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COFRADíA de SANTA MARíA de ORDUÑA la VIEJA

COFRADíA de SANTA MARíA de ORDUÑA la VIEJA

Esta cofradí­a fue la más célebre y numerosa de las que existieron en Orduña a lo largo de su historia. Sus ordenanzas databan de 20-5- 1364, aunque la agrupación debí­a ser anterior, puesto que en las ordenanzas se menciona a «cofrades finados». Esta cofradí­a trata de instituir la unión polí­tica y religiosa de un grupo teniendo como lazo el ser naturales de un mismo lugar, teniendo acceso hombres y mujeres, clérigos y seculares «de cualquier dignidad y estado», y la filosofí­a que los orienta era el amor y la ayuda mutua entre ellos. Los 29 artí­culos que componí­an estas ordenanzas detallan la estructura interna de la agrupación, así­ como los actos que celebraban, etc …., que servirá de modelo a la larga serie de cofradí­as que surgirán posteriormente[1]. El 2 de febrero de 1607 se acordó por los mayordomos y cofrades de la Cofradí­a que desde ese dí­a en adelante se puediesen recibir por cofrades de la misma todos y cualesquiera de las personas que lo quisieren ser aunque no les vivniese por sucesión de linaje, con el fin de aumentar dicha Cofradí­a y los devotos de Nuestra Señora de Orduña la Vieja[2]. La Cofradí­a de Santa Marí­a de Orduña.

La historia de la cofradí­a de Nuestra Señora de Orduña la Vieja, no deja de ser sino un capí­tulo más de la historia religiosa de la ciudad y, ésta, una parte importante de la historia local orduñesa. La desapa­rición paulatina de este tipo de instituciones religio­sas y, al tiempo, una cierta falta de interés por este tipo de estudios, ha hecho que escaseen los traba­jos sobre las cofradí­as religiosas. Sin embargo, no cabe duda de que conocer su origen, fundamento y evolución permite averiguar no pocos elementos esenciales en la historia de una comunidad local. Las ordenanzas de esta institución, también co­nocidas como Regla Vieja, datan del año 1364. Este primer dato cronológico, la referencia más antigua de la cofradí­a como tal, nos pone en contacto con una institución de origen medieval. En el año citado se elabora su reglamentación, pero en su texto apa­recen referencias a cofrades fallecidos lo que quie­re decir que su fundación es de una fecha anterior a 1364. Sabemos, por otro lado, que en la iglesia de Nuestra Señora de Orduña, existí­a un grupo de beatas en el siglo anterior. En efecto, en 1296 el  Papa Bonifacio VIII autoriza la erección de un mo­nasterio a un grupo de mujeres que viví­an con el hábito de monjas bajo el instituto de la Orden de Santa Clara. Se añade en la bula papal que la iglesia estaba abandonada y desierta «desde hará como 60 años o mas». En definitiva, en torno a la ermita se da una inten­sa actividad religiosa que se manifiesta con la crea­ción de una cofradí­a cuya organización y funciones vamos a analizar a través de sus ordenanzas. Se conserva el documento original en el Archivo Municipal de Orduña hoy depositado en el Archivo Foral de Bizkaia, siendo el texto más antiguo que se libró del famoso incendio de 15 35 que destruyó buena parte de la ciudad. Fue trascrito por el je­suita José Eugenio Uriarte y publicado en 1883 en su libro «Historia de Nuestra Señora de Orduña la Antigua». Tan interesante documento ha pasado casi desapercibido para la mayorí­a de historiadores que se han dedicado al medievo vizcaí­no. Los autores de Bizkaia en la Edad Media , una obra escrita en cuatro densos volúmenes, cuando analizan las for­mas de piedad en los vizcaí­nos y el fenómeno de las cofradí­as, solo citan la cofradí­a de San Iñigo repro­ducida en la historia de Bizkaia de Labayru, pero no las de Nuestra Señora, incluidas en la más modesta historia del padre Uriarte. Con posterioridad se ha realizado una nue­va trascripción en el volumen 52 de las     imprescindi­bles Fuentes Do­cumentales Me­dievales del Paí­s Vasco. Estas ordenan­zas constan de un breve preámbulo y 29 capí­tulos de diferente natura­leza. A través de su análisis, vamos a acercarnos a ciertos aspectos de la sociedad me­dieval que, en palabras del insigne historiador del derecho Paolo Grossi , no deja de ser una socie­dad de sociedades en donde el derecho no es voz del poder sino voz de esa misma sociedad. Por esta razón, estudiar un texto jurí­dico medieval como este, va más allá de una simple exégesis jurí­dica. Todos los componentes de la cofradí­a conforma­ban lo que se llamaba el Cabildo. Estaba abierto a la participación de hombres y mujeres y en el mismo preámbulo se habla tanto de cofrades como de cofradesas. Para acceder a la cofradí­a se debí­a pagar distintas cantidades según fuese hombre (40 maravedí­es) o mujer (20 maravedí­es), añadiendo otro requisito «sabiéndolo alguno del cabildo» lo que viene a equivaler a una especie de informe fa­vorable o visto bueno de un cofrade. Finalmente deberí­an jurar ser buenos cofrades y guardar» todo lo que dicho es» es decir las Ordenanzas. Se regulaba de una manera especial la entrada de los hijos de los cofrades. Así­, el hijo mayor no paga­ba salario alguno sustituyendo a su padre muerto dentro del año en el que ocurrió el fallecimiento. Los otros hijos podí­an entrar pagando solo 10 maravedí­es. Los yernos de otros cofrades pagaban solo la mitad de la cuota. Se va formando así­ una red familiar de solidaridades que es propiciada por las normas de la cofradí­a y que, sin duda, reflejan como se va conformando una sociedad religiosa dentro de la sociedad medieval. El cabildo, como órgano compuesto por un núme­ro elevado de miembros, no puede gobernar por si la cofradí­a y por eso entre sus funciones esenciales está el nombrar otros cargos que se encarguen de lo que podí­amos denominar gestión ordinaria de la institución. El gobierno directo estaba en manos de los mayordomos. No se dice cuál es su número exacto, aunque siempre se les cita en plu­ral. En documentación bastante posterior del siglo XV aparecen 3 mayordomos ejercientes. Son elegi­dos por el Cabildo el dí­a de la Purificación, dos de febrero, dí­a de las candelas, fecha significativa que pone de manifiesto la importancia del culto dedi­cado a Maria para la cofradí­a. Aunque no aparece la forma concreta de su elección, es en el seno del órgano colegiado donde se realiza el nombramien­to, el cual se considera de carácter obligatorio. Así­, el que se negase a aceptar el cargo, debe pechar 15 maravedí­es para la institución. A los mayordomos se les confiaba la gestión eco­nómica de la institución. En principio se encargaban de recaudar «los cotos y los pechos y las cosas del cabildo». Aquí­ se integrarí­an todo tipo de ingresos, desde las cantidades debidas por la incorporación, hasta las multas o las rentas que generaban los bie­nes inmuebles de su propiedad. La recaudación se hací­a casa por casa, bien en dinero bien en especie, y frente al cofrade rebelde que los denostase, se imponí­a la multa de 10 maravedí­es. Los morosos estaban obligados a pagar el doble de lo que debí­an. De su gestión habí­an de dar cuenta directamente a los nuevos mayordomos, tanto de lo que hubiesen recibido como de lo que hubiesen entregado. En una disposición añadida, se otorga a los mayor­domos facultades jurisdiccionales para solucionar las contiendas entre los asociados, hasta el punto de prohibirles acudir al alcalde eclesiástico o al se­glar. Su incumplimiento acarrea una sanción de 30 maravedí­es y la expulsión de la cofradí­a. Otro cargo de la cofradí­a era el de los hombres buenos. Tan solo se les cita en dos capí­tulos de las ordenanzas y de una manera asaz indetermina­da En efecto, se dice que se ponen el dí­a de Santa Marí­a «para que provean todas aquellas cosas que seran pro de cabillo». Afirmación que resulta com­plicada de interpretar, aunque bien pudiera tratarse de aspectos relacionados con el mantenimiento y mejora de la Iglesia de Nuestra Señora, puesto que en el texto del documento que analizamos, nada se dice sobre este pormenor que, sin duda, era una de las funciones de la cofradí­a. También se dice que se da a estas ocho personas «todo nuestro poder», lo que puede tener que ver con funciones o atribucio­nes de defensa de los intereses de la cofradí­a ante otros órganos judiciales o administrativos.

Las freiras o frailas no aparecen en el texto de la Regla Vieja, aun cuando es posible su presencia en este tiempo porque en documentación posterior si hacen acto de presencia. Eran pieza importante en lo que podí­amos denominar gobierno doméstico de la ermita. Con el nombre de seroras son co­nocidas en Guipúzcoa y fueron historiadas por el jesuita Larramendi en su Corografí­a de Guipúzcoa hace más de dos siglos. No aparecen en el documento de 1364 pero si a fines del si­glo XV. La primera fraila de la que tenemos noticia es Mari Lopez de Madaria que figura en las cuentas de 1500. No es sin embargo la primera referencia porque en el libro de cuentas de 1490 de otra cofradí­a, la de San Juan Bautista, se cita de manera indirecta, sin dar su nombre, a la freyra de Urduña la Vieja. Su trabajo consistí­a en mantener limpia y aseada la ermita, mobiliario y vestimentas. A través del contrato que formali­zan los mayordomos con Marina de Ripa el 25 de abril de 1511, conocemos algunas de las peculiaridades de este cargo. En princi­pio es de carácter vitalicio y es ejercido por viudas, entrando en funciones con todos sus bienes presentes y futuros. Como institución religiosa que es, sus ac­tividades están relacionadas con el mundo de la fe, la piedad y todo lo que con ellas este vinculado. El culto es la primera que citaremos, en concreto, las dos misas cantadas por dos clérigos el martes de las ochavas de pascua. Una de réquiem por los fallecidos y la otra por los cofrades vivos. A la primera debí­an acudir todos los cofrades que se encontrasen en Orduña bajo pena de entrega de un cuarterón de cera, y en ella se nombraba a todos los finados y se acudí­a en su honor con candelas encen­didas en la mano. Aunque en estas ordenanzas no se cita ninguna otra actividad puramente de culto, es obvio que se celebrarí­an otras ritos re­ligiosa, tal y como aparecen en los libros de cuentas de principios de siglo XVI. Aquí­ se cita la ceremonia de cuatro misas cantadas a lo largo del año, tres dedicadas a Santa Marí­a y la otra a la Candelaria y cada domingo se celebra una misa rezada. Tam­bién se habla de los dí­as de perdones concedidos por una bula, en concreto de Nuestra Señora de Septiembre, Santa Marí­a de Agosto, San Juan, San Miguel, San Blas y ví­speras de Reyes. Además era fiesta especial San Sebastián que con San Blas, dis­poní­an de sendos altares en la ermita de la Antigua. Con estos datos se pone de manifiesto el carácter mariano, el culto a la Virgen, como la festividad más la í­ntima relación que existe entre las prácticas de importante que celebra la cofradí­a. También se nos da cuenta de la costumbre de colocar cruces en las peñas, para conmemorar el dí­a de la Santa Cruz (tres de mayo). íntimamente vinculadas a las activi­dades de culto religioso, se celebran comidas de hermandad, de gran importancia en la vida de la cofradí­a, si hemos de valorar que de los 29 capí­­tulos de Regla Vieja, nueve se refieren a los yantares que se realizaban. En estas comidas se pone de manifiesto la í­ntima relación que existe entre las prácticas de la religiosidad popular y las fiestas solidarias, sin que quepa la una sin la otra. La comida tení­a lugar el mismo dí­a en que se celebraba la misa, el martes de las ochavas de pascua, para lo que se avisaba por los mayordomos con dos dí­as de antelación. Si los cofrades no acudí­an estando en la localidad debí­an de pagar un escote como si hubiesen acudido a comer. Después se regula de una manera bas­tante pormenorizada otros aspectos rela­cionados con la comida. Los mayordomos están obligados a dar buenas viandas y bien adobadas y los comensales deben de guardar compostura en la mesa, «no revol­ver ni escandalizar la mesa». Se trata, en suma, de comidas fraternas en donde se fomenta y fortalece los lazos de solidari­dad del grupo. Aunque de una manera indirecta, apa­rece también en el texto analizado, como la cofradí­a desarrolla labores asistencia­les de ayuda a los más necesitados. Así­, la comida sobrante la debí­an retirar los ma­yordomos y repartir todo «por amor de Dios». Para conseguir un mayor número de alimentos se prohí­be a los miembros de la cofradí­a, que den o retiren las viandas para enviarlo a alguna parte, bajo pena de un cuarterón de cera. Si bien se trata de la única disposición de carácter asistencial, es más que probable que esta función de auxilio a los pobres se extendiese a otros ámbitos no exclusivamente referidos a las comidas de hermandad. La muerte, a la que hoy mantenemos casi escondida en centros especializados, en la Edad Media formaba parte de la vida cotidiana y era una realidad con la que se conviví­a y de la que se hací­a partí­cipe a la familia y a la comunidad. La pertenen­cia a la misma cofradí­a crea unos ví­nculos obligacionales entre los hermanos que se refieren muy especialmente al momento final de la vida. Si un cofrade muere fuera de Orduña, aunque siempre cerca de la localidad, «de andadura de un dí­a en acá», el cabildo mandará que algunos cofrades va­yan a por él y lo traigan con lo suyo. Pare­ce, no obstante, que ese traslado se reali­zarí­a así­, siempre que no traigan el cuerpo los parientes del finado. En cualquier caso, la cofradí­a participa activamente en todos los actos funerarios. La muerte del cofra­de, de su mujer, de sus hijos de siete o más años, o de sus padres, se hace saber a todos los hermanos por los mayordomos para que aquellos acudan a las exequias, coman un pan y vayan a la misa y al enterramiento con candelas encendidas en la mano hasta que el muerto sea enterrado. Si por cualquier motivo el cofrade no puede asistir deberá acudir en su lugar la mujer. A las honras fúnebres de los hijos pequeños de los cofrades o de sus criados «home de la casa que sea paniaguado», también debí­an acudir todos sus miembros, hasta el entierro del cuerpo, si bien las formalidades eran mucho más sencillas, en razón de la edad o del rango social que ocupaba el difunto. La solidaridad del grupo -en este caso la cofra­dí­a- se manifiesta de forma esencial en el momento cumbre de la existencia -la muerte- y se acompaña de otras solidaridades, las familiares y las vecinales que, en el caso de Orduña, tienen también su ex­presión en las calles, cuya reglamentación plasmada en las Ordenanzas de la calle Vieja de 1567, hemos tenido ocasión de estudiar en otro lugar. Nos detenemos en la época medieval de la cofra­dí­a aunque ésta pervivió a lo largo de los siglos. De todo lo expuesto cabe formular una serie de re­flexiones sobre esta institución religiosa. La socie­dad orduñesa medieval, como toda la vieja Europa, manifiesta un profundo sentido religioso de la que es testigo no solo la cofradí­a de Nuestra Señora de Orduña la Vieja, sino también otras instituciones de similar significado como fueron las cofradí­as de San Iñigo, San Juan y San Sebastián. No todas tuvieron igual importancia ni duración. La principal de todas fue la que estamos analizando y en ella el culto pre­dominante fue el dedicado a Marí­a, frente a otros santos o celebraciones. Además del culto mariano, se destaca la celebra­ción de comidas populares y de actos de solidaridad en el momento de la muerte. Son en esta época re­mota del medievo, asociaciones de orden religioso pero más espontáneas y flexibles que otras de ca­rácter más oficial como puede ser la parroquia. Esta espontaneidad parece que se fue perdiendo con el tiempo porque a partir del siglo XVII se observa un mayor control y fiscalización de sus actividades, no solo por parte del Obispado con sus visitas pasto­rales, sino también por el propio Regimiento de la Ciudad que culminará con una estricta regulación en sus Ordenanzas de 1789. Sobre el papel que jugaron estas instituciones en su origen, se han barajado distintas hipótesis. Unos hablan de un medio utilizado por los notables para sojuzgar a la gente del común y otros, por el con­trario, consideran que fue instrumento que utilizo la población para minar el poder del Señor o el del clero. Realmente en nuestro análisis nada de esas teorí­as extremas hemos hallado. Su inspiración cristiana, el papel social en el mantenimiento de sus miembros y la asistencia a velatorios y funerales en una época en que la muerte está presente en todo momento, son las caracterí­sticas que mejor expli­can el origen y desarrollo de estas instituciones[3].

[1] «Monografí­as de Pueblos de Bizkaia, ORDUÑA».  Ana Marí­a Canales Cano.

[2] Uriarte «Historia de Nuestra señora…» p. 91

[3]  José Ignacio Salazar. Aztarna, 2010.

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