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Iglesia de Santa María: un espacio social (I)

Iglesia de Santa María: un espacio social (I)

No cabe duda. La iglesia de Santa María es el mo­numento histórico de mayor relieve en la Ciudad de Orduña. Su visita, como la mayoría de las visitas que realizamos a edificios históricos o representativos, suele circunscribirse a conocer unas fechas que de­finen su origen y evolución, a la descripción artística de sus elementos más representativos y acaso a la mención de los artífices que hicieron posible la obra de arte que admiramos. En ocasiones, se añaden anécdotas o situaciones que sirven para relajar as­pectos demasiados formales de la descripción. En suma, nos encontramos ante un tour turístico. No quiero minusvalorar la labor de los guías turísticos porque, en general, aportan una información que ayuda a descubrir lugares que de otra forma muchas personas no llegarían a conocer. Pero tengo la im­presión de que, de esa manera, solo contemplamos un ESPACIO en el que la SOCIEDAD ha desaparecido. Dicho de otra forma, la estética del lugar elimina la presencia humana.

El edificio de Santa María de Orduña es una gran iglesia de planta de cruz latina y tres naves, que ocupa el ángulo noreste del casco urbano, levantada entre los siglos XIII y XVI, de estilo básicamente gó­tico y que se une de forma natural con las murallas cumpliendo así la función de un templo -fortaleza. En su interior encontramos elementos de gran be­lleza como las capillas de la Inmaculada y la de San Pedro, una verja renacentista, el retablo mayor y un magnífico retablo hispanoflamenco de fines del siglo XV o principios del XVI. Nuestra intención, sin embargo, no es describir tan magnífico monumento. Su tamaño y la ocupación de una parte importante de la ciudad, no solo explica el urbanismo orduñés. En cierto sentido esa gran construcción es la representación física de la tras­cendencia que la religiosidad ha tenido en la historia de la ciudad. Dentro y alrededor de ese espacio han sucedido muchas cosas y no exclusivamente reli­giosas. Sus muros son testigos de acontecimientos tristes y alegres, hechos consoladores, episodios de temor ante el poder o situaciones de esperanza y de frustración. La parroquia de Santa María no deja de ser un mundo, un microcosmos. Los libros de fábri­cas de las iglesias, de cofradías, de actas municipales u otros expedientes eclesiásticos o administrativos pudieran parecer documentos fríos o burocráticos que poco cuentan de las vidas de los orduñeses.

Leídos con atención cuentan muchas historias que merecen ser conocidas. Hasta que así lo hagamos, en este articulo nos limitaremos a avanzar unas bre­ves pinceladas de episodios diversos allí acaecidos, en los que hombres y mujeres de Orduña fueron sus protagonistas.

 1-Llega el Visitador

Los 18 curas beneficiados de las Iglesias de Santa María y de San Juan- 12 de ración entera y 6 de media ración- estaban intranquilos. No era para menos. Estaban esperando la llegada del Obispo de Calahorra y La Calzada Juan Ochoa de Salazar. A mediados del siglo XVI, con una gran frecuencia, recibían al Obispo o a su representante el Visitador, un bachiller o licenciado de la Diócesis. Su misión, además de revisar las cuentas de la fábrica de las iglesias, era controlar el estado de los bienes sa­grados, verificar la forma de vida de los clérigos y, en general, vigilar el cumplimiento de las normas eclesiásticas.

Aquel 31 de agosto de 1580 los clérigos situados en el pórtico de la iglesia vieron llegar al prelado acompañado de su pequeño séquito. Los curas más viejos todavía recordaban la primera visita plasmada en el Libro de Fabrica que comenzó el fabriquero Diego Diaz de Tobalina el 7 de febrero de 1541. El 14 de mayo de ese año había llegado a Orduña el Obispo Antonio de Lerma, 6 años después del in­cendio que destruyó la ciudad. Nunca como aquel día habían concurrido tantas personas hasta Santa María para recibir el sacramento de la confirmación. Tras consagrar las iglesias de Santa María y San Juan y «desviolar» las ermitas que habían sido ocupadas por el vecindario en razón del incendio sufrido, fija las fiestas que se debían guardar. Nada menos que 46 fiestas a las que se debían añadir otras 16 fiestas antiguas y los votos de la ciudad a San Bartolomé, Santa Marina, San Pantaleón y San Roque.

Muy sonada fue la llegada del licenciado Golernyo en 1547. Aquí el visitador no se anduvo en chiqui­tas. Había sido informado de que tanto los clérigos como los legos entraban con absoluta tranquilidad al templo acompañados de sus perros cuando se celebraban los oficios, y se propuso poner coto a esa inadecuada costumbre sancionándola con dos reales de multa destinados el mantenimiento del templo. Mucho más duro fue con el comportamiento de algunos clérigos de correr los toros con jóvenes del pueblo. La pena llegaba a la suspensión del oficio y el pago de dos ducados de oro.

Casi todos los visitadores tuvieron algo que decir sobre las mujeres en la vida social de la iglesia. El papel negado a la mujer en el ámbito institucional de la iglesia, se contradecía con su mayor participación en las celebraciones litúrgicas y mantenimiento del templo. Era costumbre que éstas se sentasen dentro del crucero o a los pies de los altares, uso que mo­lestaba a las autoridades del Obispado de Calahorra. Una y otra vez los visitadores insistían que «Ninguna mujer ni moza suba más arriba de las cruces, a hora de misa ni vísperas, excepto día de entierro y todo el novenario y cabo de año…». Para obstaculizar la presencia de mujeres en estos lugares, se les llegó a ordenar que no llevasen tajos ni banquetas a la iglesia, mandando al sacristán que las venda si eso sucedía.

Entre las normas que se repiten con frecuencia se encuentra la insistencia de la predicación de la doctrina cristiana. Recordemos que en este tiempo se celebra el Concilio de Trento que ve necesaria una reforma que ponga el acento en el orden, jerarquía, el sacerdocio y la formación del pueblo cristiano. La insistencia en el mandato denota no solo la importancia que se da a la formación religiosa sino también las dificultades de conseguirlo. En la visita del licenciado Picara se manda que «cada domingo, después de comer digan la doctrina cristiana en la iglesia cada uno en su hondonada y a los feligreses enviasen sus niños a la doctrina…e cada vez que no lo ejecuten por cada vez enviaren una libra de aceite cada uno so pena de suspensión».

Otra cuestión que se quería controlar era la cele­bración de las llamadas misas nuevas, las que oficia­ban los sacerdotes por vez primera en su vida. Había muchos curas y muchas celebraciones. Al parecer se mezclaban actos religiosos y profanos en donde no faltaban cantos o bailes que no gustaban nada a las autoridades del obispado. «Que en las misas nuevas no se hagan juegos feos ni torpes ni farsas ni cantares, ni bailes, ni sermones profanos ni clérigos bailen en ellas …so pena de tres ducados»(8). Esta costumbre debía ser bastante habitual en todo el País. Lo explica José Ignacio Tellechea en el caso de San Sebastián y Goñi Gaztambide en el de Burlada para el caso de la diócesis de Pamplona.

Volvemos a 1580. Tras recibir los curas a Ochoa de Salazar, el obispo celebra la misa conventual «estan­do toda o la mayor parte del pueblo junto». Predicó a la feligresía, se desfiló en procesión en recuerdo de los difuntos por la iglesia y el cementerio, administró el sacramento de la confirmación y dio su bendición episcopal.

Después le acompañaron a la cámara del Cabildo donde examinó el libro de Fabricas y otros legajos que justificaban los ingresos y pagos realizados, aprobando las cuentas. Hay que recordar que al ser las parroquias de patronato municipal el control efectivo de las cuentas parroquiales se efectuaba por el propio regimiento municipal más que por el obispado. También da ciertas instrucciones sobre el destino de ciertas cantidades y el cuidado de los ornamentos y plata, prohibiendo que salgan de la iglesia a otros pueblos. Pide mayor rigor en la anotación en los libros de bautizados y difuntos y la obligación de servir al Santísimo Sacramento «en especial en tiempos en donde hay tantos herejes enemigos de la fe católica». Días después, el once de septiembre de 1580 el cura beneficiado de Santa María Diego García de Teza, al tiempo de la misa mayor y estando el pueblo congregado, leyó y noti­ficó públicamente los mandatos del Obispo para que llegase a conocimiento de toda la feligresía.

2-Vida y muerte

Están doblando las campanas de la torre de Santa María. Son cinco badajadas con la campaña mayor y un repiquete con la esquila, las que anuncian la muerte de uno de sus parroquianos. El fabriquero de la calle Medio ha acudido a la torre de la iglesia para comunicar a la comunidad que uno de sus vecinos ha fallecido, tal y como ordena el capítulo II de las ordenanzas de la calle. Tras cumplir el ritual de la muerte en la casa del difunto, velando al cadáver, orando a su alrededor y compartiendo con los fami­liares una colación de tres tazas de vino, pan y que­so, su cuerpo es trasladado a la parroquia de Santa María. El cortejo de la casa al templo compuesto por familiares, vecinos y cofrades se nutre de muchas mujeres que en muchos casos iban «en cuerpo sin cobertura de capa», esto es, sin cubrir la cabeza. Las ordenanzas de fines del siglo XV preceptúan que debían ir cubiertas.

El cuerpo del difunto entra finalmente en el tem­plo. Llama la atención la intensa presencia de las mujeres en los actos funerarios. Los gestos de dolor y de llanto que mostraban dentro de la iglesia, se consideraban que era un exceso que no se debía per­mitir. Aparecía como una especie de teatralización, incompatible con la idea cristiana de la resurrección. Por eso, las Ordenanzas orduñesas de 1480-1499, cuando se refieren a las mujeres, dicen que «en la iglesia échanse llanas de cara abajo e en los respon­sos que se hacen por finados; por ser como es cosa deshonesta e dañosa». A lo que se ve se tiraban al suelo y exteriorizaban muestras de dolor, actos que las autoridades no consideraban nada adecuados. En su consecuencia se les obliga a estar sentadas y su incumplimiento se multaba con una sanción de 300 maravedíes. Esta pena no se aplicaba, lógicamente, a los familiares directos del difunto, esto es, a la mujer por el marido, a las madres por los hijos e hijas, a las hijas por los padres a las hermanas. Se establecía una excepción. Cuando el finado no tuviese parientes cercanos, «pueden ir en cuerpo e echarse sobre la huesa tres cuatro personas mujeres de las más cercanas…e no más» Resulta significativo que las muestras de dolor sean monopolio exclusivo de las mujeres, sean parientes o no lo sean. Era inimaginable que los hombres pudiesen mostrar en público sus sen­timientos. Estaba mal visto que un varón llorase en presencia de la comunidad.

Finalizadas las honras fúnebres se llevaba a cabo el enterramiento. El templo acogía en su suelo los cuer­pos de los difuntos y eran sus vecinos más cercanos, según las ordenanzas de las calles, quienes debían hacer la sepultura, ejecutar las andas y descender su cuerpo. Sobre las sepulturas sus familiares y allegados colocaran las velas en su recuerdo, pero no las que quisieran. Solo cuatro hachas y dos cirios de cera delgada en el caso de los adultos, y dos cirios de una libra en el acto de los niños de menos de diez años. Es preciso cuidar y mantener la casa de los muertos que es al mismo tiempo la casa de Dios.

 3-La fraila de Santa María

Había que conservar limpia y aseada la iglesia de Santa María para la celebración de las misas, fune­rales, rogativas y todo tipo de oficios religiosos. Y no eran precisamente los curas beneficiados quienes realizaban las labores de mantenimiento. Aparte del trabajo de la propia feligresía, la fraila de Santa María- lo mismo que la fraila de la parroquia de San Juan- se encargaba de limpiar el templo, pero también de la confección de toallas, paños, vestuario y el arreglo y limpieza de la ropa de los sacerdotes. Podemos decir que su dedicación a la iglesia abarca­ba las 24 horas del día y es que, al menos en el siglo XVI, habitaba en la casa o casilla de San Salvador, situada en el muro norte del templo. Modesta construcción con un pequeño huerto aledaño que le surtía de habas, puerros, pimientos y otras especies para su condumio.

Durante la primera mitad del siglo XVII también se encomienda a las frailas de Santa María y de San Juan segar el heno para la celebración de la principal de las fiestas religiosas de aquella época: El Corpus Christi. Suponemos que las calles por donde transcurría la proce­sión se encontrarían cubiertas del heno que se encargaba de suministrar la fraila. Una de las capillas de Santa María, la de Santa Lucía, la primera a la entrada en el lado de la epístola, también recibía el nombre de Capilla del Heno porque allí se guardaba el que se echaba sobre el pavimento de toda la iglesia cuando carecía de en­losado, trabajo que, con toda probabilidad, también le correspondía la fraila de Santa María.

Tomado de AZTARNA

José Ignacio Salazar Arechalde

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