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Andrés de Poza, lingüista del Renacimiento (III)

Andrés de Poza, lingüista del Renacimiento (III)

4. Poza y el «vasco-iberismo»

4.1. Pasemos ahora a la tercera sección de nuestra sí­ntesis, esto es, a la problemática central de la obra de Poza y a sus tesis con respecto a la extensión antigua y a la prioridad del vascuence en la Pení­nsula Ibérica; tesis que procura fundamentar y demostrar por medio de la etimologí­a de varios nombres de lugar y de otros nombres propios. No voy a tratar esta proble­mática corno vascólogo, pues no tengo competencia para ello. La trataré desde la perspectiva de la lingí¼í­stica general y de la historia de las ideas lingí¼í­sticas, en la que las soluciones particulares y los aciertos o desaciertos en los detalles importan menos que las tesis sostenidas, los problemas planteados y el modo de plantearlos.

En lo que concierne a los argumentos lingí¼í­sticos de Poza y a su mé­todo etimológico, parece que también los vascólogos y vascófilos están hoy de acuerdo en que, en su conjunto, carecen de validez; de suerte que al filólogo vizcaí­no se le reconoce sólo el mérito de haber sido el iniciador de una direc­ción en tos estudios sobre la prehistoria «externa» del vasco, pero todaví­a en forma precientí­fica. En efecto, en la sobrecubierta de la edición que utilizo, se lee: «Humboldt elevó a ciencia lo que aquí­ es acopio cordial de materiales. Hoy una ciencia más depurada ha volatilizado las teorí­as lingí¼í­sticas y genealógicas del Licenciado Poza». Y yo mismo, aceptando tácitamente los juicios corrien­tes, escribí­a en mi primer estudio, en el que me proponí­a destacar otros méritos de Poza, hasta entonces ignorados: «Lo conocen los vascólogos–o, más bien, los vascófilos–; y hay que decir que, estos últimos, por la parte más frágil de su obra (aunque se trate de la parte en la que el mismo Poza puso, por cierto, mayor empeño y mayor pasión)». Pero ya en mi segundo estudio introducí­a una restricción. Al referirme a las contribuciones toponí­micas de Poza, decí­a «algunas de ellas nada desdeñables», y aclaraba que «merecen especial atención las que explican topónimos hispánicos mediante el vascuence».

Es esta restricción la que me propongo fundamentar y ampliar aquí­, en relación con el sentido genuino y con el valor histórica de algunas de las ideas c intuiciones de Poza_ Para ello, empezaré con un examen del juicio de La Viñaza, principal responsable, a mi modo de ver, de la actitud de cautela con la que los Lingí¼istas, hasta hace unos pocos años, han considerado la obra del filólogo vizcaí­no.

4.1.1. La Viñaza, por lo común tan atento y escrupuloso con los textos que presenta en su Biblioteca, es evidentemente injusto con Poza. Así­, otorga a nuestro autor menos espacio que, por ejemplo, a Gregorio López (que sostiene la peregrina tesis de que la lengua primitiva de España fue el español mismo) y mucho menos que a Martí­n de Vicinna (quien, en cuanto a la época de los orí­genes, se mantiene estrictamente dentro del esquema de la confusión babélica de las lenguas, cf. n. 48); o a Jacinto de Ledesma (que defiende la tesis de una lengua «tubahria»). Es cierto que, con su habitual perspicacia, destaca la frase con la enumeración de las lenguas románicas (que es la que ha sacado a Poza. del olvido y ha vuelto a poner en circulación su nombre entre los no­vascólogos), pero no comenta la noción de «lengua general» y no se percata de que esta frase se halla en un muy notable panorama de las lenguas de Europa. Asimismo, no valora y no señala siquiera las listas de germanismos que Poza propone en el texto en español y en el resumen en latí­n, listas originales y –corno se ha visto– muy superiores a las de Bernardo Aldrete (a las que, en cambio, menciona dos veces)(«‘, no advierte que la obra de Poza contiene tam­bién fragmentos de dialectologí­a y etnografí­a (ver más abajo) y no valora si­quiera como recolección de materiales el diccionario histórico-geográfico con­tenido en el apéndice De las antiguas poblaciones de las Españas (cf. n. 9).

En cuanto a la tesis central del libro de Poza, La Viñaza, después de citar el pasaje sobre la sucesión de las lenguas en España, antes y después de la época romana pa}, la presenta como sigue:

«La venida de los vascongados de los campos de Armenia y de las llanuras de Senaar, para habitar la España, en donde lograron oprimir y extinguir la lengua hebrea, que era la que entonces se hablaba en la Pení­nsula, es el principal fundamento de este libro, que carece de toda crí­tica cientí­fica. Así­ se leen en él, consignados sin pruebas ni argu­mentos sólidos, principios históricos, corno el de que la lengua hebrea fue la general y materna del mundo (pág. 91) hechos corno el de que los antiguos españoles poblaron una provincia en Asia «y en ella fun­daron villas de apellidos vascongados» (pág. 20); juicios corno el de que «la lengua vascongada no es menos substancial y philosóphica que las más elegantes de Europa» (pág. 30) y otros asertos semejantes, que se han venido repitiendo con pequeñas variaciones, desde el siglo XVI acá, por muchos alucinados escritores vascófilos.

4.1.2. Este pretendido resumen, más que una sucinta presentación objetiva, es una caricatura malévola, ya que ni es éste el «principal fundamento» (la tesis básica) de Poza, ni Poza sostiene sus tesis de manera totalmente acrí­tica (aun concediendo que muchos de sus argumentos resultarí­an hoy muy frágiles y, en varios casos, hasta absurdos). Evidentemente, La Viñaza, crí­tico y adversario declarado (y con buenas razones) del «panvasquismo», o sea, de la exaltación acrí­tica del vasco y de los excesos y teorí­as descabelladas de varios «vascófilos» posteriores, ve en Poza el iniciador de esos excesos y le atribuye «halucinaciones» que vendrí­an bastante más tarde (esos «asertos… que se han venido repitiendo con pequeñas variaciones») o, al menos, la culpa de esas «ha­lucinaciones» E»). Y así­ lo declara casi explí­citamente en otro lugar de su Bi­Moteca: «Así­, en España, Larrarnendi, Astarloa y Erro, siguiendo al Ldo, Poza y á Baltasar de Echave, ven en el eúskaro el origen de todas las lenguas, y principalmente del castellano».

Pero la verdad es que el Licenciado Poza no ve en el vasco «el origen de todas las lenguas» ni «principalmente del castellano».

4.2. Es cierto que Poza se propone, entre otras cosas, mostrar «cómo la lengua vascongada no es menos sustancial y filosófica que las más elegantes de Europa». Pero se lo propone sólo en el cap. XII (fs. 30r-35r), o sea, después de haber demostrado cabalmente –en su opinión– sus tesis histórica a, ya que esto no pertenece propiamente a la tesis cientí­fica de su obra, Y su apologí­a del vasco –escrita más bien para llamar la atención sobre una lengua poco conocida y combatir a quienes consideran esta lengua ‘bárbara y menguada’ (f. 32v), sólo «porque no la saben ni la entienden» (f. 35r)–, no cs más ditirámbica ni más vacua que ciertos elogios renacentistas del español (inclusive alguno que merece el aplauso de La Viñaza) y, en su conjunto, es más comedida y mucho menos insolente que ciertos elogios franceses de la lengua francesa. Por otra parte, Poza no la emprende sin argumentos. Sólo que, para el vasco, no puede emplear el argumento principal de los elogios de las lenguas romances (el de la mayor semejanza con el latí­n) ni el del más esmerado e intenso cultivo literario (en su época el vasco no tení­a casi literatura escrita); de suerte que tiene que buscarle alguna excelencia intrí­nseca. Y la encuentra, en particular, en el hecho de que muchas palabras vascas contendrí­an una fi­losofí­a y ciencia oculta y serí­an, por tanto, capaces de decir «la verdad de las cosas» que nombran; excelencia que, por otra parte, el vasco compartirí­a con las restantes lenguas «babilónicas» (cf. 4.3.1.), y muy en particular con la «cí­m­brica».

Poza se funda en una doble distinción; entre lenguas originarias y «perfectas» («elegantes, sustanciales y filosóficas») y lenguas ‘mestizas e im­perfectas»; y entre nombres originarios y genuinos («naturales» a una lengua) y nombres «casuales», o sea, nombres etimológicamente transparentes (sim­bólicamente descriptivos o analizables y motivables mediante asociaciones con otras palabras de la misma lengua) y nombres etimológicamente opacos (no motivables de ese mismo modo). Las lenguas «babilónicas», en cuanto «ema­nadas de Dios», no pueden ser sino «perfectas», al menos en la medida en que se han mantenido en su pureza originaria, y, por tanto, los nombres que les son «naturales» contendrí­an su propia «causa» (= motivación), enseñando ‘la naturaleza y definición de las cosas nombradas’, mientras que en las lenguas «mestizas» (mezcladas con otras lenguas) los nombres serí­an «casuales», es de­cir, etimológicamente opacos (fs. 30v-30r). Y en cualquier lengua –aun en una lengua originariamente «perfecta»–, un nombre es «natural» sólo si es trans­parente y motivable en relación con las cosas; de otro modo, es «casual’ y, por ello mismo, «advenedizo y adulterino» (f. 31r). Porque un nombre genuino debe manifestar la esencia de la cosa, tal como, según Poza, lo enseña Pinzón en el Cratilo (diálogo al que se refiere explí­citamente).

4.3.Con este fundamento, el filólogo vizcaí­no ofrece cuatro etimologí­as «physei» de palabras vascas, para demostrar que, precisamente para ciertas no­ciones esenciales, el vasco, siendo lengua originaria, tiene nombres genuinos y «naturales» y, por tanto, filosóficos y sustanciales». Del nombre vasco de «Dios», da una etimologí­a del tipo «mágico-simbólico»: ese nom­bre, que significarí­a «tu mismo bueno», revelarí­a o simbolizarí­a por su misma estructura fónica –e incluso mejor que el hebraico Elabirn (que puede ser sin­gular y plural)– la esencia de Dios corno uno y trino, ya que, pronunciado en una sola sí­laba con todas sus cinco vocales [?!], simbolizarí­a !a totalidad y la unidad y sugerirí­a «que ni forma ni materia consiste sin aquel Dios que dio ser a todas las cosas»; y pronunciado como trisí­labo, simbolizarí­a la Trinidad, ade­más de presentar a Dios, mediante el vocablo «Aun» (que no serí­a otra cosa que on, «bueno»), como «el summo bien y summa felicidad de lo visible e invisible» (f. 33 r-v). Evidentemente, en este caso (corno en todas las etimologí­as de este tipo, usuales entre los mí­sticos y cabalistas desde la Antigí¼edad), es la inter­pretación del concepto de «Dios» la que determina el pretendido análisis de la palabra, y no al revés. Para las tres palabras restantes, Poza da etimologí­as del tipo «asociativo» tradicional. El nombre vasco del sol, Eguzquia, Egusgtieya[sic], significarí­a «mirad, atended el principio, fundamento, obra, llamamiento o principio del dí­a»; el de la luna, Irarguia, significarí­a por su etimologí­a «lum­bre muerta, luz y claridad prestada», de modo que corresponderí­a a la doctrina astronómica acerca del satélite; y el de la muerte, Eriotcea (sic], serí­a «golpe, herida o accidente frí­o», lo que también encerrarí­a «una breve sentencia filo­sófica» (fs, 33v -34v). Y en todos estos casos, los nombres vascos serí­an mejores y más profundos que los de otras lenguas, pues manifestarí­an de manera más adecuada y cabal la esencia de las cosas; así­, por ejemplo, el nombre del sol en latí­n (sol, asociado con solos} y en castellano, italiano y francés, destacarí­a sólo que este astro es único, «que no hay otro sol», o sea, «lo que todos ven y saben» (f. 34 r).

Por consiguiente, la apologí­a elaborada por Poza no es sino la con­firmación, desde otra perspectiva y bajo otra forma, de la originariedad y ori­ginalidad del vascuence. Sin duda, el argumento de la ‘verdad de las cosas ma­nifestada por los nombres transparentes y motivados’ (o pretendidamente tales) es falaz y muy frágil (4°; y seguirí­a siendo tal aun cuando los análisis etimo­lógicos de Poza fueran certeros y bien fundados, ya que podrí­a interpretarse también en sentido negativo (por ejemplo, corno indicio de escasa capacidad abstractiva y de un pensar arcaico), Pero se trata de un argumento que, mutatis mutandis, se ha aducido y se sigue aduciendo en la lingí¼í­stica «menor» (y a veces también en la «mayor»), con respecto a varias lenguas; por ejemplo, con respecto al alemán, cuyas palabras compuestas, siendo motivadas y analizables, dirí­an «lo que son las cosas» y serí­an, por tanto, «más adecuadas» que las co­rrespondientes palabras románicas, simples o sólo derivadas y, por ello, «opa­cas» o, al menos, «genéricas» e imprecisas. Además, lo cierto es que no suelen tener más y mejores argumentos los apologistas de otras lenguas. Así­, no los tiene «el gran Escalí­gero» al presentar la lengua francesa como «ómnium linguarum Romanensium excultissima, elegantissima et sanissima, et cum qua ne­que Italica, neque Hispanica contenderé possunt»; y tampoco los tiene D. Bouhours, al exaltar (en la segunda mitad del siglo XVII) una serie de virtudes y excelencias más o menos imaginarí­as de la misma lengua (también virtudes que una lengua, como tal, simplemente no puede t ene r) y al «condenar» el español y el italiano, carentes, según él, de esas virtudes. Recordemos tam­bién que, más de medio siglo después de Poza, Baltasar Gracián (en Agucle.24 y arze de ingenio, 1648) interpreta el nombre Dios como Dios, o sea, «os di»: `Di-os (la vida, la hacienda, los hijos, la salud, la tierra, el cielo, el ser, mi gracia’, y que Maya:11s, en 1737, sigue entendiendo que las lenguas babélicas, «como infundidas por Dios, … fueron perfectí­simas» y sólo piensa que ninguna ha permanecido incorrupta (Orí­genes, 1, 2). En cuanto a la filosofí­a y la ciencia contenidas en las lenguas, piénsese en las maravillas de pensamiento metafí­sico y cientí­fico que B, Lee Whorf, en nuestra época y con argumentos de la lin­gí¼í­stica moderna, encuentra en la lengua hopi de Norteamérica. Por ello, no debe extrañarnos que las apologí­as de las lenguas contengan disquisiciones y etimologí­as corno las de Poza. Porque, en realidad, para una apologí­a no se requieren ‘pruebas y argumentos sólidos’. Las apologí­as de las lenguas no son, en rigor, un tipo de discurso cientí­fico, sino, más bien, una forma retórico-literaria perteneciente a la especie «himno»: forma literaria menor y, por lo co­mún, cientí­ficamente ingenua (pero no más ingenua si se refiere a] vasco que si se refiere al español, al francés o al alemán).

4.3.1. Muy otros argumentos tiene Poza para sostener su tesis bá­sica. Pero a este respecto hay que distinguir el marco de la investigación, marco tácitamente aceptado (y que no cabe volver a justificar en cada investigación particular), de las tesis que en un determinado marco se sostienen; distinción que (¿en este caso?) no hace La Viñaza, al exigir que Poza presente «pruebas» y «argumentos sólidos para «principios históricos como el de que la lengua hebrea fue la general y materna del mundo».

Así­, es cierto que Poza admite sin crí­tica el hebraí­smo primitivo (y más aún, pretende demostrarlo con argumentos lingí¼í­sticos), así­ como es cierto que presenta la lengua vascongada como «puramente babilónica»(f, 13v). Pero el hebraí­smo primitivo y la confusión babélica de las lenguas no representan su resú particular, sino que constituyen el marco generalmente aceptado (hoy se dirí­a «el paradigma») de la lingí¼í­stica histórica de su tiempo (y, en gran par­te, de una larga época posterior; cf. más adelante), Y, en este mareo, «lengua babélica» o «babilónica» (c «una de las 72») equivale simplemente a «lengua matriz», «lengua originaria». O sea, lengua históricamente autónoma, no de­rivable de otra lengua («matriz») conocida, no atribuible a «una familia» (o que por sí­ sola representa una familia de lenguas). En este sentido, el latí­n es «lengua babilónica» («una de las 72») si se lo considera corno lengua autónoma, y no lo es si se lo deriva del griego; y el mismo español es «lengua babilónica» («una de las 72») si se lo considera como lengua originaria de España, anterior al latí­n, y no descendiente de éste (como, en efecto, lo considera Gregorio López; cf. n. 50). Por lo mismo, muchos autores, antes y después de Poza, llegan a pre­guntarse «cuál fue la lengua que Túbal trajo a España», ya que el hecho de que fue «Mal, hijo de Jafet, quien, después de Babel, pobló España se da por supuesto: pertenece para ellos a su paradigma»; y dentro de este paradigma, ello equivale a preguntarse ‘cuál fue la lengua primitiva de España (o qué len­gua se hablaba en España) antes de las «colonizaciones.‘ históricamente cono­cidas’.

En efecto, éste y no otro, es, por ejemplo, el marco de Martí­n de Viciana (1574), quien se pregunta cuáles lenguas, entre las conocidas, podrí­an ser «de las 72″ y piensa poder atribuir esta dignidad a la hebrea («que quedó permaneciendo en su forma primera»), á la caldea, a la griega y a la latina {+s}. Como también lo es de Jacinto de Ledesma (1626), quien pretende demostrar que «la lengua que Túbal introdujo en España» no fue la vascongada, sino otra, desconocida (que se llamarí­a «Tubalea o Tubalina, por respeto del nombre de su prí­ncipe Túbal»), y de los autores que sostienen que la lengua primitiva de España (anterior al latí­n) fue el castellano mismo, como Gregorio López Madera (1601) y, después de él, Luis de la Cueva (1603), Francisco Bermúdez de Padrazo (1608) y José Pellicer (1672)    Y este mismo marco del hebraí­smo primitivo y de la confusión babélica de las lenguas, aunque algo depurado y matizado, se mantiene largamente en la lingí¼í­stica española: es todaví­a, al me­nos formalmente, el marco de Gregorio Mayáns (1737); y, en lo concerniente a la confusión babélica, también el de Lorenzo Hervás, en la segunda mitad del siglo XVIII y a principios del siglo XIX. Se escapan a este marco sólo los estudiosos que se atienen estrictamente a la historia profana y documentada.

4.3.2. Pero en la historia de una disciplina (y más aún de una ciencia humana), no juzgamos las tesis e ideas por el marco en que se formulan; las interpretarnos, sí­, en su marco y dentro de su contexto histórico para entender su sentido, pero las juzgamos por su contribución al saber fundado y justifi­cado, o, al menos, por su aspiración a contribuir a tal saber. Y, en particular en la historia de la lingí¼í­stica (y no sólo de la española), así­ como los aciertos particulares (concernientes a los «hechos») se valoran desde el punto de vista del saber actual (o posteriormente confirmado) e –independientemente de las concepciones «superadas» a que pueden corresponder–, las tesis, las ideas, los problemas planteados y el modo corno se plantean deben, si, interpretarse en su contexto histérico, pero deben valorarse por su sentido intrí­nseco e inde­pendientemente de corno se juzgue cl «marco» al que corresponden. Debemos despojar las tesis e ideas de lo que en su formulación es caduco, por depender de tal o cual marco «superado»: entender, por ejemplo, que, como se ha dicho, lengua babélica» puede equivaler, en nuestra perspectiva actual, a lengua (considerada corno) genealógicamente autónoma»’. Y en este sentido, la tesis de Poza, despojada de todo lo «babélico» y «tubalino» y traducida en términos históricos, no tiene nada de insensato.

4.3.3. Por otra parte, no se trata siquiera de una hipótesis personal de Poza, sino, originalmente, de una opinio communis entre los eruditos de su siglo. En la «generalidad» primitiva del vascuence en la Pení­nsula creyó, du­rante bastante tiempo (según su propia confesión), Juan de Valdés, que después (con no muy buenas razones ni mucha convicción) opté por el griego («). Cre­yeron, asimismo, Lucio Marineo Skulo y «otros escriptores» ‘»), corno dice Vi­ciana, que también se indina a aceptarla (cf. n. 48). Y todaví­a en 1601 (e in­dependientemente de Poza), el muy notable Francisco del Rosal escribe: «la posibilidad de negar más o menos explí­citamente la «originariedad» del vasco [‘Orí­genes, 1, 11 61-62; en la edición Mier, págs. 330-333), no le impide emitir hipótesis históricas insoste­nibles, como la de que el «español antiguo» prelatino) –identificado por él con el ibérico–haya sido un dialecto de la lengua púnica, «como el céltico»(!): «Después desta mezcla y confusión de iberos y celtas, me persuado yo que se hablarla en la Celtibreia un lenguaje compuesto del antiguo español y del céltico.., y es verosí­mil que el antiguo lenguaje español y el céltico, como tan vecinos uno del otro, fueron dialectos de otra lengua, la cual me persuado fue la púnica» [Orí­genes, I, § 98; ed. Mier, pág. 365).

Esto no significa tomar por buena cualquier hipótesis o creencia sino porque se formula dentro de un determinado marco histórico. En cualquier marco pueden sostenerse tesis razonables y nada disparatadas. Así­, en el marco en cuestión, las tesis de que la lengua primitiva de España fue la vascongada, de que fue otra lengua, hoy desconocida, de que fueron varias lenguas hoy desconocidas (o el vasco y otras lenguas, después desaparecidas), son todas tesis razonables {dignas de ser discutidas), mientras que la tesis de que esa lengua fue el español mismo es una tesis descabellada y que no merece discusión, porque niega lo que ya entonces era saber fundado: porque, en lugar de aspirar a transformar el mico en historia, niega la historia y la transforma en mito. Y la misma lista de palabras tubalinas.» de Ledesma (cf. n. 41) es absurda, no por su marco «tubalino», sino porque ignora lo que ya en esa época era saber adquirido, incluyendo toda una serie de palabras claramente latinas y palabras ya entonces reconocidas como germánicas o árabes (además de algunas, entonces, como ahora, fácilmente reconocibles como vascas).

4.4. El mérito de Poza no es el de haber sido el primero en formular la hipótesis de fa «originariedad» del vasco en España, sino el de haber transfor­mado una muy difundida creencia u opinión en una zests histórica; tesis que procura sostener con argumentos filológicos y lingí¼í­sticos y que, más de dos siglos más tarde, será reanudada –c a si en el mismo sentido aunque a otro nivel cientí­fico– por Wilhelm ven Humboldt. Por ello, con todas sus limitaciones> el licenciado vizcaí­no, más que «lejano precursor», es el primer asertor serio de la tesis del «vasco-iberismo». De suerte que, ahí­ donde La Vi­ñaza ve sólo falta de crí­tica cientí­fica, cabrí­a más bien ver vislumbres de espí­ritu crí­tico. Ya el hecho de que Poza advierta que no es suficiente estar convencido, sobre la base de vagos indicios, de la prioridad del vascuence en la Pení­nsula y se proponga demostrarla con argumentos cientí­ficos es sintomático en este sentido. Corno también lo es que advierta que la tesis de la «generalidad» pri­mitiva del vasco puede sostenerse sólo para una época más antigua que la in­mediatamente anterior a la conquista romana (cf. 4.4.1. y n. 58), ya que hay que conciliarla con la pluralidad de lenguas documentada por varios autores antiguos para la España prerromana y la romana de los primeros tiempos. Y, en rigor, no es menos sintomático el hecho de que incluso el hebraí­smo pri­mitivo (en el mundo y en España) no lo acepte tácitamente, como dogma, y aspire a demostrarlo. Se puede admitir que, en este caso, la hipótesis misma carece de sensatez y que, por tanto, todo intento de demostrarla está destinado de antemano al fracaso. Pero esto no quita el que lo emprendido por Poza sea un intento de convertir el mito en historia.

4.4.1. Pero veamos más de cerca la marcha de la argumentación de Poza. La problemática que se propone tratar la expone nuestro autor í­ntegra­mente ya en el primer capí­tulo de su libro; así­, también, los argumentos que entiende utilizar. Evidentemente, su tema especí­fico es sólo el de la antigí¼edad y prioridad del vascuence (y, por tanto, de los vascos) en la Pení­nsula Ibérica; y a esto apuntan los tí­tulos que da a la parte primera (y principal) de su obra («Del antiguo lenguaje de las Españas» y al correspondiente resumen en latí­n («De prisca Hispanorum lingua», f. 59r). La convicción de que «la lengua vascongada fue la antigua de las Españas» estaba ya, como se dice, «en el aire» en su época; y no sólo «en el aire», ya que se hallaba consignada en escritos entonces prestigiosos. Y Poza se propone precisar desde el punto de vista histórico esa «antigí¼edad», precisar los lí­mites de la extensión prehistórica del vasco y confirmar esa convicción genérica mediante el análisis sistemático de los topónimos antiguos; método, éste, utilizado ya en la Antigí¼edad por Flavio Josefo (en las Antiquiratesludakote) y aplicado también en la ciencia española de su tiempo, por Florián de Ocampo. Pero entiende que tiene que colocar su tesis en un marco más amplio, tanto porque se trata de una tesis de carácter general acerca del valor de los nombres de lugar en cuanto fuente para la his­toria, como porque se propone situar exactamente el vasco en la cronologí­a de la sucesión de las lenguas en la Pení­nsula. Y así­ lo declara desde el comienzo:

«El que tuviere noticia de las lengua vascongada, hebrea y griega, y Justamente notare el siglo en que se dió nombre a los rí­os, montes, provincias y ciudades más antiguas de estos reinos, luego vendrá en conocimiento de la lengua que corrí­a en cada una de las eras en que los tales nombres se impusieron. Del cual argumento pensamos usar aquí­, y de él se aprovecha Josefo en el libro de las antigí¼edades, y Florián de Ocampo, en el libro 3, cap. 34, de más de que la expe­riencia cotidiana lo tiene por aprobado» (f. 1r).

í‰sta es la «intención» que Poza quiere «comprobar con autoridad, con razón y con ejemplos’. (f. lv).

La «autoridad» es la de Séneca. Poza se refiere también a la «autoridad de Pomponio libelo» (f. 2v), pero este autor sólo le proporciona dos topónimos no interpretados. La «razón» es la que nos dice que los pobladores y con­quistadores imponen los nombres en su lengua», hecho «muy notorio y usado» (f. 3r), confirmado también por la «experiencia cotidiana», y que, conjunta­mente a la notoria estabilidad en el tiempo de «los nombres de las villas y pro­vincias y comarcas» (f. 2v), constituye el fundamento del argumento de 1naví­o Josefo. Y los «ejemplos» son los nombres de lugar interpretables por las lenguas de quienes los impusieron.

En Séneca se funda el único argumento propiamente «filológico» de Poza. El autor hispano-latino escribe en su De Corlsolatickneque la isla de Cór­cega, «según fama antigua», fue poblada por «españoles» filisparujy que, en efecto, seguí­a conservando «calzado, tocado y muchos vocablos» propios en su tiempo de «las naciones de Cantabria, comarcanas al rí­o Ebro» (f. lv). De esto, Poza deduce: a) que en la época de Séneca la región cántabra conservaba to­daví­a su lengua antigua, ya que el autor latino encuentra en Córcega «vocablos de las naciones de Cantabria»; b) que en otras regiones de España esa lengua ya no se hablaba, puesto que Séneca no habla de vocablos generales de His­pania, sino sólo de vocablos Cántabros; y –con un salto algo audaz (y salí­stico)– c) que en lo antiguo, mucho antes de la época de Séneca (unos mil años antes), esa misma lengua habí­a sido general de España, o, por lo menos, tuvo una extensión mucho mayor, ya que Séneca, al referirse a los pobladores anti­guos de Córcega, habla de «españoles» en general [Hispanii y no de «cántabros». De aquí­ la ecuación «lengua hispánica antigua» «lengua de Cantabria en la época de Séneca (o, simplemente, en la época romana)», Y en cuanto a esta última, Poza puede comprobar de inmediato que era «la nuestra de Bizcaya» (f. 2v); ello, precisamente con la ayuda del argumento toponí­mico. En efecto, entre las poblaciones de Cantabria nombradas por Pomponio Mela, en­cuentra dos, lturisa y Sauria, cuyos nombres «son puramente vascongados, del vascuence que hoy dí­a se habla» (E 2v), ya que, justamente ‘en la lengua vas­congada de nuestros tiempos, hacen significación y concepto muy claro y llano’ (f. 3r). El nombre Iturisa (iturila) lo interpreta como «lugar de muchas fuen­tes», y de Sizacria (Cawria) dice que significa en vasco lugar de descalabro, golpe, contienda» (en el resumen en latí­n, f. 64-kr «locus vulnere alí­quo mirabilis»).

Resuelta así­ la ecuación propuesta («si la lengua antigua de Hispania era idéntica a la de Cantabria de la época romana, entonces esa lengua era el vascuence»), Poza pasa a dar más ejemplos de nombres de lugar impuestos por los respectivos pobladores o conquistadores, con lo cual completa el esbozo de la problemática que se propone tratar. El nombre Toledo lo interpreta por el hebreo (significarí­a en esta lengua «madre de gentes», «congregación de gen­tes»); Zamora, Zarnorathi, por el árabe («la lengua africana moderna»), corno «lugar de piedras blancas»; Salamanca, Salmantica, por el griego («canto pro­fético»}; Asturias y Cantabria, por el vasco (cf. 71.1,, 7.2.3 y n. 81); Emerita, desde luego, y muy exactamente, por el latí­n: «lugar o presidio de soldados jubilados» (fs. 3v-4r).

Queda todaví­a por precisar la época en la que el vasco fue la lengua general de España, ya que hay autores (como Florián de Campo y Ambrosio de Morales) que, sin tener en cuenta la cronologí­a, niegan que lo haya sido. Y es lo que Poza hace en el segundo capí­tulo (fs. 4v-7r), discutiendo en primer lugar la tesis sostenida por Ambrosio de Morales. Este ha señalado, en parti­cular, que varios autores antiguos (Séneca, Tácito, Estrabón, Quintiliano) atri­buyen a España «muchas lenguas» diferentes, y no una sola. Sí­, dice Poza; pero esto concierne a una época posterior a aquella a que él pretende referirse; Am­brosio de Morales tiene razón con respecto a la época romana [lo que Poza ha concedido por anticipado], pero él no pretende afirmar que la lengua vascon­gada haya sido general en Espada en esa época, sino que lo fue en una época mucho más antigua: en la época a la que Seneca, en De Consolatione, se referí­a con su «Hispani» (cf. n. 58). En el mismo capí­tulo, y, en parte, en el marco de la misma discusión con Ambrosio de Morales, Poza admite, por tanto, que en España «entraron», después de los vascos primitivos, otros muchos coloniza­dores, ante todo pueblos africanos (algunos de ellos mí­ticos) que llegaron a poblar y dominar vastas zonas de la Pení­nsula, en particular, «Hética y parte de la Lusitania» (f. 6r); lo cual se confirmarí­a incluso por varios nombres de lugar antiguos, «que ni hacen concepto en la lengua hebrea, ni tampoco en la vascongada» (f. 5r). Y concluye que ‘en los tiempos de Séneca y Quintiliano puede haber habido en Espada «dos o tres lenguas diferentes», además de la vizcaí­na y de la griega’ (f. 5r).

4.4.2. Con esto, la tesis del «vasquismo originario» –la primera for­ma, elemental, de la tesis del «vasco-iberismo» («la lengua primitiva de España, anterior a las varias colonizaciones, fue la vascongada; y esto puede demostrarse por el análisis de muchos nombres antiguos de lugares»)– queda más o menos explí­citamente formulada (y, para Poza, también filológicamente justi­ficada)'»), de suerte que nuestro autor, de acuerdo con el plan que se ha pro­puesto, pasa a desarrollar y a demostrar en detalle (de aquí­ en adelante, sólo mediante «ejemplos») su tesis acerca de la sucesión de las lenguas generales (y no generales) en la Pení­nsula (cf. n. 38).

Y en esto procede de manera muy sistemática. Así­, trata primero (cap. III y IV) del hebreo como ‘Lengua primera y general del mundo’ y de la dominación hebrea prebabélica en España y registra una larga serie de etimo­logí­as hebreas de nombres de varias regiones –Italia, Galia, Libia, Persia, Asi­ria, Chipre, Creta, Lidia, Armenios, Hircanos y hasta Moscovitas, etc. (así­ como otros muchos que «se excusan por la prolijidad» y que tendrí­an «su significación en hebreo» y en ninguna otra lengua, – y de varios topónimos his­pánicos (Sagunto, «multiplicación, muchedumbre»; Gadir-Gades-, «cosa final o extrema»; Escalona, «balanza»; Sidonia, Elba, Alba, Toledo, etc.); en am­bos casos, lamentablemente, sin declarar sus fuentes y sin especificar las pala­bras hebreas (caldeas, sirí­acas) a que pretende referirse. En el cap. IV empieza a dar también etimologí­as de antropónimos (nombres de reyes mí­ticos como Ibero-Hebes, Tagus, Gera), Brigo, por ejemplo, significarí­a «com­pañero», y Taggy, «arrancamiento». El cap, V lo dedica Poza, por su orden, a la confusión babélica de las lenguas, a las lenguas llegadas a Europa y a la «en­trada» de Túbal en España, con sus vascos primitivos; el cap. VI, con las etimologí­as que se verán más adelante, a la lengua vasca en España; y el cap. VII, a una supuesta expansión asiática de los vascos prehistóricos (cf. 4.5.). En el cap. VIII, dedicado al griego, enumera una larga serie de topónimos, en su ma­yorí­a, efectivamente griegos, y una serie de supuestos grecismos del español (cf. 4.4.3.). En el cap. IX, dedicado a la conquista romana y a la difusión del latí­n, no da, desde luego, etimologí­as de topónimos, ya que se trata de cosas notorias (la única etimologí­a latina que encuentro en toda la obra de Poza, en esta parte, es la del ejemplo Enterita–Mérida, muy acertada. Pero vuelve a dar­las (de antropónimos y de voces del léxico corriente) en el cap. X, concerniente al germánico. Finalmente, el cap. XI, el ultimo antes de la «apologí­a», corres­ponderí­a, por su orden, al árabe, pero de esta lengua Poza sabe (y dice) muy poco; por lo cual, prefiere dedicarlo a una serie de supuestas vasquismos del español (cf. 4.4.3.). Falta sólo un tratamiento del fenicio y, a pesar del tí­tulo del cap. XI (‘De la. antigua lengua africana,..»), del púnico. A los fenicios («fe­nices») los menciona Poza en el cap. V (f. 14r) y varias veces en la segunda parte de su obra (I1, fs. 6r, 24r, 31v, 33v), pero no dice nada de su lengua. De los púnicos (cartaginenses), dice (f. 28v) que es difí­cil averiguar cuál haya sido su lengua; y en el resumen en latí­n (f. 68v) repite lo mismo; con todo, afirma que Avda significa en esa lengua «término» y Caipe> «división»; y en la segunda parte (II, f. 18), al hablar de Hábitos (que otros «escriben Avila»), dice que «significa, en la lengua antigua cartaginense, monte alzo y crecido».

Así­, pues, podemos (y, las más de las veces, debemos), sin duda, negar el valor, y a menudo incluso la sensatez, de las etimologí­as de Poza; pero, si se prescinde de esos detalles concernientes al fenicio y al púnico, nadie podrá negarle la sistematicidad, la perseverancia y la coherencia en el desarrollo de sus tesis y en la aplicación de su método. Lo único que se le puede objetar, en cuanto a la coherencia, es que no se limite a los nombres de lugar y analice etimológicamente también muchos antropónimos más o menos quiméricos. Varios de estos antropónimos los necesita, desde su punto de vista, para derivar de ellos ciertos nombres de lugar, o sea que, más bien, los deduce de los to­pónimos (así­: Betas-Bética, Tagus-Tagus, Tajo; Lusos-Lusitania, Gera-Geron­da, Gitana, etc.); pero para otros varios no tiene siquiera esta justificación. Conviene, sin embargo, señalar que, en la mayor parte de los casos, no los recoge en su diccionario histórico-geográfico, obra, ésta de información, y no de especulación (cf, 4_6).

4.4.3. Hay que observar, también, que Poza tiene la clara conciencia de que sólo plantea el problema histórico de la sucesión de las lenguas (y de los pueblos dominantes) en España, y no un problema histórico-lingí¼í­stico, de genealogí­a de las lenguas. No considera el vasco lengua primitiva de la hu­manidad (como otros «vascófilos» después de él), no deduce el vascuence del hebreo ni el español del vascuence (lo que serí­a contrario a su tesis histórica). La estratificación del léxico español puede corresponder en algo a esa sucesión de lenguas (en la que, extrañamente, falta el céltico cf. N. 38), o sea que el español tiene también palabras vascongadas, griegas, góticas, arábigas, etc,; pero c ora o lengua es esencialmente latino: es «lengua general» surgida de la matriz latina (así­, sin el término «matriz», f. 13r, y con este término en el re­sumen en latí­n, f. 67r). Esto se revela también por el número muy reducido de voces no latinas que, a partir del capí­tulo sobre el griego, pretende identificar en español.

Al hebreo «prevasco» de España, atribuye Poza, como se ha visto, una serie de topónimos españoles pero, de acuerdo con su tesis de que el hebreo primitivo fue sumergido y reemplazado por el vascuence, hasta perderse inclu­so en la memoria (f. 14v), ninguna palabra del léxico corriente y al mismo vasco atribuye explí­citamente un número muy exiguo (mucho menos de lo que ad­mite la etimologí­a moderna). Es cierto que afirma que las palabras vascas del español han de ser «muchas». Ya en el cap. II, donde establece que ‘la len­gua materna y general de estos reinos no fue otra sino la vascongada’ (f, 6r), afirma que «hoy dí­a en el nuestro Romance tenemos muchos vocablos vas­congados, que el ‘algo piensa que no lo son, como se verá abaja en su lugar» (f. 5v-6r). Pero «en su lugar», esto es, en el cap. VI, dedicado al vasco, sólo registra nombres propios y ninguna voz del léxico común. Y sólo en el cap. XI llega a enumerar algunas. Aquí­ vuelve a afirmar que «otros muchos vocablos no latinos ni africanos son [en el español propiamente dicho] espa­ñoles de la lengua antigua que ahora llamamos vascongada» (f. 29r). Pero, en realidad, encuentra muy pocos, ya que se limita a algunas de las bien conocidas voces latinas señaladas como «hispánicas» o propias de Flispania por ciertos autores antiguos: lancea > lanza, gurthirs>gordo y cusci»˜hum>cascajo (voz que Poza registra en la forma coscolión y de la cual, en el resumen en latí­n, f. 69r, deriva, extrañamente, no coscojo, sino gorgojo); y añade a éstas sólo: anchar [ahuchad, que define como «guardar y juntar en custodia» y deriva de un vasco ucha [sic], «caja, arca en que se guarda algo»; hormaza, «tapia, paredón de tie­rra» (escrito en otro lugar –f. 10v– ormazo), que procederí­a de un  vasco orma, «pared»; ama, del vasco ama, «madre», y amo. En otros contextos deriva ade­más, abrigar de briga (considerado, este último, corno vasco; cf. n. 81). De ninguna de estas voces se puede afirmar que es efectivamente vasca (o «his­pánica no latina»); y de varias (entre éstas, hormazo y abuchar), se puede ase­gurar que no lo son. Pero, gracias a Poza, tenemos, al menos, adelantada a través del verbo ahuchar, la documentación de hucha, «alcancí­a, arca» (primera documentación en Corominas: 1611).

Más voces españolas atribuye Poza al griego, y, ello, efectivamente «en su lugar», es decir, en el cap. VIII, dedicado al griego. Del griego, deriva, en efecto (además de ángel, Evangelio, diablo, registradas en el cap. XII) andar (?),, artesa, beodo, cama, cara, chilindrón, espada., estradiote], hongo, mozo, palabra, sábana, tí­o, tiro, tomo, tomar. De éstas, sólo cara, espada, estradiote, palabra, sábana, tí­o y tomo (y, por supuesto, ángel, Evangelio, dia­blo) son efectivamente de origen griego; pero pertenecen a épocas diversas (es­tradiote, por ejemplo, es voz moderna) y de ninguna se puede afirmar que pro­ceda del griego hispánico; una duda queda sólo con respecto a artesa (si se relaciona efectivamente con gr. ártos, «pan»). Del griego deriva Poza (fs. 46r, 51r) también dos topónimos vascos: Anagnia{A’s’ia} y Garrika(Guernica), y dos palabras del léxico corriente (que procederí­an de la «lengua etólica o pelasga»); andra [sic], «mujer» –`como si dijésemos una mujer varonil o una mujer para mucho’– y gana, «saya mujeril» (f. 51r-v); cf. también el resumen en latí­n, f. 63r-v.

Y un número aún mayor de voces españolas (en total, 39) atribuye nuestro autor al germánico; cf. «Un germanista vizcaí­no» y, aquí­, 3.4., y allá-clase que, en el resumen en latí­n (f.69r), Poza deriva la voz española tocho de deurs.ch («Duytsch»).

Quedarí­a por considerar la influencia árabe, pero en todo el libro de Poza, encuentro sólo dos nombres de lugar explicados por el árabe: el de Za­mora (cf. 4.4.1 y, además II, 3lr «la ciudad de Zamora, que por las muchas y buenas piedras blancas que produce, fue llamada por los moros Zamorati) y el de Madrid (II, 23v: «Fundación moderna de moros, y lo muestra el vocablo del nombre Mugrid, que significa Horcajo, respecto los tres caminos reales que allí­ se cruzan»). Y en lo concerniente a las voces arábigas del léxico común, encuentro aun nuevos. Poza se limita, en el texto español, a decir que se co­nocen (y se reconocen fácilmente): «En cuanto a la lengua africana más mo­derna, a que llamamos algarabí­a, de ésta, como es notorio, tenemos muchos vocablos tan conocidos que ellos mismos se manifiestan» (f. 30r); y en el re­sumen en latí­n (f. 70v), repite, con otras palabras, lo mismo pero añade que no conoce esa lengua («nullanillius babeo notitiam»),

4.4.4. La demostración «por ejemplos» de Poza es, desde luego, in­defendible, precisamente en lo que concierne a su tesis básica y a la prehistoria lingí¼í­stica de España. Pero en esta «demostración», más importantes que los eventuales aciertos y los muchos desaciertos etimológicos son las ideas que Poza formula con respecto a la toponimia; ideas por las que puede considerarse como fundador (o, al menos, precursor) de la toponomástica cientí­fica en Es­paña.

En primer lugar, Poza advierte claramente –y destaca en términos casi modernos– la importancia de los topónimos como testimonios históricos (por su gran estabilidad en el tiempo y porque se mantienen a pesar de la su­cesión de las lenguas) y, con ello, la importancia de la toponomástica como disciplina auxiliar de la historia: «los nombres de las villas y provincias y co­marcas son de las cosas que, si no es con mucha novedad y ocasión, nunca o muy tarde se mudan» (f, 2v). En el mismo sentido, señala que también los es­pañoles «en las Indias, sin embargo de su lengua castellana, todaví­a nombran las provincias con sus nombres primeros de la lengua indiana: México, Perú, Chile, Cuzco, etcétera» (f. 9v).

En segundo lugar, establece más o menos explí­citamente (y/o aplica) dos principios básicos de la toponimia que siguen teniendo vigencia en la to­ponomástica actual (como criterios para la etimologí­a de los nombres): el prin­cipio de la evidencia semántica y el principio de la motivación.

El principio de la evidencia semántica enseña que los nombres de lu­gar de otro modo «opacos» (sin significación corriente en tal o cual lengua) proceden (o deben considerarse como procedentes) de las lenguas en las que son «transparentes», o sea, interpretables en términos corrientes. Y Poza lo afirma con claridad repetidas veces, al señalar que tal o cual nombre debe proceder de tal o cual lengua, en la que tiene «significación» (cf., por ejemplo, fs. 3r, 7v, 8v), y también en un sentido más amplio, al hablar de la posibilidad de inter­pretar ciertas palabras españolas por el vascuence: «los vocablos que escapan del latí­n, griego o algarabí­a, sin duda se deben aplicar al vascuence todas las veces que en él se halla concepto o significación alguna» (f. 28v) «. Cf. también su distinción entre nombres «casuales» y nombres «naturales» (4.2. y n. 44)», que, correctamente interpretada (y convenientemente modificada), se aplica, precisamente, a los topónimos (y a otros nombres propios).

El principio de la motivación requiere que el nombre de lugar se en-rienda como «una descripción abreviada», o sea, que se justifique por alguna caracterí­stica del lugar al que corresponde (o por antropónimos o hechos his­tóricos relacionados con el mismo, etc.): que presente, de algún modo la ver­dad de la cosa» (en el sentido entendido por la etimologí­a, antigua)». Poza aplica este principio de manera razonable en casos corno. Reca, «lugar de mu­chas zanjas, y así­ las tiene» (f. 17v); Velasco, «lugar de muchos cuervos», por­que, en efecto, «se juntan ahí­ gran infinidad de ellos» (E 18v); o como el del topónimo Cymhis, para el cual se inclina a aceptar la reconstrucción como Cy­bión, y la motivación propuesta por Florián de °campo: «que en griego sig­nifica atún, por los muchos que por allí­ siempre ha habido y hay» (H, f. 14r)

Una formulación más contundente de este mismo principio la encontramos en Fr. Diego de Guadix (ma. de 1593); ‘El vocablo que tuviere en sí­ alguna significación, será o es de aquella lengua en la cual significa. Claro está que estos vocablos…. Ciudad-real, Malta, Vi­Ilaverde, etc., son de la lengua castellana, pues significan en ella, aunque usan dellos españoles y no españoles, y estos vocablos Judor, Arajer, Sagroi., claro está que son de la lengua arábiga, pues significan en ella, aunque usan dellos árabes y no árabes» (La Viñaza, pág. 815). El principio en sí­–válido para todo el dominio de la onomástica– tiene excelente fundamento, ya que los nombres propios corresponden en su origen a palabras y expresiones corrientes de una lengua. Pero, por supuesto, comporta riesgos muy graves si la evidencia semántica se logra por medio, de cortes mecánicos y arbitrarios, y sobre la base de vagas y dudosas semejanzas materiales. Y más aún si se aplica así­ fuera del dominio de la onomástica, Además, debe tratarse de una evidencia «sensata» (de una evidencia semántica acep­table para un nombre de lugar). Es decir que el criterio de la evidencia semántica debe apli­carse conjuntamente con el criterio de la motivación.

Pero en el capí­tulo central de su obra (cap. VI), Posa aplica, en parte, el principio de la evidencia semántica de una manera, por decirlo así­, ‘pleonástica», ya que lo aplica también a nombres modernos de las tierras vascas, donde los nombres vascos no resultan «opacos». En rigor, habrí­a que mostrar más bien que esos mismos nombres (o elementos de ellos) se registran también fuera de la Vasconia (lo que Poza hace casi sólo para –irte).

Se observará que se trata de un viejo criterio de la etimologí­a tradicional, aplicado aquí­ a los nombres de lugar. Con la diferencia de que de la motivación (que se refiere a la im­posición primera de los nombres) tiene más y mucho mejor justificación en la toponomástica, donde el acto originario de «dar nombres a las cosas» se asume, con razón, como acto de­liberado y, en principio, históricamente identificable. Lo que vale para los topónimos no vale, sin embargo, para los antropónimos, en los cuales la motivación originaria –si no se trata de apodos– tiene otro sentido, como el propio Poza lo advierte en el caso del nombre Gargoris (cf. n. 53). Y no vale de ningún modo (en sincroní­a) para los apelativos que no sean efectivamente «transparentes».

También pretende aplicarlo a otros varios nombres (como Siloria, ibero, Soria, Roa., y una serie de nombres griegos); y el intento como tal es saludable, a pesar de los desatinos.

4.5. En el mismo contexto del «vasquismo originario», Poza –con su breví­simo capí­tulo VII (fs. 20r-21v)– parece haber sido también el primer asertor de la hipótesis vasco-caucásica 1«), aunque en una forma elemental y muy ingenua. Pues de esto se trata, en rigor, en el caso de esa `colonización española de una región de Asia’, ridiculizada por La Vinaza (cf. 4,11.1.). Para tal hipótesis, tiene Poza un argumento filológico al hablar de la ‘Iberia orien­tal’, «entre el Mar Mayor [aquí­; el Mar Negro] y el Caspio», señala que fue «poblada por españoles, según Prisciano y Dionisio Alejandrino»; y, por su parte, trata de confirmar tal «hecho» por medio de una serie de etimologí­as (fs. 20v-21r) que, lamentablemente, son todas quiméricas y para las cuales no indica en ningún caso a qué palabras vascas entiende referirse.

Hoy, las coincidencias entre el vasco y varias lenguas caucásicas se explican de otro modo (cuando se explican), y, desde luego, no como efecto de una colonización vasca del Cáucaso. Pero la hipótesis como tal es ya más que una creencia absurda y carente de fundamento.

4.6. Una mención especial merece, finalmente, la segunda parte de la obra de Poza («De las antiguas poblaciones…»), también sobre toponimia, pero no en relación inmediata con su tesis básica. Esta segunda parte es mucho más que un simple «acopio de materiales», ya que, con sus casi 500 entradas (y un número mucho mayor de nombres registrados), constituye un verdadero léxico histórico-geográfico; un léxico comentado de toponimia hispánica anti­gua, modesto en la intención del propio Poza (cf. II, f. 1v), pero, con todo, notable para su época y, en ciertos aspectos, quizá también más allá de su época.

En este apéndice autónomo de 36 folios, reúne Poza topónimos («1 que encuentra en escritos y autores antiguos (en particular, en Tito Livio, Pli­nio, Estrabón, Apiano y en el Itinerario de Antonino Pí­o) y –apoyándose, en parte, en cronistas, historiadores y otros eruditos españoles– procura identi­ficar los lugares a que corresponden; todo lo cual supone una asidua y pro­longada labor de investigación filológica. Esta labor, por otra parte, la realiza Poza con bastante prudencia, con sobriedad y no sin sentido crí­tico. En varios casos registra las identificaciones propuestas por otros autores o las discute crí­­ticamente y se adhiere a ellas o discrepa con buen fundamento. Y en no pocos casos da sólo una identificación aproximada («o por allí­», «se cree que es») o señala que se trata de lugares aún no identificados («no se sabe su sitio cierto», «cuyo sitio se ignora», e incluso «cuyo sitio ignoro»); pero muchas de sus iden­tificaciones (también entre las no inmediatamente evidentes) son exactas. Las etimologí­as son, en esta segunda parte, pocas, y poquí­simas las a priori desa­tinadas (entre éstas; la de Bitica –en la entrada Turdetanos– y las de Cetubales, Hispil, Sarrios, Tarracona), corno también son pocos los datos de historia mí­tica (entre las entradas en que, con todo, figuran: Asturica, Cetubales,

laca, Nebrira, úlyssrpo, Turdetanos). Un ejemplo que me parece sintomático a este respecto: en la primera parte de su obra (f. 16r), Poza habla de un rey Sicoris»que reinó en las Espanias en el ario 1636 antes del advenimiento del Señor», rey cuyo nombre «significa, en vascuence, como una resolución sus­tancial con que la soberaní­a se transfiere», etc. y señala que «de este rey fue llamado el rí­o Sicorii, que pasa por Lérida, al cual, corrompido, decirnos Segrc»; en la segunda parte (Ir, f. 31v), el rey Sicoris (con la etimologí­a de su nombre) ha desaparecido y Sicorisse registra, sobriamente, sólo como nombre antiguo del rí­o Segre }.

 

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