
El mercado semanal de Orduña y las aldeanas de la comarca

Mucha es la documentación que nos habla de la importancia de las ferias y mercados en la Ciudad de Orduña desde el silgo XIII, ferias anuales de Primavera, San Juan, San Miguel y otras a las que acudían comerciantes de toda la península y de otros lugares de Europa. Su ubicación entre los puertos de mar y los caminos que conducían a la meseta hicieron de ella una ciudad importante en el comercio de la Península Ibérica y de distintos países de Europa como Francia, Inglaterra, Países Bajos, Bélgica y otros donde llegaban los barcos procedentes de los puertos vascos.
Nos vamos a centrar en el mercado semanal de los sábados de finales del siglo XIX hasta entrados los años 60 del siglo XX. Años en los que el mercado de Orduña era el más importante de toda la cuenca del río Nervión. A él acudían la mayoría de las aldeanas de los pueblos de su alrededor a vender o intercambiar los productos que producían y los animales que criaban en sus caseríos, por otros de los que carecían y necesitaban para la vida diaria. De la cantidad de productos que traían al mercado y su valor económico dependía lo que ellas podrían comprar para llevar al caserío.
Acudían tantas que llenaban los hastiales de la plaza y calles aledañas al campo San Juan. Los productos que traían al mercado eran variados, unos se traían todo el año, otros eran de temporada y algunos eran referentes de las diferentes aldeas. Entre estos últimos, de las huertas de Orduña, eran frecuente las verduras y hortalizas, de las aldeas de Ruzabal: los quesos, pollos y conejos, de Arrastaria: los huevos y las afamadas cerezas y brevas de Aloria, de Cedelika y Lekamaña: las nueces y avellanas, de Lezama y Saratxo: las alubias, de Aiala: los quesos y manzanas de Quejana y Beotegui, de Urkabuztaiz: las setas de primavera y del valle de Losa: los corderos y patatas al igual que de Valdegovia. De estos dos últimos valles era más frecuente la presencia de hombres que de mujeres. Esto no quiere decir que los productos eran exclusivos de cada pueblo. Cada aldeana bajaba lo que tenía.
La preparación de la salida al mercado semanal del sábado en Orduña, solía empezar la noche anterior. Se escogía mucho el producto y los animales, siempre las mejores alubias, el mejor queso, los huevos del mismo tamaño y más colorado, el tocino que no estuviera rancio, los conejos y los pollos los más gordos y lustrosos. En fin alimentos que hoy arrasarían en las tiendas «delikatesen».
Fueron años de escasez, sobre todo la década de la posguerra, en la que había racionamiento de muchos alimentos. Los productores tenían que entregar una parte de su cosecha al Servicio de Abastecimiento y Transportes (ABASTOS): cereal, alubias, patatas y otros productos bajo pena de grandes sanciones. Se precintaron molinos y no se podía comercializar harina sin cerner, de ahí que hemos oído decir a nuestros mayores que pasaron la guerra: «nos tocó vivir una época tan dura que hasta el pan era negro»; en clara referencia al pan realizado con salvado.
La mañana de mercado empezaba antes de lo habitual, se ponía la cabezada y la montura a la burra para colocar las alforjas o canastas donde se transportarían los productos y animales que se llevarían al mercado: huevos, alubias, quesos, corderos, conejos, pollos y pichones. A los animales se les ataban las patas para inmovilizarlos, pues estos tenían que ir vivos y en buenas condiciones.
Previamente el género se pesaba en la báscula romana, por un lado, para no ser objeto de engaño al llegar al mercado y por otro para calcular el dinero del que iban a disponer para hacer sus compras, estableciendo prioridades de lo que necesitaban.
Después de acomodar la mercancía salían hacia Orduña juntándose varias vecinas del pueblo y de otras aldeas cercanas. Cada una iba con su burra y algunas, con más suerte, montadas en el carro también tirado por una yegua o burra. Les esperaba un duro día lleno de incertidumbre pero, lo afrontaban con ilusión. Durante el viaje hasta la ciudad conversaban sobre sus familias, trabajos los vecinos mayores, enfermos, sus penas y alegrías…
A la llegada a Orduña antes de depositar la mercancía en el mercado, tanto las que llegaban por el paseo de la Antigua, calle Burgos, Santa Clara o calle Vizcaya, eran recibidas por las Regateras quienes examinaban el producto que llegaba ese día al mercado.
A las aldeanas todavía les quedaba un trámite antes de colocar sus puestos, pasar por el «Fielato» a pagar el canon que les daba derecho a vender sus productos. Después procedían a dejar la burra en la cuadra, patio o huerta de algún conocido de su confianza y una vez en el mercado empezaban sus ventas.
Unas mercancías eran destinadas a los comercios de la ciudad, otras a vecinas de Orduña y el resto a las Regateras. Estas mujeres, la mayoría llegadas desde Bilbao, eran gente muy curtida en el trato y acostumbradas a cargar grandes cantidades de peso. Muchas de ellas también habían sido estraperlistas. De entre las Regateras unas compraban para revender en sus puestos del mercado del Ensanche o de la Ribera y otras en casas particulares en Bilbao y alrededores.
El trato entre las aldeanas y éstas en algunas ocasiones era largo pues se regateaba mucho. Estas astutas mujeres empezaban ofreciendo menos de su valor con los consiguientes comentarios: «esas alubias están pálidas, los huevos tienen mal color, el queso… ¿no tendrá ojos? el pollo parece que tiene mucha grasa o el conejo está flaco…» Ante esto las aldeanas contestaban: «ya ves que es buen producto y… ¿cuándo te he vendido algo malo?… Bueno… si hoy no me quieres comprar no me vengas otra semana que yo no te venderé, ya buscaré otras compradoras.» En fin, regateos y comentarios que en la mayoría de los casos acababan en acuerdo.
Habitualmente estaban muy igualadas la oferta y la demanda puesto que, como se ha dicho anteriormente, fueron años de mucha escasez de alimentos. Una vez acabada la compraventa en el mercado, las Regateras se dirigían con la mercancía a la estación para coger el tren hacia Bilbao. Las aldeanas acudían a diferentes comercios de la ciudad a comprar lo que necesitaban: aceite, garbanzos, azúcar, algo de pescado en salazón, hilo, agujas algún retal de tela para confeccionar ropa a su familias, velas para cuando se iba la luz (habitual por aquel entonces)… esto es, un poco de todo pero de todo poco.
Al finalizar las compras algunas veces visitaban a algún pariente mayor o a algún conocido enfermo. En estos casos era, cuando después de muchas horas de haber salido de casa, tomaban un caldo o café con leche en los días de invierno. Nunca en el bar por tener que cuidar la economía familiar y porque además estaba muy mal visto que las mujeres frecuentasen estos locales, patrimonio exclusivo de los hombres. Después de estas visitas volvían a por sus burras y carros, cargaban sus compras y se volvían a reunir con las vecinas para regresar a las aldeas en animada conversación.
La mañana había sido larga y dura, no olvidemos que antes de las nueve ya estaban colocadas en el mercado tanto los días de calor en verano, como los días de agua, frío, viento y nieve en el duro invierno. Sin embargo, volvían contentas ya que su trabajo había merecido la pena; aún a sabiendas de que les quedaba por hacer el trabajo diario del caserío.
Al día siguiente, domingo, se volverían a juntar con sus amigas y vecinas a la mañana después de la Misa y a la tarde al acabar el Santo Rosario. Muchas semanas estos días, sábados y domingos, eran las únicas veces que se juntaban en cuadrilla; aun así, nos dicen ellas, fueron felices.
Realizado por Eli Gutierrez para ADRAtan
Referencias de la fotografía:
F-2783 y F-2784
© Euskal Museoa – Bilbao – Museo Vasco
ERR-246
© F/ P. T. de Errazquin. Euskal Museoa – Bilbao – Museo Vasco