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La crisis bajomedieval (las bases de la economí­a)

La crisis bajomedieval (las bases de la economí­a)

Hemos comentado en capí­tulos anteriores la naturaleza de la vida económica del te­rritorio que nos ocupa, basada en una explotación agropecuaria combinada con el aprove­chamiento directo del bosque. El papel hegemónico del sector ganadero parecí­a indiscuti­ble –tal y como ocurre en general en Bizkaia– anteriormente a la fundación de la villa, constatándose la existencia de esta actividad desde tiempos prehistóricos.

En los siglos bajomedievales este panorama se alterará de manera progresiva siendo dos las principales novedades: por una parte la ganaderí­a abandonará su papel hegemóni­co para convertirse en mayoritario, ante el lento pero progresivo avance de la dedicación agrí­cola –cuyos resultados estarán, sin embargo, muy lejos de lograr el autoabastecimien­to– y, por otro lado, la actividad mercantil ocupará también un lugar importante en la eco­nomí­a orduñesa; el carácter deficitario del cereal vizcaí­no obligará al aprovisionamiento desde el exterior. Alava, Briviesca, la Bureba y Tierra de Campos serán los lugares –entre otros– abastecedores, y en una de las principales ví­as de entrada al señorí­o encontramos la ciudad de Orduña. Esta situación de bisagra entre la desabastecida Bizkaia y el Sur rico en granos propiciará que, además de consolidarse una ruta comercial, Orduña vea relativa­mente asegurado su propio abastecimiento, como veremos posteriormente.

Por lo que respecta a la actividad agrí­cola, ya hemos visto cómo se documenta su exis­tencia mucho tiempo antes de la fundación de la villa. En los siglos XIV y XV se observa un incremento –en toda Bizkaia– del terreno cultivado, y debemos suponer que el valle or­duñés adopto más fácilmente esta tendencia que las tierras altas de la hoy denominada Junta de Ruzabal. A pesar de ello, debido al auge demográfico del s. XV, también en las aldeas se hizo obligatorio incrementar la producción agrí­cola, como elemento indispensable para la subsistencia; en las aldeas, la alusión más antigua documentada se halla en una senten­cia-ordenanza de 1424 referente al monte común de Belandia y Mendeica: en ella se indi­ca que la sanción a aplicar por corte de roble por el pie son tres cuartas de trigo, producto cultivado sin duda en la zona.

Serán los los cereales los productos preferidos para su cultivo y, entre ellos, los pre­feridos en toda la cornisa cantábrica: trigo, cebada, mijo, centeno y avena. De nuevo un do­cumento referido a las aldeas de la Comunidad de Ruzabal -Ordenanzas de 1516- nos ci­tan los cultivos que debí­an ser los propios del lugar:

«(…) quisieren sembrar algún aria así­ trigo como cebada o avena, habas o lino y alubias o cualquier otra menudencia (…)».

Los diversos cereales se cultivaban, normalmente, en espacios dedicados especifica- mente a este fin, que recibí­an el nombre de heredades y que, para su defensa frente al ga­nado, debí­an estar cerrados. El cerramiento implica dos ideas fundamentales en los mo­mentos que estamos analizando: por un lado es un indicio de la hegemoní­a del sector ga­nadero, al que se enfrenta una creciente actividad cerealista -o incluso vití­cola a frutí­cola-, lo cual provocará, principalmente a fines del s. XV, cuando este proceso se acelera, dispu­tas entre ganaderos que tratan de excusar la entrada de sus animales en las heredades, y agricultores ví­ctimas de los daños que éstos ocasionan.

Por otra parte, la existencia de cerramientos supone la más gráfica señal de propiedad individualizada, puesto que delimita un espacio privado que se opone a la idea de gran pro­piedad colectiva de la cual hablábamos en siglos anteriores.

El estí­mulo al cultivo del cereal al que nos referí­amos anteriormente, y el cual se pro­dujo a finales del s. XV, hizo que las roturaciones alcanzarán ejidos y baldí­os; esta comunidad, como todas las preindustriales, necesita amplios espacios para asegurar unos mí­nimos de producción, y una población creciente como la de estos años demanda necesa­riamente una producción agrí­cola de mayor volumen. De nuevo el choque tiene lugar con los intereses de los ganaderos por una parte, y con los intereses del colectivo de la pobla­ción por otra, ya que lo que se está «invadiendo» es terreno comunal. Un documento don­de dos vecinos de Belandia solicitan permiso para levantar y roturar cada uno 5 aranzadas en los ejidos, donde menos perjuicio suponga, es un claro reflejo de lo expuesto.

Presumimos que el viñedo ocupaba un lugar de importancia en la producción orduñe­sa de la época, e incluso cabe aventurar que su cultivo se adelanta en el tiempo a la que es habitual en tierras vizcaí­nas. Lo cierto es que el obstáculo que supone el clima para el cultivo vití­cola no evitó que, en la segunda mitad del s. XIV se documenten tierras dedicadas a él en el entorno rural de las villas del señorí­o; pues bien, una sentencia otorgada en 1321­1322 tras un largo pleito entre el Cabildo de S. Andrés de Armentia y los iglesias del valle de Orduña por negarse éstas al pago de los diezmos que tradicionalmente habí­an efectua­do, menciona la producción de vino con lo que nos adelantamos, ciertamente, a las refe­rencias de otros lugares del señorí­o. Se habla de «las cuartas de los diezmos de vino, uvas, manzanas y sidra, que se lla­ma vulgarmente bevrage» lo cual implica dos observaciones: por un lado la aportación que se realizaba alude a las uvas y al producto ya elaborado. Por otra parte, el hecho de que sea objeto de diezmo indica que su producción debí­a ser relativamente elevada. En el global de señorí­o nos en­contramos con parcelas que permitirí­an a cada propietario obtener el vino necesario para su propio consumo (108). Posteriormente la producción alcanzarí­a a abastecer a un mí­nimo mercado; llegado ese momento los vecinos de las villas protegí­an su venta haciéndola prio­ritaria con respecto a la de los vinos foráneos, de mejor calidad pero al mismo tiempo de mayor precio. En el caso orduñés nos encontramos con una producción notablemente más temprana, ya que en el citado documento se alude a la tradición de estos pagos; cabe su­poner que, siendo objeto de diezmo, la producción vití­cola debí­a tener asimismo una tradi­ción en la zona.

Otro dato interesante que nos aporta esta sentencia es la coexistencia del viñedo y el manzanal. Cuando, a fines del s. XV –como época común para toda Bizkaia– tenga lugar una mayor expansión del viñedo en torno a las villas, ésta se realizará a costa del manza­no. En fechas tempranas del s. XVI, las referencias a la producción de vino y su produc­ción se hacen abundantes. Como ejemplo, en 1509 las ordenanzas de la ciudad imponen medidas proteccionistas a la venta del vino local, cuyo volumen de producción debí­a ser elevado, ya que se comercializaba, y en las de 1518 se indica que no hay guardas su­ficientes para vigilar los parrales, viñas y heredades, por lo que las bestias producen graves daños en ellos.

Antes de que la expansión vití­cola se produjese el manzano era el frutal más extensa­mente documentado en la Baja Edad Media. Si el déficit de granos será una caracterí­stica definitoria de la Bizkaia de la época, igualmente lo será su riqueza arbórea, incluidos los frutales, entre los que destaca claramente el manzano, fuente al mismo tiempo de fruta y de bebida (la sidra) y protegido por la legislación foral. Su existencia en territorio ordu­ñés se remonta, en cuanto a la documentación se refiere, al siglo XI, como vimos anterior­mente, y la cita de sentencia de 1321-1322 nos indica que, al igual que el viñedo, su pro­ducción debí­a ser importante puesto que era objeto de pago de diezmo. Unicamente estos dos productos disfrutarán de la posibilidad de atender a las necesidades del mercado. Los cereales, a pesar de la expansión de fines del siglo XV, no alcanzarán el nivel suficiente pa­ra garantizar siquiera el autoabastecimiento.

No debemos olvidar tampoco otros frutales como el nogal o el castaño, árboles capi­tales por servir de importante fuente de alimentación para la población de la época.

Por lo que al régimen de propiedad y explotación del espacio agrí­cola se refiere, ob­servamos un proceso paralelo al que se desarrolla en el ámbito urbano: la progresiva indi­vidualización del espacio. Las villas nacen con un concepto individualizador de la propie­dad, relacionado con el tipo de actividades propio de estos núcleos y con un régimen jurí­­dico que, en materia de propiedad, contrastará con el amplio derecho de utilización del bos­que y monte que debió disfrutar el vizcaí­no hasta, aproximadamente, comienzos del s. XIV. En ellas las explotaciones adquieren caracteres de notable fragmentación, a diferencia de la Tierra Llana.

Parece posible que en el valle orduñés la individualización se produjera de manera más generalizada que en las aldeas de la zona alta, donde la actividad ganadera seguirá pri­mando; esta dedicación exige grandes extensiones de terreno, y su misma naturaleza mon­tañosa dificultará además la apropiación individual de la tierra. Sin embargo, también en las aldeas las propiedades privadas aparecen citadas en las fuentes más antiguas del siglo XV, donde este tipo de propiedades se designa con el término «pieza».

Sin embargo, aunque el avance de los terrenos agrí­colas provoque este proceso de in­dividualización del espacio, no significa esto la desaparición de las propiedades comuna­les. Aunque éstas también experimenten transformaciones, seguirán existiendo, ligadas a la actividad ganadera, al uso del monte y el bosque. Aunque sobre ello volveremos más ade­lante, podemos adelantar que, en algunos casos, ambas concepciones de la propiedad se en­trelazan; se documentan casos en los que se acota una tierra pública –de uso pecuario– pa­ra uso particular con una finalidad agrí­cola. Una vez recogida la cosecha la era vuelve a cumplir una función comunitaria de pastos. Este fenómeno corrobora la idea de un crecimiento en la segunda mitad del s. XV, que empuja a nuevas fórmulas de ocupación del espacio con fines a aumentar la producción cerealera.

Para comenzar a hablar del sector ganadero es inevitable mencionar de nuevo la im­portancia que tuvo en la vida vizcaí­na bajomedieval la diversificación económica que pro­vocó que el carácter monopolí­stico de la ganaderí­a fuera sustituido por el de mayoritario; en el caso orduñés debemos distinguir además entre el casco de la villa y las aldeas de la zona alta. En el primer caso ya hemos visto cómo la actividad agrí­cola va ganando impor­tancia, mientras que en la Comunidad de Aldeas se mantendrá una hegemoní­a ganadera, estimulada por la propia topografí­a que dificulta una producción agraria extensiva al tiem­po que las laderas de la sierra proporcionan abundantes pastos. Como ya veí­amos, las es­taciones pastoriles de Mes avalan la existencia de esta actividad desde los primeros testi­monios de ocupación de estas tierras, y la documentación posterior nos da idea de la im­portancia que para sus pobladores tení­a la protección de los recursos que la garantizaban; Salazar indica que de los 13 documentos referidos a Ruzabal fechados en el s. XV, 12 alu­den de modo directo o indirecto a la actividad pecuaria.

No queremos decir con esto que en el valle de Orduña no se le diera importancia a es­te sector. El hecho de que las aldeas puedan ser consideradas el «saltus» orduñés, frente al «ager» de la llanada, no significa que en este segundo ámbito la ganaderí­a quedase relega­da; eso sí­, se reducí­an sus efectivos ante –sobre todo en la segunda mitad del XV– una po­blación creciente que demandaba mayor cantidad de grano y que diversificaba su econo­mí­a.

Salazar distingue en Ruzabal dos tipos de ganado, el de labranza y el de monte, ca­racterizando el régimen económico agrí­cola y el pastoril, y señala cómo las primeras men­ciones a las especies de ganado surgen en tomo a la problemática de los daños que los ani­males producen en los sembrados. En las sentencias relativas a esta cuestión, el ganado se clasifica en: ganado mayor (bueyes, vacas, rocines y mulas), de cerda y menor (cabritos y corderos). Se establece una amplia casuí­stica atendiendo a diferentes variantes; el tipo de ganado, la época del año en que se producen los daños, el tipo de sembrado dañado, o la nocturnidad.

Los terrenos dedicados a la ganaderí­a para el conjunto del señorí­o son los siguientes: por un lado los ejidos, baldí­os y dehesas, que serán espacios comunes, como el llamado Prado de Orduña, situado a la entrada de la ciudad, a medio km. de su casco urbano y que, como veremos, sufrirá cambios en su titularidad, aunque mantendrá su carácter colectivo. Por otro lado los montes, que podrí­an ser comunes o particulares, y que en el caso de Or­duña son comunes aunque con diferencias, según los casos, por lo que respecta a quienes gozan de su aprovechamiento. (De este punto nos ocuparemos más detalladamente en el ca­pí­tulo dedicado a los montes). Finalmente los seles, terrenos de pasto que tienden a ser in­dividualizados, privados. Salazar apunta la existencia de uno de estos seles en el Prado de la ciudad, basándose en el término «Gelequbi» que aparece en la documentación.

La actividad ganadera exige la existencia de una propiedad amplia; en oposición a la tendencia individualizadora de los espacios dedicados a la agricultura, la propiedad de las tierras ganaderas seguirá siendo de carácter comunal. Pero a fines del s. XV se están pro­duciendo una serie de transformaciones en la ciudad que afectarán a todos sus ámbitos. Al tratar el tema del gobierno municipal observaremos un proceso en el cual el término «con­cejo», antes significante de la colectividad de todos los vecinos, pasa a ser sinónimo del Re­gimiento, es decir, del órgano de gobierno municipal. No cabe duda de que esto debe afec­tar de algún modo a esos terrenos pertenecientes al colectivo de vecinos; se produce el trán­sito de la propiedad comunal a la propiedad patrimonial, es decir, que terrenos de uso co­lectivo, como el Prado de la ciudad, seguirán siendo del concejo, pero entendido éste en su nuevo significado.

Ya el hecho de la fundación de la villa significó una restricción de los derechos de uti­lización de los pastos, al ser los vecinos «los que tuvieran casa en el lugar o moraran en la ajena» los únicos que podí­an ejercer ese derecho. El proceso anteriormente explicado, y que tiene lugar posiblemente en la última parte del s. XV, restringirá aún más el uso de los pastos, antes directo, libre y gratuito por parte de los vecinos, siendo a partir de ahora una autorización municipal y el pago de algún canon. La ordenanza del ayuntamiento de Or­duña con fecha de 29 de julio de 1491 permite a los vecinos de Ruzabal que lleven sus ga­nados a pastar a la Sierra Salvada cuatro meses al año (de mayo a agosto) y regula algunos aspectos ganaderos. Este documento nos confirma la necesidad que mencionábamos de obtener el beneplácito del concejo para la utilización de unos bienes antes comunales, ahora patrimoniales. Pero además nos informa de la existencia de un tipo de trashumancia de media distancia, habitual en las múltiples mancomunidades del territorio vasco: durante los meses de verano se sube el ganado a zonas de la meseta, bajándolo en invierno a las zonas más templadas de las aldeas. El mismo tipo de trashumancia practicaban veci­nos de los barrios de Ripa, Cedélica, Casasblancas y la Rueda.

Para hacernos una idea de la importancia de la actividad ganadera en este territorio tengamos en cuenta este dato: los vecinos de la Junta de Ruzabal consiguieron en 1491 que la ciudad les ayudase en la apertura de los caminos para realizar el estiaje; pagos con este fin seguirán realizándose durante siglos por parte de la ciudad.

Además de este tipo de trashumancia existí­a una de carácter local, diario, y en ambos casos encontramos una vigilancia del ganado que nos invita a realizar estas reflexiones: por un lado, la estricta regulación de penas y daños causados en los sembrados nos dan idea del conflicto surgido a partir de la implantación de zonas de cultivo en unas tierras, hasta ese momento, exclusivamente ganaderas. Por otra parte constatamos un sistema colectivista del pastoreo, en el cual la tutela de los animales se realiza según diferentes modalidades: exis­ten «pastores o compastores asoldados», es decir, pastores de oficio a los que se pagaba por su tarea, y «pastores a ganados por vez», esto es, los mismos vecinos que, por turno, cui­daban del ganado.

La riqueza ganadera tiene, evidentemente, el trasfondo fí­sico del monte y el bosque, pero estos ámbitos suponen una fuente de riqueza para los vecinos que va mucho más allá de ser simple lugar de pastoreo. Orduña, independientemente del avance de la dedicación agrí­cola de la llanada o de la diversificación económica en base a su carácter de mercado, continuará experimentando un altí­simo nivel de dependencia con respecto al bosque y al monte puesto que, al igual que ocurre en el resto del señorí­o, –y en todo el occidente me­dieval– en ese ámbito encontrará el suministro principal para sus necesidades. Su aprove­chamiento dará origen a dos fenómenos importantes: por un lado, una intensa polí­tica de protección de esta fuente de riqueza para la comunidad a la que pertenece. Por otro, una pugna por ampliar, o mantener según los casos, la extensión en la que es posible ejercer el derecho de aprovechamiento. Si en el contexto urbano asistí­amos a un enfrentamiento de intereses entre particulares, comunidad –como el que nos revelaba por ejemplo la cuestión de los hastiales de la plaza– y ciertos terrenos comunales de dedicación ganadera eran ob­jeto de patrimonialización por parte del concejo –como ocurrí­a con el Prado de la ciudad–, el monte y el bosque comunales no serán ajenos a este fenómeno de finales de la Edad Me­dia. En este caso serán las diferentes entidades locales, en pleno proceso de delimitación de su espacio polí­tico-administrativo, las que lucharán por el aprovechamiento de estos terre­nos. Orduña es un claro ejemplo de ello, como veremos al comentar las pugnas sostenidas con la tierra de Losa, interesada como Orduña en ejercer sus derechos sobre la mayor ex­tensión posible de Sierra Salvada.

Retomando la idea de lo importante que resulta el aprovechamiento forestal para co­munidades como la orduñesa señalaremos que éste se diversificaba del siguiente modo: de una parte, si hasta el siglo XV no se convierte en piedra ni se generaliza el utillaje de hie­rro en el occidente europeo es fácil entender el papel que tiene la madera en todos los as­pectos. Salazar recoge un documento –20 de mayo de 1452– en el que se indica

«que cada e guando alguna de sus partes quisieren facer casa o otras edificaciones que cada una de las partes de un omen o dos los cuáles ayan poder de guardar los dichos montes e tasen e den la madera que cada uno de­be cortar».

El reparto de leña, igualmente importante, era considerado una cuestión de necesidad, al margen de sus posibilidades económicas y especulativas. Ordenanzas de épocas poste­riores nos indican que este acto se realizaba mediante un sorteo, y con muestras de preo­cupación por parte de los órganos de gobierno por establecer unas normas al respecto.

Finalmente, el alimento del ganado supone otro importante capí­tulo de los aprove­chamientos directos del monte; no ya como lugar de pasto solamente, sino por los frutos de los arboles también. El ganado porcino será el gran beneficiado en este sentido.

Por lo que se refiere a las especies de árboles existentes en nuestro territorio, ya nos hemos hecho eco de la importancia del manzano, y junto a él, debemos destacar el castaño como fuente primordial de alimento; a ellos se suman otros árboles como el roble, la enci­na y el haya principalmente, fruto de unas condiciones climáticas y fí­sicas idóneas. Ya en 1424 se documentan sanciones por la corta de roble, y en 1465 se hacen referencias al ave­llano y al arce. Los libros parroquiales y la documentación notarial se refieren a la ri­queza de los hayedos y a las hayas de la Peña de Orduña y de la Sierra Salvada, empleados en obras, retablos, a veces como elementos de sostén o cimbrias en la construcción, como las ayomas que se emplearon en 1559 en la erección de las últimas bóvedas de Santa Ma­rí­a de Orduña. En fechas algo anteriores también encontramos citado el «haedo de Lendoño de Suso».

Ya desde fines del s. XIII, estos aprovechamientos a los que nos hemos referido van adquiriendo un valor creciente, a lo que hay que añadir el hecho de que el monte es, ade­más, espacio en el cual pueden desbordarse unidades familiares menores desgajadas de la familia extensa. Estos particulares protagonizaron una pugna con las comunidades titulares de estos montes; pero inicialmente, la instalación de particulares se realizó por obra de per­sonas poderosas, que consiguieron apropiarse terrenos comunales ya en los siglos XIV y XV en Bizkaia. No parecen, sin embargo, encontrarse referencias a montes de particulares en el territorio orduñés; parece ser que la demanda de productos forestales no sobrepasa la oferta del monte público, o quizá hubo intentos, frustrados por la fuerte protección muni­cipal, por lo que no parece darse esa apropiación de comunales que caracteriza esta época bajomedieval en otros puntos de Bizkaia.

En un sistema inclinado al colectivismo como el de la Junta de Ruzabal prevalecen los montes públicos, cuya titularidad es variada: unos montes eran de una sola aldea, otros de varias, y otros del conjunto de Ruzabal.

No obstante esta ausencia de ocupaciones particulares, sí­ se reflejaron en Orduña de alguna manera las consecuencias del aumento demográfico de fines del s. XV, donde el monte y el bosque jugarán un importante papel como respuesta a las nuevas necesidades de espacio y abastecimiento de materias primas y alimento del ganado. Las entidades territo­riales locales asumen el papel de contendientes en esta lucha por los espacios del monte; los ámbitos hasta ahora compartidos por varias comunidades tienden a quedar paulatina­mente adscritos en beneficio de una comunidad especí­fica en detrimento de otras. Se está tratando, en definitiva, de determinar lo que serán los términos municipales y los derechos sobre los espacios ajenos a los mismos; mediante el uso de la ley o la fuerza, cada entidad –son abundantes los enfrentamientos entre anteiglesias y villas– luchará por conse­guir una situación lo más ventajosa posible. Orduña protagonizará uno de estos frecuentes conflictos con comunidades ajenas al Señorí­o de Vizcaya, como son la Tierra de Ayala y el Valle de Losa; los motivos son los anteriormente citados, y el terreno sobre el que pleitean, la Sierra Salvada.

Ya en 1452 documentamos referencias al pleito que la ciudad sostení­a con tierras de Ayala, en el cual se defendí­a que los vecinos y moradores de Orduña y sus aldeas tení­an derecho de pastos, agua, grana y madera en los montes de Sierra Salvada e Iturrigorria has­ta el Portillo de Menerdega por el cerro adelante hacia la parte de Orduña.

De nuevo será una comunidad de fuera del señorí­o la que pugnará posteriormente con Orduña, no en vano su territorio limita en todo su perí­metro con tierras ajenas a Bizkaia; documentamos en 1497 una escritura relativa al pleito sostenido entre la ciudad y Villalba de Losa por los montes, tierra y pasto de Sierra Salvada. Ambos núcleos presentan privilegios que les conceden derechos de explotación de los montes. La sentencia nos da la importancia de dos cuestiones: por un lado la jurisdiccional, por otro, la de los derechos de uso. Ambas comunidades desean asegurarse el aprovechamiento de estos terrenos, pero igualmente desean consolidar sus lí­mites municipales en las mejores condiciones. En este caso, los montes Ancalon y Redondo quedarí­an bajo jurisdicción de Villalba de Losa, así­ como los derechos de su aprovechamiento, puesto que se prohí­be a Orduña que entre ga­nados, coja leña, etc. Mientras, en el Monte de la Dehesa del Lago, que quedarí­a bajo ju­risdicción de Villalba de Losa, se permite a los orduñeses que aprovechen los pastos y le­ña de los valles y dehesas cercanas. Todos los demás montes, dehesas, sierras, pastos y tér­minos de la Sierra Salvada contenidos en los privilegios ostentados por ambas poblaciones serán comunes respecto a su aprovechamiento, aunque la jurisdicción queda para Villalba de Losa. La ciudad podrá mantener sus guardas y la llamada Guí­a de la Peña  hasta la Peña de S. Bartolomé, como hasta ahora habí­a hecho. No quedarí­a muy satisfecha la ciu­dad con esta sentencia, por lo que se repetirí­an los recursos, que se extienden a siglos pos­teriores; ello nos da idea de la importancia de la cuestión. También las fricciones con Ayala se alargarán en las centurias posteriores por las mismas causas.

A esta proyección externa del deseo de proteger el patrimonio forestal debemos aña­dir una proyección interna de esa voluntad, que se materializará de dos maneras: en la vi­gilancia de estos terrenos para lo cual surgió la figura de los guardas, y en una serie de dis­posiciones y ordenanzas destinadas a evitar el uso indebido de las riquezas de los bosques. Los castigos solí­an constituir sanciones en cabezas de ganado; la primera referencia que en­contramos sobre estas cuestiones es una sentencia de 1424 en la que se alude tanto a los guardas como a la pena por cortar árboles sin permiso.

Una visión general de la actividad económica orduñesa en la Baja Edad Media reque­rí­a comenzar observando el sector primario, ya que es a él al que se dedican los principa­les esfuerzos; Orduña, como toda comunidad de la época, depende estrechamente de sus ri­quezas para satisfacer las necesidades más inmediatas.

Pero al igual que ocurre en el resto de Bizkaia –y toda la cornisa cantábrica– las con­diciones fí­sico-climáticas sitúan a la población en una continua situación de desequilibrio entre los recursos que produce y los que demanda. El déficit crónico las comunidades ru­rales acusarán menos las crisis de subsistencias, pero en las villas como la orduñesa la es­casez de grano será causa de preocupación constante, que se traducirá en una polí­tica de abastecimiento muy concreta. A su vez, y debido a la necesidad de traer del exterior las mercancí­as que demanda el vecindario, este abastecimiento aparecerá ligado a una polí­tica comercial a través de la cual Orduña entrará en conflicto con otras villas que, a su vez, tra­tan de garantizar su propio abastecimiento.

Antes de ocuparnos de las medidas concretas puestas en práctica por la ciudad para proteger a sus vecinos de la falta de vituallas, intentaremos trazar una lí­nea que nos permi­ta comprender la situación de Orduña dentro del entramado comercial del señorí­o –y de és­te con el exterior– en el contexto de la crisis y su recuperación.

Ya hemos observado en capí­tulos anteriores cómo el despertar de la actividad comer­cial en Castilla supuso el simultáneo nacimiento de la actividad comercial en el señorí­o, proceso en el cual Orduña adquirió gran protagonismo desde su inicio. Las tempranas exen­ciones fiscales (1256), el logro del monopolio comarcal del tránsito de mercancí­as (1257) y la feria concedida por privilegio real (1288) significaron el punto de partida del papel de Orduña dentro de los circuitos comerciales de la pení­nsula.

En 1296 se constituye la Hermandad de las Marismas, integrada por los concejos de Santander, Laredo, Castro Urdiales, Vitoria, Bermeo, Guetaria, San Sebastián y Fuenterra­bí­a. Ya en 1282 encontramos la asociación de los pueblos marineros del Cantábrico, pero será la creación de la hermandad el paso más firme hacia la consolidación de una estructu­ra viaria y comercial vinculada a la exportación de lana de Castilla –en 1273 se habí­a creado el «Honrado Concejo de la Mesta»–. Orduña nunca perteneció a esta institución, aunque los objetivos de la hermandad incluí­an el control de la exportación de la lana en ru­ta hacia Flandes, para lo cual se habí­a elegido a Orduña y a Vitoria como puntos neurálgi­cos de su comercio. Debido a esto, si bien formalmente Orduña no se integró en la hermandad, si formó parte importante de su estructura viaria. El significado de la creación de esta institución es el grado de madurez alcanzado por los núcleos del Norte del Ebro –principalmente los puertos costeros– en lo que a aspectos mercantiles se refiere. Frente al interior, y más concretamente Burgos, estos centros comenzarán a adquirir un peso que se irá consolidando en los siglos bajomedievales, con el consiguiente paso de mercancí­as por Orduña, como bisagra entre dos mundos: el interior, exportador de lana principalmente, y el señorí­o, exportador de hierro y también punto de embarque hacia los paí­ses atlánticos.

Pero no será el s. XIV una época de fortalecimiento de la actividad comercial, sino to­do lo contrario, puesto que se evidencian dificultades para las ferias o los mercados; ade­más, las pequeñas villas costeras que habí­an florecido en los s. XII y XIII se eclipsaron a partir de la segunda mitad del Trescientos. La depresión habí­a reducido la actividad co­mercial, y únicamente los puertos mejor situados –Bilbao o Portugalete– resistieron la cri­sis. Orduña, a nivel comarcal, siguió los mismos pasos; no sin apuros y contratiempos, la entonces villa aparecerá como ordenadora del comercio comarcal, imponiéndose tanto en la pugna protagonizada por otras villas, como en las fricciones derivadas de los incumpli­mientos por parte de los habitantes del entorno. Prueba de ese papel director en el comer­cio de la comarca es el Fuero de Ayala (1373) en el que se ordena que se tomen los precios, pesos y medidas de Orduña como referencia para su mercado local; «en una época en que no existí­a un único sistema de pesas y medidas, la adopción del existente en una villa im­plica cierta subordinación a las directrices económicas de ese municipio».

A su desarrollo económico habí­a contribuido sin duda la exención de tributos otorga­da en 1366, cuando D. Tello confirmó los privilegios de la ciudad y le concedí­a además la exención del pago de alcabala, moneda forera, yantar, diezmo de cualquier mercaderí­a fon­sadera y otros tributos. Este tipo de prerrogativas eran las que favorecí­an la circula­ción de mercancí­as, y por ella la ciudad mantendrá posteriormente un constante preocupa­ción porque se les confirmen y respeten.

Pero, como apuntábamos lí­neas atrás, las dificultades a las que se enfrenta el sector comercial son fruto de la coyuntura de crisis que domina el s. XIV, y la documentación al respecto no es abundante. Eso sí­, algunas referencias a comerciantes de posible origen or­duñés en paí­ses extranjeros como Flandes nos indican que, a pesar de las circunstan­cias adversas, la actividad comercial va adquiriendo peso especí­fico en la ciudad.

Habrá que esperar a la siguiente centuria para asistir a la reactivación del tráfico mer­cantil por Orduña, determinado por la generalización de las relaciones entre Castilla y el resto de la pení­nsula, y entre Castilla y el Norte de Europa; los fundamentos de la intensi­ficación del paso de mercancí­as por la ruta en que se halla ubicada Orduña se encuentra en la participación creciente de la pení­nsula en los itinerarios mercantiles, gracias al aumento de la producción interna, sustentadora del trafico, y a la creciente especialización de las áreas de producción, lo que fomenta los intercambios entre ellas. Se producirá un desplazamiento del eje de la actividad comercial desde el Mediterráneo al Atlántico; así­, los nue­vos protagonistas del entramado comercial serán Inglaterra, la Hansa y los reinos ibéricos atlánticos, entre ellos Castilla. Aquí­, el debilitamiento del control por parte de los catalanes potenciará otros polos; entre ellos, uno de vital importancia para nosotros: Burgos, desde donde se organizará el tráfico lanero en dirección a Flandes.

Los avances cientí­ficos aplicados al transporte marí­timo serán un elemento de impor­tancia en la intensificación de las relaciones a las cuales hemos hecho mención; pero será la renovación de los medios de transporte terrestre los que más directamente incidirán en el flujo mercantil por la ciudad. A los esfuerzos por acondicionar rutas y caminos –ensan­chamientos, reparaciones del firme, construcción de puentes…– se unirá la vulgarización de novedades en los medios de arrastre –collera, herraje, carreta de cuatro ruedas…– y la pro­tección oficial de los carreteros, que se cristalizará en la creación de la Cabaña Real de Ca­rreteros de 1497, mediante la cual los Reyes Católicos agrupan a todos aquéllos que prac­tican esta actividad otorgándoles privilegios especiales.

Otros factores se suman a los avances técnicos y administrativos citados; el cambio de mentalidad respecto a la profesión mercantil y el abandono por parte de la Iglesia de su an­terior actitud intolerante con respecto a los negocios del dinero influirá notablemente en la creciente valoración del propio comerciante.

Por su parte los reyes castellanos dedicarán sus esfuerzos a evitar que los impuestos que gravan el tránsito de mercancí­as no supongan una traba al comercio, otorgando exen­ciones en lugares y momentos determinados. No debemos olvidar que las nuevas caracte­rí­sticas del mercado –traslado de mercancí­as voluminosas y baratas: lanas, vino, cereales, sal, para abastecer una amplia demanda– exigí­a una fórmula diferente de la utilizada para transportar los productos caros y de reducido volumen capaces por ello de enfrentar la gra­vosa carga que suponí­an los múltiples peajes que, junto a otros impuestos, habí­an caracte­rizado al comercio internacional hasta estos momentos. Las tempranas órdenes de que Or­duña se vea beneficiada por este tipo de privilegios indica la importancia que esta ruta tení­a para la Corona de Castilla.

Pero no debemos reflejar únicamente los aspectos positivos del comercio bajomedie­val; la relación de avances y mejoras apuntados surgen de una situación problemática que es la que se intenta superar. En la Edad Media no era fácil viajar, y si observando el terre­no orduñés intentamos imaginar las condiciones de la época, nos daremos cuenta de la can­tidad de elementos en contra de la seguridad de los viajeros y sus mercancí­as que existí­an por entonces; al mal estado de los caminos, intransitables por supuesto para cualquier tipo de carreta en el camino de la Peña, debemos añadir el alto riesgo que suponí­a el bandidaje dadas las caracterí­sticas de la topografí­a y la vegetación. Es por esto que el concejo ordu­ñés cobraba el llamado peaje o «guí­a de la Peña» a todos aquéllos que transitaban por este camino, a cambio de ayuda y protección para ellos y sus mercancí­as. Del mismo modo, la frecuencia de las lluvias supondrí­a un gran obstáculo, tanto por el riesgo de inundación de las sendas como de destrucción de puentes –exclusivamente de madera– a lo que habrí­a que añadir los meses en que la nieve harí­a intransitable la Sierra.

Este panorama no podí­a ser superado a corto plazo, por lo que los avances que hemos comentado no empezarán a dejarse sentir de manera tí­mida hasta las últimas décadas del s. XV, como preludio de la gran expansión comercial de la centuria siguiente.

Labayru nos ofrece una relación del arancel que regí­a para las mercaderí­as que pasa­ban por los puertos secos de Valmaseda y Orduña procedentes de desembarcos en la costa, en 1488. Nos indica que los productos más sistemáticamente importados debí­an ser los pa­ños, aunque también se incluyen otros como metales, herramientas, especies, droguerí­a, za­patos y sombreros, muebles o pescados. Por otra parte, nos da una idea, aunque no cuanti­tativamente hablando, del gran volumen de mercancí­as que pasaba por la ciudad; de ahí­ podemos deducir que se requerí­a un cierto número de personas dedicadas a trabajos re­lacionados con este trafico: almacenaje, peso, trámites, custodia de las cargas…

De manera paralela, también en el s. XV –principalmente en el último cuarto– asisti­mos a un resurgimiento de las ferias y mercados tras el colapso y las dificultades sufridas en la centuria anterior. Este resurgimiento está estrechamente vinculado a un incremento de la demanda, fruto de la conjunción de varios factores: una demografí­a en alza, una mayor renta per cápita y, muy probablemente, una redistribución de la renta a favor de amplios sectores de la sociedad rural y urbana emancipados durante las luchas sociales. Todo ello provocarí­a un crecimiento de la oferta de productos de mediana calidad provenientes de un sector artesanal que se habrí­a acoplado o surgido ante cambios operados en la demanda. La ciudad asistirí­a a la llegada de gentes procedentes de toda la comarca con motivo de la ce­lebración de los mercados, y de lugares muy alejados en tiempo de feria.

Ya veí­amos como, en 1288, Sancho IV concedí­a una feria que se habí­a de celebrar en octubre, de 15 dí­as de duración. En 1492 tenemos constancia de que eran dos las ferias que tení­an lugar en Orduña a lo largo del año: en mayo y octubre. En ellas se poní­an en relación los productos exteriores con toda la comarca, y debí­an movilizarse sumas consi­derables, aunque concentradas en unas pocas manos de profesionales del comercio. Sin em­bargo los beneficios para el lugar donde se celebraban debí­an ser importantes; la afluencia de mercaderes, sus cargas y sus ganados, debí­an suponer la puesta en marcha de lo que hoy llamarí­amos sector servicios, destinado a hacer posible la celebración de estas ferias. Por esta razón era grande el interés de las villas por conseguir mejorar las condiciones que ro­deaban las transacciones comerciales que en ellas tení­an lugar. En 1492 la ciudad y el Con­destable de Castilla D. Bernardiano de Velasco firmaban una escritura de compromiso en que, atendiendo a los privilegios y costumbres de la ciudad, acordaban que ninguna perso­na de las que concurriesen a las ferias de mayo y octubre pagasen diezmo de lo que ven­diesen o comprasen, a no ser que lo adquiriesen para volverlo a vender.

El mercado, en cambio, presenta un radio de influencia más corto, pero testimonia ma­yor densidad de población, una aceleración de los intercambios y una descomposición más profunda del autoconsumo campesino. Por otra parte, el desarrollo de la actividad comer­cial vinculada al mercado exige ciertas garantí­as, constituyendo el resultado de una doble necesidad, económica y jurí­dica; compradores y vendedores se ven protegidos frente a cualquier fraude y violencia, como veremos al hablar del abastecimiento de la población.

No conocemos la frecuencia con que tení­an lugar en la ciudad, aunque en el s. XV, sin pres­cindirse de las celebraciones anuales, tiende a aumentarse la frecuencia de los mercados inicialmente semanales; en la época de Carlos I sabemos que se celebraban en la ciudad tres mercados a la semana, y se desarrollaban, igual que tiempo atrás, en la plaza. En la sentencia del pleito ya comentado, seguido por la ciudad contra los vecinos propietarios de las casas que en la plaza estaban arrimadas a la cerca vieja, sobre la construcción de los hastiales, corredores y saledizos pegados a la dicha muralla, se indica que la ciudad debe disponer de estas superficies para que se instalen en ellas tiendas y boticas en tiempo de fe­rias y mercados. A la cuestión del apropiamiento del espacio colectivo por parte de parti­culares se superpone la importancia económica de estos espacios, puesto que el municipio se beneficia de su uso para fines comerciales.

La ciudad necesitaba controlar las actividades mercantiles por varias razones: una de ellas, asegurarse la percepción de los derechos que el concejo percibí­a sobre todas las ven­tas que se realizaban, bien en concepto de instalación de mercaderes y productos en la pla­za, bien por la descarga de le mercancí­as, o por la utilización de las pesas y medidas con­cejiles. Prácticamente todas las rentas derivadas del abastecimiento de la ciudad se arrien­dan: la renta del pan, de los pesos y medidas, de la venta de carne, del aceite, candela y gra­sa para alumbrar, del pescado, de las tabernas del vino… Pero dado que no contamos con da­tos especí­ficos para estos momentos trataremos este tema en capí­tulos posteriores. Todo es­to representa la mayor parte de los ingresos del concejo, y la forma más efectiva de asegu­rar el total control de las transacciones era obligar a que se realizaran en un espacio y tiem­po comunes: el mercado.

El primer paso que habí­a de dar la ciudad para garantizar su abastecimiento era atraer productos a su mercado. Orduña contaba desde el s. XIII con un privilegio real que garan­tizaba su monopolio comercial en la comarca, aunque su puesta en práctica debió resultar problemática, como nos descubren las repetidas sentencias dictadas en relación a su in­cumplimiento por parte de los habitantes de la tierra de Ayala. Salazar relaciona esto con la prepotencia demostrada por el señor de Ayala en toda la comarca, basándose en alusio­nes a las guerras pasadas entre él y la ciudad, que aparecen en las sentencias. En 1452 se reconoce el privilegio orduñés –1257– pero se excluyen ciertos productos; los vecinos de Ayala pueden ir a Castilla por donde quieran si llevan pan, trigo, cebada, vino, sidra y fru­ta. Se les exime de esta obligación de paso por la ciudad en el caso de otras mercancí­as si éstas van destinadas al consumo de los ayaleses, como son ciertos pescados, lanas, aceite y cáñamo. Esta sentencia afirma estar basada en otras anteriores –1425, 1449– por lo que deducimos que la situación no es nueva. Tampoco supondrán el fin del conflicto estas decisiones, ya que la ciudad –probablemente ante nuevos incumplimientos– pedirá a los Reyes Católicos que intervengan para que lo estipulado se respete. En 1483 la reina Isabel ordena al mariscal Garcí­a de Ayala y a los vecinos de su tierra, de Orozco, Urcabustaiz, Cuartango, Mena, Angulo y Losa que se dirijan desde Castilla al mar, pasen por Orduña, estableciendo los derechos que ésta debe cobrarles. En el documento se insiste en exi­mir de esta obligación a quienes transportan productos que no hayan de pagar diezmo, aunque se reduce el número de ellos al obligar a diezmar a todos los tipos de pescado, que obligatoriamente pasarán por la ciudad.

Todo este asunto queda explicado por dos cuestiones: por un lado el paso de mercan­cí­as supone ingresos para el concejo, y por otra parte dicho concejo debe garantizar el abas­tecimiento de los vecinos, cuyas necesidades no quedan satisfechas recurriendo exclusiva­mente a la producción propia. Será común entre las villas situadas junto a las grandes ru­tas que se intente obligar el paso de las mercancí­as por ellas. El ejercicio de un monopolio sobre el desarrollo comercial del entorno de la ciudad sirvió para que ésta se asegurara un abundante y barato aprovisionamiento de lo necesario, y constituyó una parte de la polí­ti­ca de abastecimiento de Orduña, pero era necesario buscar un complemento a los pro­ductos locales, y la existencia del flujo mercantil de larga distancia que pasaba por la ciu­dad vino a completar este cuadro.

Una vez garantizado el avituallamiento de los vecinos, el concejo organizaba la acti­vidad mercantil que se desarrollaba en su recinto, siguiendo una lí­nea marcadamente proteccionista. Esta protección se orientará en dos direcciones: por un lado se protegerá a los consumidores, es decir, a los vecinos; por otra parte se protegerán los productos locales.

En el primer caso, se establecen una serie de criterios de garantí­a de la calidad de los productos, de fijación de precios, pesos y medidas, así­ como de prohibiciones –de acaparamiento de alimentos, de venta de éstos al por mayor…– siempre orientados a evitar la es­peculación. El concejo se ve en la obligación de establecer una normativa que garantice que todos los habitantes tendrán los mismos derechos y posibilidades de acceder a los alimen­tos en venta. Esta protección, sin embargo, no va dirigida sino a la población del in­terior de la ciudad, excluyendo a la población extramuros, que se verá claramente perjudi­cada por las ordenanzas. Prueba de esta situación son varios ejemplos de clara discrimina­ción de los pobladores de las aldeas de la ciudad, que provocarán protestas como la que re­alizaban en 1484 por las exigencias a que eran sometidos con respecto al arrendamiento del peso municipal. Parece que en este caso consiguieron enmendar la injusticia puesto que el concejo orduñés respondió «respondiendo a lo de la renta de la media fanega que las dichas aldeas pasen e fagan como los de la ciudad».

En el segundo caso es donde la polí­tica proteccionista actúa más claramente, ya que los productos propios de la ciudad siempre han de ser vendidos prioritariamente, aunque su calidad sea inferior a la de los importados; se favorece el consumo y la venta total de lo producido en Orduña, evitando la competencia ya que lo traí­do de fuera no puede ser co­mercializado hasta que no exista el riesgo de que parte de la producción propia quede sin vender. Los ejemplos más frecuentes de ello son los referidos a la sidra y el vino.

 

 

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