
Organización jurisdiccional del territorio vizcaíno en los siglos XII-XIV (III)

3. CRECIMIENTO Y EXPANSIí“N. LA LUCHA POR EL CONTROL DEL TERRITORIO
Una de las medidas puestas en práctica para alcanzar tal objetivo fue la compra de solares inscritos en su teórico alfoz. En 1329 la villa adquiere a los albaceas de un vecino de Orduña los labradores, solares y mortueros que aquél poseía en Albia, lugar situado en la anteiglesia de Abando y por tanto dentro de ese espacio teórico, carente de toda unidad política, que es el alfoz bilbaíno. Una referencia que al mismo tiempo no viene sino a intensificar la imagen intrincada que de las jurisdicciones de la zona se venía realizando.
La segunda de las soluciones que amplían la capacidad política y el poder económico de la villa es el privilegio, al que los señores sucesivos de Vizcaya, incluidos los reyes de Castilla a partir de Juan I, recurren en numerosas ocasiones para intensificar las relaciones comerciales de Bilbao, al punto de convertirse pocos años después de su fundación no sólo en el centro urbano más importante de Vizcaya sino en el puerto cantábrico de mayor relieve de la Corona castellana por tráfico comercial. Etapas fundamentales en este sentido fueron la concesión del privilegio de monopolio comercial dado por María Díaz de Haro en 1310, que prohibía toda compraventa en el camino que va de Areta a la villa, ampliado en el último cuarto del siglo con la prohibición, sancionada por el futuro Juan I, que impedía la constitución de ninguna nueva villa en todo el territorio antes citado. A partir de ese momento, y gracias a tales impulsos, se detecta una evolución hacia un comportamiento más agresivo con las poblaciones circundantes por la posesión efectiva del territorio. La villa aprovecha así el privilegio como el medio más directo para lograr dos objetivos fundamentales.
3.1. Monopolios y agresiones comerciales
El primero radica en el sometimiento comercial de todo su entorno, llevando incluso más allá de su teórico alfoz (que incluye también la jurisdicción sobre las riberas de la ría hasta el mar, salvo el espacio reservado a la villa de Portugalete) tales pretensiones, para lo que deberá entrar en conflicto no sólo con el ámbito rural sino con otras estructuras urbanas que surgen en las proximidades –Portugalete (1322) y Miravalles (1375)–, anulando con ello las tesis que hablan de un marco de enfrentamientos interpretados exclusivamente sobre las variables campo-ciudad, dado que la villa, como una estructura más del sistema feudal, entra en conflicto con cualquier elemento que se interponga a sus intereses sin importar los caracteres que lo identifiquen, intentando siempre ampliar el marco político que le garantice ejercer un dominio explícito sobre toda la red de intercambios de su hinterland económico.
Los privilegios ponen por tanto las bases a un enfrentamiento que las fuentes ilustran sobradamente en la segunda mitad del siglo xv. Así, toda la ribera del tramo vizcaíno del Nervión se convierte en un tablero de ajedrez en el que se juega la capacidad del concejo de Bilbao por mantener la letra de sus privilegios, impidiendo todo intercambio de mercaderías en cualquier punto geográfico perteneciente a su monopolio, aunque no siempre la victoria sonría de forma total al centro más fuerte. En 1458 Arrigorriaga consigue una sentencia favorable del corregidor de Vizcaya por la que se regula la compraventa de provisiones en la anteiglesia, actividad comercial a la que Bilbao, lógicamente, se oponía por quedar inscrita en el ámbito privilegiado con el monopolio más de un siglo antes. Más allá de la casuística que muestra este documento, resulta de particular interés al evidenciar la aparición en el litigio de procuradores de las anteiglesias de Abando, Zarátamo y Barakaldo, que muestran cierta actitud corporativista de la Tierra Llana al denunciar de forma conjunta los abusos de la villa bilbaína, que prohibe la «reventa de pan, vino y cebada y cualesquier legumbre» en sus territorios jurisdiccionales, recordando que Bilbao no puede ejercer sobre ellos ningún derecho porque no le pertenecen, a pesar de que la anteiglesia de Abando, como ha quedado dicho, quede inscrita en su teórico alfoz.La colección de referencias y pleitos no sólo ocupa decomisos de pequeñas ventas, también se han documentado secuestros de naves atacadas por vecinos de las anteiglesias, que son utilizadas por Bilbao de forma ilegal, o, entre tantas otras, las descargas de sal llevadas a cabo por la anteiglesia de Barakaldo descubiertas y decomisadas por la villa, lo que no hace sino mostrar su objetivo de prohibir toda actividad mercantil ajena en las riberas de la ría, salvo el derecho reconocido en su jurisdicción a la villa de Portugalete. De igual modo dirige sus esfuerzos a proteger los intercambios que se realizan dentro de sus muros, tratando de impedir el acceso de foráneos al tráfico de pequeña escala con los productos más sensibles de su mercado, como por ejemplo el hierro: así, a ciertos judíos se les prohíbe directamente toda transacción, mercaderes de diferentes puntos de la península italiana ven vetada la posibilidad de la saca de vena de hierro…
Todo ello escenifica un juego de intereses en los que prima el carácter proteccionista con el que todo centro urbano interpreta las transacciones económicas realizadas en su mercado, siempre combinado, además, con medidas monopolísticas ejercidas sobre su hinterland rural, que procura garantizar la supremacía económica de la villa más allá de su estricto marco geográfico al disponer de las provisiones necesarias para equipar a las tripulaciones que, atracadas en sus muelles, relacionaban económicamente a Bilbao con la fachada atlántica europea, a través de un numeroso grupo de mercaderes bordeleses, bretones, ingleses, irlandeses y flamencos, o con los principales centros comerciales del Mediterráneo, representados por las ciudades de Génova, Florencia y Venecia. Y, cerrando un círculo que explica por sí solo todas las actuaciones anteriores, aparece la necesidad de Bilbao de mantener un efectivo control de la ribera de la ría (como le era reconocido en la carta puebla) para garantizarse ese abastecimiento fundamental que asegurase provisiones al importante número de comerciantes que llegaban hasta sus plazas, lo que a su vez obligaba a controlar las anteiglesias enclavadas en las mismas, forzando a las mismas a vender todo en la villa e impidiendo la descarga de artículos comerciales en ellas, pues se cercenaba un porcentaje de los derechos fiscales a los que tenía acceso la villa, llegando al extremo de prohibir la saca de víveres para consumo personal a los vecinos de la misma que vivían en los arrabales.
Si el caso de Bilbao es aquí el más complejo por la confusión de jurisdicciones que ofrece un término exclusivamente teórico, el ejemplo puede ampliarse a Bermeo, Lequeitio, Durango, Plencia y a cualquiera de las restantes villas y ciudades de toda Castilla. Este hecho permite inferir que los pleitos entablados por los centros urbanos con su entorno rural no pueden ser interpretados, como ya se ha indicado, a partir de las tensiones derivadas de la diversa naturaleza jurídica de ambas entidades de población, diferencia entendida en muchas ocasiones como la fuerza que empuja de forma irrevocable al conflicto endémico, propio del choque entre dos sistemas antagónicos. Más bien es la pugna por el control de las fuentes de riqueza dentro de un mismo sistema lo que lleva a las diferentes poblaciones a la lucha, tengan o no éstas idénticos caracteres jurídicos.
3.2. Intentos de expansión política
El segundo objetivo, directamente relacionado con el anterior, persigue la traducción de esa superioridad comercial en la sujeción política de hombres y de tierras, que al mismo tiempo busca contraponerse a la capacidad política de las familias hidalgas de la Tierra Llana, para lo cual la aportación del señor de Vizcaya –interesado siempre en frenar ésta– resulta fundamental. Todo ello puede observarse claramente a través del estudio de la donación realizada en 1375 por el infante don Juan. En ella se otorga la vecindad en Bilbao a los labradores de las anteiglesias de Galdácano y Zarátamo y el control de los términos jurisdiccionales de las mismas al concejo bilbaíno –salvo, una vez más, las tierras que fuesen patrimonio de las familias hidalgas–. Por otro lado se donan los labradores y términos de Arrigorriaga a la villa de Miravalles, fundada poco antes sobre el espacio que se venía anteriormente reconociendo como monopolio comercial de Bilbao, que lógicamente protestó calurosamente tal fundación.
La historiografía ha encontrado la motivación para tales decisiones en el intento por parte del señor de Vizcaya de defender a los labradores y comerciantes que sufrían los excesos cometidos por la pequeña nobleza vizcaína, que intentaba paliar con robos, usurpaciones y desórdenes varios la caída de la renta feudal y la pérdida de poder político y económico provocadas por las carestías y desasosiegos propios de la crisis del siglo xiv. Ante tal situación, el infante-señor estaba obligado a buscar soluciones institucionales para poner freno a tales abusos. En esta clave han sido interpretadas las fundaciones y el avecindamiento de labradores de ciertas anteiglesias en las villas más próximas, como ha quedado de manifiesto a través del testimonio anterior, que tienden a reorganizar las partes más débiles de la población en espacios más seguros, así como a insertar en espacios institucionalmente diversos –las villas– tierras controladas ampliamente por las familias hidalgas.
A pesar de ello, una de las consecuencias directas que provocó tal reorganización fue la aceleración de las tensiones existentes entre los concejos urbanos y dichas familias nobiliarias, que veían avanzar la jurisdicción de aquéllos sobre términos cada vez más amplios, convirtiéndose en serios competidores –sobre todo Bilbao– en la lucha por el control de unas rentas que aparecen cada vez más diversificadas al no quedar estrictamente basadas en la posesión eminente de la tierra, sino también en la actividad comercial, la producción industrial –sobre todo de hierro– o la adquisición de privilegios y cargos concedidos por la hacienda real, lo que a su vez provocó un cambio en la naturaleza de las relaciones entre los centros urbanos y el mundo rural vizcaíno sin que por ello mutara la caracterización de tales relaciones, ya que el sistema feudal se mantiene inamovible63. Contemporáneamente, tales relaciones y conflictos permiten interpretar la naturaleza que en Vizcaya posee el proceso de señorialización documentado en toda Castilla durante el siglo mv, así como su intensificación a partir del ascenso al trono de la casa de Trastámara. En el Señorío, las protagonistas principales de tal proceso serán las villas que, como Bilbao o Miravalles, consiguen un aumento del número de labradores –mayor número de tributarios a encabezar en las partidas del pedido– así como un mayor peso político en el territorio.
¿Pero se puede sostener, como en estudios ya clásicos se ha hecho», que el concejo actúe en estos casos como una institución señorial?, ¿que su proyección territorial y su actuación política y económica dentro del sistema feudal sean semejantes alas que realiza el estamento nobiliar como tal? Los ejemplos que han sido explicados hasta el momento nos muestran a las villas interesadas en aumentar, a través de una amplia panoplia de medios, su marco de intervención jurídica, política y económica, adoptando a veces estrategias que se asemejan a las utilizadas por la nobleza. Pero la gran diferencia que separa a este estamento del conjunto de villas y ciudades está en su identificación, a pesar de su heterogeneidad, como agente social específico, definido por una serie de principios y de códigos reconocibles tanto dentro del grupo como fuera del mismo. No parece que esta opinión pueda extenderse o ser compartida por el sistema concejil, siendo éste un marco político perfectamente integrado en el sistema feudal, pero en el que conviven variadas fuerzas que actúan en su seno con el ánimo de ejercer su influencia para dirigir en beneficio propio la política del concejo. O aun, en un caso más claro, cuando su capacidad de actuación queda totalmente yugulada al caer en la dependencia directa de una familia señorial, como en el caso de los numerosos concejos convertidos en centros señoriales por las casas de Velasco, Ayala, Mendoza o Guevara.
En el caso estudiado pueden observarse las dos realidades apuntadas, tanto la lucha de los linajes en el marco de la política cotidiana del concejo, como el intento directo de conquista de un sistema concejil por parte de una casa nobiliaria. El primero de ellos ilustrado a través de la influencia que en el gobierno de los concejos realizaron ciertos segundones de las familias hidalgas del territorio –un fenómeno observable desde el nacimiento de las villas, pero que alcanza su momento de máxima expresión en los siglos XIV y XV–, y que en nuestro caso puede ser seguido a través de los pleitos mantenidos por las villas de Bilbao y Portugalete sobre el disfrute de los derechos de prebostazgo de las mercaderías descargadas en sus puertos, que no es sino un conflicto entre los linajes de Salazar y Leguizamón por el dominio de «una plataforma de control político envidiable para estas oligarquías». No debe, por tanto, ser confundido como una actuación orgánica del concejo por el control de unos recursos necesarios para su crecimiento, sino como la acción singular de un miembro de su elite que piensa en el enriquecimiento de su propio linaje.
Por otro, el protagonizado esta vez sí por una de las casas nobiliarias más importantes del reino, los Ayala, que somete –insatisfechos de las aldeas ya conseguidas en el siglo XIV- durante toda la segunda mitad del siglo xv a gran presión todo el territorio orduñés con la intención de obtener su dominio efectivo, actitud que fue creciendo desde unos primeros y tímidos intentos de usurpación de términos hasta la ocupación militar de la misma, dada la negativa del concejo a admitir la donación que de ella se hizo al mariscal de Ayala. Tal proceso muestra cómo el conflicto no puede ser considerado como una lucha intraclase –derivación lógica si se entendiese que la villa es en sí misma un señor–, ya que el señorío que ejerce Orduña sobre su territorio viene administrado por las fuerzas que cohabitan en el marco de relaciones constituido por el gobierno concejil y no por una fuerza señorial equiparable al linaje de Ayala.
Tan sólo el detenido estudio de los mecanismos de relación creados por las elites concejiles y los linajes del mundo rural podrán aclarar en gran medida el debate que sobre la identificación del concejo como institución señorial se viene sosteniendo desde hace ya algunos años. En todo caso, los dos ejemplos hasta aquí estudiados inducen a una interpretación del gobierno de la villa como un marco de relaciones de poder perfectamente inscrito en el sistema feudal, que ejerce –sí– un señorío sobre una jurisdicción determinada, pero que en ningún caso puede ser entendido como una entidad señorial en sentido estricto, pues sus orígenes, su evolución y su conformación política se diferencian significativamente del concepto de señorío con el que habitualmente se reconoce a un linaje nobiliario.