbao, sita donde estuvo antes el surtidor de agua de Los chorros de San Miguel. Esta fuente debe ser valorada sobre todo por dos cosas primero por su arqueologismo ya que el pilón es una transcripción de un sarcófago romano de estrí­gilos , y después por su vanguardismo, pues en la muy temprana fecha del año 1800, algunos años antes de que se divulgaran las experiencias traí­das desde Egipto a Europa por los dibujantes de Napoleón, ya se interpretan en Bilbao las columnas egipcias, las palmetas y los leones con su nemes . De la composición del porche de una casa en la rue des Colonnes en Parí­s, de época revolucionaria, debe de estar copiada la fuente de Bilbao, sin que sepamos -a pesar del esfuerzo de documentación que se ha hecho -quien pudo introducir aquí­ estas novedades que, por otra parte, no iban a tener consecuencias.

Entendido lo anterior, serí­a muy tedioso referir un listado de fuentes, ni siquiera aproximado. Señalaré, sin embargo, algunas más monumentales, ordenadas por tipologí­as. Dentro de la socorrida tipologí­a de columna (o pilar, u obelisco, se clasifica como muy señalada la honorí­fica a Vulcano en la plaza de Otxandio -tí­pico pueblo de herreros -de Martí­n de Saracibar (ca. 1850), maliciada hace tres o cuatro años por una desafortunada restauración, traducción de otra programada para glorificar nada menos que a Neptuno en la plaza de Villaro, dislate excesivo que se concretó al final en otra gran fuente, la de la Alcachofa , en esbelta columna, también de porte monumental.

Es sospechable que de cartillas de la Academia o de ejercicios prácticos de los alumnos, lleguen algunos de estos diseños porque a otro ejemplar de la capital, la fuente de la Castellana de Mariategui, 1833, recuerda mucho la fuente Urgozo de Amorebieta. Preciosas fuentes en columna son también las de Leza, Araia y Lagrán (1855) y más modestas las de Armiñón (1852, Saracibar), y la muy exótica. por su emplazamiento en el campo la de Berriozabaleta-Elorrio, de Miguel Elcoro. Y un guiño humorí­stico supone la de Azkoitia (1835, Lascurain) con su correcto jarrón de remate y sus dos toneles (sic), de donde mana el agua. A destacar también el obelisco de Landa-ílava.

Las fuentes en pantalla no les van en zaga. La primera por orden cronológico es la que Olaguí­bel diseñó para Haro (1794) y después la descrita de Bilbao. A destacar también las de Yécora, Villamademe, Ubidea, etc., que mantienen aún la unidad del estilo neoclásico.

De entre las fuentes en nicho, arcosolio o arco de triunfo, el ejemplo más sobresaliente, verdaderamente descollante, es el de Lanciego. Encuadrada en una fachada definida por pilastras y coronada por frontón recto, se aloja un nichal de medio punto para los caños y el pilón.

Como perfecto ejemplo de que las fuentes son muy sensibles a la evolución del estilo, traigo a colación las románticas de Durango. Dos de ellas son de Juan Antonio Eguren, año 1860, arquitecto local clasificado arriba en la tercera generación.

Este catálogo de elementos notables, en el que no faltan algunos de gran complejidad resueltos admirablemente por maestros casi desconocidos (caso de Miguel Elcoro y la fuente de Berriozabaleta) no puede empequeñecer otro mucho más amplio, que corre peligro de silenciarse, y que está plagado de profesionales de trayectoria muy modesta y elementos puramente funcionales. En estos y en otros casos, las fuentes suelen ir acomodadas a programas más amplios, abrevaderos y lavaderos populares (Azpeitia, de Lascurain, 1842), Hernani, Bóveda, Villamaderne, Tuesta, Lanciego, etc.

De todas ellas la más interesante parece la de Lanciego que va jerarquizando las funciones desde el surtidor al lavadero salvando ingeniosamente una servidumbre de paso esencial en esta población. Además, en algunos casos las fuentes se asocian a carnicerí­as y pescaderí­as (Markina, Durango). La evacuación de las aguas fétidas a rí­os próximos fue una precaución que se tiene en cuenta en estas instalaciones: matadero de Balmaseda, de Lorenzo Francisco Moñiz, la excesiva carnicerí­a de Bergí¼enda, con su pórtico y torre del reloj, etc.

Con las aguas saludables está relacionado otro género arquitectónico, el de las casas de baños, o balnearios, que cala en las costumbres antes que los de ola o de mar. Están documentados dos proyectos para el balneario en Cestona, de Miranda y de Ugartemendí­a, prefiriéndose el primero y cataloga- dos una serie de edificios de este tipo, constituyendo verdaderos conjuntos muy modificados en la actualidad. Reciclado para otros usos está uno de los ejemplos más importantes, el de Belerí­n, en Elorrio (1869).

Otros servicios

La utilidad pública que tanto pregona el ideario ilustrado no se agota con el panel de géneros y elementos tratados en las páginas anteriores; por el contrario, la arquitectura neoclásica tiene muchas más facetas, alguna de las cuales veré de pasada, mientras en otras me detendré con algo más de sosiego. Aun- que el primer elemento a tratar es el de los teatros, no se entienda que este epí­grafe se enuncia tan sólo para darle cabida, sino porque objetivamente tiene importancia para el conocimiento del estilo neoclásico en el Paí­s Vasco.

Dos de los tres teatros neoclásicos que conocemos interesan aquí­: son los de Vitoria y Bilbao, los dos desaparecidos. El primero es muy divulgado y obra de Silvestre Pérez (1817). El rigor de la oferta neoclásica de Silvestre está plasmada en grado máximo en este bello edificio vitoriano. Propone una compensada fachada que sobre la planta baja, que se adelanta al centro, aúpa un cuerpo rematado arriba por un resuelto cornisamiento recto, y en la alta tres calles definidas por columnas jónicas muy severas. Son del orden gigante y en su alzado hay ocasión de combinar ventanas adintelados y encima de ellas vanos termales, que aparecen también en los ejes laterales, más discretos pero afectos al sistema de la estereotomí­a bien cortada y apurada, algo también caracterí­stico de Silvestre.

Lamentablemente ha desaparecido y con él uno de los edificios más interesantes en su género, seguramente el que mejor plasmaba la claridad estructural, y el rigor austero de la burguesí­a ilustrada.

El Coliseo de Comedias de la calle Ronda de Bilbao tuvo vida efí­mera. Lo diseñaron Alexo de Miranda y Agustí­n de Hamaran en 1799. Es pues más antiguo que el de Vitoria pero tiene menos presencia exterior, por la sencillez de la fachada. Por el interior, en cambio, a juzgar por el diseño conservado, era un buen ejercicio de teatro clásico en elipse.

La afición al teatro, a las comedias, alentada por la burguesí­a que lo entendí­a como una forma más de educación popular era muy honda en Bilbao porque después de quemado el Coliseo de la calle Ronda funcionó otro, en precario, en una tejavana del Arenal, no faltando nunca empresarios dispuestos a tomar iniciativas en orden a construir teatros estables para dar espectáculos, pero siempre se encontraban con el mismo problema Bilbao estaba saturadí­sima y no habí­a forma de encontrar un espacio libre. Después, en 1839, se construirí­a con planos de Juan Bautista de Escondrillas el que antecede en el mismo paraje al actual Arriaga.

Género de edificio de servicios importante es el de las aduanas. Hay noticia de varias, algunas existentes en la actualidad. La más monumental y representativa es la de Orduña, que ocupa uno de los cuatro lados de la Plaza de Los Fueros. Es un edificio grandioso y apaisado, con cuatro crují­as rodeando un patio rectangular. La fachada principal presenta planta baja porticada para servicio de una tí­pica plaza de mercado, y encima dos plantas más. Por la parte baja se administra la sillerí­a caliza gris y por la de arriba el mampuesto. Todo es muy severo y rí­gido y la forma de modulación de los portales recuerda mucho el sistema diseñado por el joven Olaguibel para los Arquillos y la plaza de España de Vitoria. Por otra parte, la aparición de pórticos la hace muy diferente a otras aduanas como la que Sabatini diseñara para Madrid; probablemente los pórticos son exigencia del programa, orientada como está a la plaza.

En 1807 diseñaba Alexo de Miranda una magní­fica propuesta de Peso y Alhóndiga para Bilbao. Sito el edificio en el portal de Zamudio, no ha queda- do nada de él, salvo los planos, que ayudan a valorar al tracista como una gran figura, del mismo nivel que otros de los arquitectos ya consagrados en las antologí­as. En el piso bajo, en lo que era la fachada, formulaba un elemento ataludado de aparejo almohadillado y encima tres pisos con dos alas de dos ejes a los lados y otro gran cuerpo central modulado por columnas gigantes al centro. El remate era un rí­gido tablero horizontal afecto sólo a esta parte. Tuvo vida efí­mera.

De la Alhóndiga de San Sebastián, quedan fotografí­as. Acogida a una parcela estrecha, se plantea en fachada de tres eles y cuatro pisos con remate horizontal, todo flanqueado por dos columnas jónicas remetidas y del orden gigante, como las que se usan en las torres olaguiblescas de ílava. De carácter fuertemente estructural, fue trazada en 1829 por Ugartemendí­a; su desaparición constituye un pasaje a lamentar, común a otras situaciones de este mismo epí­grafe.

No han desaparecido, en cambio, algunos otros edificios también dedicados a los servicios, ni ciertos espacios de relación comunal de interés dispersos por la geografí­a regional. Me refiero, por ejemplo, a las escuelas de Durango, la de Kalebarrí­a, de Martí­n de Echaburu (1826), o la de Villaro de Pedro Luis de Bengoechea, (1862), excesiva ésta, o los paseu leku-bolera de Otxandio (Antonio Echanove ‘, 1828) o Villarreal de ílava, con sus pórticos adintelados de columnas clásicas. Clasicismo que se pierde en el antiguo Colegio Vizcaya, en Bilbao, de Pedro Belaunzaran (1847), edificio de registro mayor que está ya teñido de romanticismo, casi eclecticismo, por la laxitud con que se administran los elementos constructivos. Probablemente los arquitectos que atienden a los encargos de carácter monumental en las capitales son más proclives al cambio que los que andan dispersos por pueblos y aldeas. Y con esto se da respuesta a un interrogante arriba abierto.

Arquitectura doméstica

La casa, el lugar en que el ciudadano reside, habí­a interesado mucho en diferentes épocas de la historia del arte, en el Renacimiento italiano por ejemplo, con magní­ficos ejemplos dibujados y construidos por Palladio y en el Barroco inglés con Iñigo Jones. La Ilustración no se sustrajo a este interés por la morada del hombre y fueron muchos los comitentes y arquitectos que discurrieron acerca de la casa. Al respecto parece que existió en el Paí­s Vasco un especial interés pues es aquí­, en 1766, en época casi preilustrada, cuando imprime la Real Sociedad Vascongada de Amigos de Paí­s el ensayo Discurso sobre la comodidad de las casas…, aplicado en concreto el Palacio de Insausti, en Azkoitia, de la familia Peñaflorida.6 Con toda evidencia, rescata ideas ya olvidadas de la tratadí­stica renacentista, entre las que no podí­a faltar la comoditas de Alberti, como plasma en el propio tí­tulo, tamizada por la caracterí­stica austeridad de la burguesí­a de la época.

Sus tersas fachadas suelen ir privadas de molduraje, y hasta los vanos se vací­an directamente en el muro, definidos por grandes sillares de labra muy apurada. Carecen de ornato complementario como mensulones y ante- pechos y hasta de signos heráldicos suelen ir desprovistas; así­ que en ellas sólo resalta su tamaño y aspecto masivo, y una lí­nea de vanos apaisados en la planta alta, que es una referencia compositiva de la fachada que nunca suele fallar.

Aunque detrás de cada casa urbana siempre hay un proyecto de arquitecto o maestro de obra aprobado, en ellas se vuelven a reencarnar los constructores de casas , los albañiles y carpinteros tradicionales, y también los canteros, que con harta frecuencia trabajan en proyectos donde la economí­a de medios es la que priva.

Por su parte, la casa de labranza del área cantábrica, la más caracterizada del Paí­s Vasco, pierde ahora su interés tipológico, al desembarazarse del tí­pico zaguán barroco en arco, si bien éste sigue produciéndose en algunos entornos (costa oriental de Bizkaia) hasta mediados del siglo XIX. Aparte de estas excepciones costeras, por todos lados, por aldeas y anteiglesias, aparecen casas de labranza que para nada recuerdan al caserí­o tradicional: edificios cúbicos con tres ejes vanos y tres plantas, la última más reducida en altura. No se discriminan nada de las casas de las villas de este estilo, salvo por concebirse no adosadas sino exentas.

De esta guisa, las edificaciones domésticas de más interés son algunos caserones -éste creo yo que es el término más apropiado para la mayorí­a de estos edificios- de villas y ciudades, de las calles Santa Marí­a y Ronda de Bilbao, arrabales de Markina -varias de ellas pintadas- más alguna que otra dispersa en Elciego, Laguardia, Salvatierra, Paseo del Prado de Vitoria, Durango y, por supuesto, el conjunto de la Parte Vieja de San Sebastián. El escaso atractivo que para el neoclasicismo tiene la decoración labrada y los oropeles de los complementos de herrajes, carpinterí­a y heráldica es otro aspecto desfavorable para el aprecio de este género de arquitectura.

En este panorama apagado de las casas, por destacar algún grupo coherente, acaso deban citarse las casas curales, las abade etxeak de las anteiglesias, que se catalogan por las tres provincias y que suelen ser de este periodo: Arratzu, Lolu, Mendata, Ajangiz, Narvaja, etc.; todas parecidas y afectadas por la depuración ornamental.

Por eso, cuando algún edificio supera este marco anodino llama mucho la atención. Tal es la citada casa Insausti de Azkoitia, que casi no se clasifica bien aquí­ por su cronologí­a, la del arquitecto Echanove en El Campillo de Vitoria, el destrozado palacete campestre de Veena-Viana en Zeberio, con fachada de bello diseño plasmado en materiales paupérrimos, y la importantí­sima casa -palacio mejor -del obispo Dí­az de Espada en Armentia, con sus columnas gigantes, de gran potencia estructural, definiendo el eje central de la fachada, de Olaguí­bel (1806).

José Antonio Barrio Loza

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