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Ordenanzas de calle Medio

Ordenanzas de calle Medio

Detalle 10De 7 de Junio de 1564 se conservan las Ordenanzas de la Ca­lle Dervieja o calle Vieja; se encuentran en un cuaderno de papel de 31×22 cm. con 16 folios sin numerar que recoge el pleito de los veci­nos de la calle contra el licenciado Lucas de Romarate, vecino de la misma en 1579. En los últimos seis folios se recogen las ordenanzas de la calle como prueba contra Romarate y han sido estudiadas por Orella Unzué. Posteriormente han sido objeto de atención por parte de José Ignacio Salazar Arechalde cuyo artí­culo nos permite ver la se­mejanza con las que damos a conocer en esta breve obra. Aunque en el caso de la calle Vieja se trata de una traslación y las que presentamos aquí­ son las ordenanzas del ejemplar original de la calle de Medio.

Las primeras disposiciones de las ordenanzas de la calle Vieja re­ferentes a la muerte de un vecino son semejantes a las de la calle de Medio: los dos vecinos más cercanos han de cavar la fosa, los dos vecinos siguientes han de llevar las andas y otros cuatro han de bajar el cadaver a su sepultura; la familia del finado debe dar dos cántaras de vino a los asistentes y en caso de que no se le enterrara por la noche los vecinos tení­an la obligación de velar el cadáver. Si el finado era pobre se le harí­an las mismas honras sin ningún tipo de colación o gasto de la familia. Si se trataba de un párvulo los vecinos estaban obligados a hacer la honra a la puerta de casa, a rezar cinco padrenuestros y la familia del muerto a dar media cántara de vino. Sobre esta obligación de los vecinos de asistir a las honras a la puerta de casa y a la misa por el difunto las ordenanzas especifican las obligaciones del fabriquero de la calle.

Las ordenanzas de la calle Vieja nos informan también de las pro­cesiones a las diversas ermitas a las que debí­a asistir el marido o, si no podí­a la mujer; de la celebración de reuniones en las tres Pascuas, o el dí­a de San Juan en el monte de la ciudad con la obligación de los fabriqueros de la calle de llevar dos azumbres de vino blanco como colación.

Con respecto a la elección de los dos fabriqueros, Salazar Arechal­de apunta a que en 1564 fueron elegidos por la mayor parte o todos los vecinos, en las ochavas de Mayo, pero en los años sucesivos eran los fabriqueros salientes los que nombraron a sus sucesores. Como en las ordenanzas de la calle de Medio, el fabriquero debí­a llevar la vara y nadie podí­a hablar si no tení­a la vara en la mano; estaban prohibidos los juegos, se regulaban las situaciones conflictivas y los insultos, las guardas o la venta de vino.

El importante trabajo de Salazar Arechalde sigue estudiando las juntas de calles durante los siglos XVII y XVIII, con los conflictos vi­vidos en este último siglo que llevaron a que el ayuntamiento contras­tara la celebración de las juntas sin autorización expresa del alcalde, según las ordenanzas municipales de 1789 y, ya en el siglo XIX, ex­pone los problemas entre vecinos y moradores en 1819 consecuencia de los cuales fue la redacción de un reglamento de calles aprobado el 9 de Julio de ese mismo año que creó la figura de los auxiliares de fa­briquero, nombrados entre los moradores y que tení­an la obligación de cobrar las contribuciones, tener a su cuidado la formación de lumina­rias, custodiar las hachas llevándolas a los entierros y avisando cuando los hubiera, recoger la limosna para la misa y disponer lo necesario para la rogación del tercer dí­a de Pascua del Espí­ritu Santo. Según este reglamento al fabriquero lo elegí­a el ayuntamiento. Estas variaciones se ven también en la Calle de Medio.

Y así­ como no sabemos el momento en que aparecen las Juntas de calle, tampoco sabemos con exactitud cuando desaparecen pues, para la calle Vieja, Salazar Arechalde parece inclinarse a colocarla en concomitancia con la desaparición del régimen foral, mientras que nuestro volumen contiene actas hasta 1891.

Las ordenanzas iniciales de ambas calles tienen una notable seme­janza como podrá ver el lector a lo largo de este pequeño libro; pero ahora pasemos a presentar el objeto de nuestro trabajo.

Se trata de un manuscrito en muy buen estado de conservación sin apenas manchas de humedad ni rozaduras, sólo las debidas al uso, y sin signos de ataque de insectos. Encuadernado en pergamino con una solapa exterior en forma de triángulo truncado de la que penden los restos de dos tiras de cuero que cerraban y aseguraban el libro atándo­se en la parte delantera. Una de ellas sale de la parte truncada y la otra de su base donde se observa su orificio de salida. Las guardas anterior y posterior son de papel pegado, lo mismo que el forro de la solapa. Carece de guardas sueltas así­ como de hojas de cortesí­a. Tiene unas dimensiones de 16 cm. de ancho x 21,5 cm. de alto x 2,5 cm. de grosor.

En la tapa anterior lleva escrito como tí­tulo, «Ordenanzas de la Calle de Medio de la M.N. y M.L. Ciudad de Orduña». Tanto en el lomo como en la tapa posterior se lee la palabra «Orduña» en sentido longitudinal. En la guarda pegada delantera lleva escrito: «Coste de este libro 10 reales». Ha llegado a nosotros celosamente conservado por la familia Vitoria.

Su contenido consta de dos partes perfectamente diferenciadas:

Una primera parte de 12 hojas de pergamino de buena calidad y conservación; 24 páginas escritas en castellano antiguo, donde se re­cogen las ordenanzas de la Calle de Medio y su confirmación en 1599, con una caja de escritura que varí­a entre los 11,5 y los 12,5 cm. Y una segunda parte compuesta por 51 hojas de papel de calidad, de las cuales aparecen escritas 86 páginas en las que, con alguna excepción, se detallan sobre todo las actas de las Juntas de vecinos y fabriqueros o Alcaldes de Barrio desde el 26 de Diciembre de 1826 hasta el dí­a 4 de Enero de 1891, exceptuando el acta del año 1869 que no aparece, y en las que constan las cuentas dadas por los alcaldes de barrio, algún que otro pleito entre la calle y cofradí­as, cambio de las normas de la calle, nombramientos de cargos, vecinos entrantes, defunciones, etc. Es de destacar que a partir del año 1846 sólo se nombran auxiliares de fabriquero extinguiéndose la figura del alcalde de barrio, aunque a los auxiliares los denomina sin distinción fabriqueros, auxiliares o mayor­domos pero no alcaldes de barrio, según parece, en cumplimiento de un oficio del Ayuntamiento de la Ciudad. Aunque en años anteriores también se nombra a dos personas como fabriqueros, tales son los casos de 1842 y 1843.

También es importante señalar que aunque abarque un periodo muy importante de la historia de España y por tanto de la de Orduña, 1826-1891, con acontecimientos tan importantes y que tanto afectaron a esta zona como las Guerras Carlistas, la Revolución de Septiem­bre de 1868, idas y venidas de reyes, pretendientes y república, etc. no se haga ninguna referencia a ellas respecto a requisas de ví­veres, voluntariado de vecinos, visitas de personalidades, actos religiosos, etc. -que los hubo-, como si la calle fuera un ente independiente que con sus ordenanzas se dedicara sólo a regular una serie de facetas de la vida en vecindad dando prioridad a tener una sociedad ordenada y bien avenida, y siempre con un trasfondo esencial de religiosidad bien patente en todos sus actos.

El hecho de constar pues de dos partes tan diferenciadas, material y temporalmente nos hace pensar que cada vez que se acababa un libro –el anterior concluirí­a en 1825- se quitarí­a el original de las ordenan­zas y se coserí­a al siguiente, preocupación que ha permitido su llegada hasta nuestros dí­as.

El texto de las ordenanzas comienza, como era tradición en la época, con la invocación a la Santí­sima Trinidad, a la Virgen Marí­a, a San Francisco y a Santiago. Se especifica que son las ordenanzas de la calle de San Francisco, realizadas por los vecinos de la misma y compuestas por veintiocho capí­tulos más la confirmación de 29 de Diciembre de 1599 siendo alcalde y juez ordinario de la ciudad y su jurisdicción Martí­n González de Angulo Quincoces. Actuó como es­cribano Cristóbal de Orcalez, que era uno de los escribanos de número que habí­a en la ciudad y que actuaba a petición de Andrés de Vadillo, fabriquero de la calle de San Francisco, en nombre de los vecinos. La confirmación dice que las ordenanzas de la calle se observaban desde tiempo inmemorial por lo que quizá podamos afirmar que se trataba de darlas forma jurí­dica. Estuvieron presentes también Juan Antonio de Salazar y Pedro de Bardeci.

No parece inverosí­mil poder afirmar que este Pedro de Bardeci sea el abuelo del venerable fray Pedro de Bardeci que tanta devoción suscita aún en Santiago de Chile. El 19 de Febrero de 1589 Diego Garcí­a de Teza casó a Pedro de Bardeci con Marí­a de Izarra; ambos tuvieron a Francisco de Bardeci en 1601 quien se unió en matrimonio con Casilda Aguinaco en Septiembre de 1635 y fueron padres de Pedro de Bardeci, el futuro venerable, en 1641.

Estas ordenanzas establecí­an que todos los vecinos tení­an la obli­gación de acudir a las honras fúnebres de los convecinos de la calle bajo pena de un real que se habí­a de dedicar para cera de las hachas y para enterrar a los pobres de la calle. La obligación comprendí­a acudir a la casa del difunto y a la primera misa por su alma. Los fabriqueros tení­an la obligación de avisar llamando a las puertas y dando cinco bajadas a la campana mayor de Santa Marí­a y un repiquete con la esquila. El dueño de la casa donde yaciere el difunto habí­a de avisar al fabriquero, que si a su vez no avisaba tení­a que pagar las cantidades exigibles a todos los ausentes. Los dos vecinos que habitasen más cer­canos al difunto o difunta, estaban obligados a cavar la fosa, los dos más cercanos de enfrente tení­an que llevar las andas y los otros cuatro más cercanos depositar el cadáver en la sepultura, dejando cualquier eventualidad a las órdenes del fabriquero que habí­a de ser obedecido bajo pena de un real para la calle. La viuda, los herederos o los testa­mentarios del difunto habí­an de dar dos cántaras del mejor vino que en ese momento se vendiera en la ciudad, mientras que los vecinos debí­an participar juntos en la colación del difunto, y quien no fuere habí­a de pagar un real. De las cantaras de vino se habí­a de consumir lo necesario vendiéndose el sobrante para cera y para enterrar pobres de la calle. En conciencia cada vecino estaba obligado a rezar diez padrenuestros y diez avemarí­as por el muerto. Si no era enterrado en la noche, el cadáver habí­a de ser velado, y eran los fabriqueros los encargados de llamar a los veladores pagando 40 maravedí­s en caso de no hacerlo. Vemos que los fabriqueros eran dos y que un real co­rrespondí­a a veinte maravedí­es. A los que velaran al difunto se habí­a de dar tres tazas de vino, pan y queso, tras lo cual uno se habí­a de levantar para rezar por el difunto. En caso de que fuera pobre y la familia no pudiera sufragar los gastos de colación etc. todo se harí­a igual bajo la consabida pena de un real para quien no lo hiciere.

La persona que mandaren los vecinos habí­an de tener siempre en su casa dos hachas de cera para que cuando muriere algún vecino fue­ran llevadas con el cuerpo hasta que le fuera dada tierra.

Las ordenanzas no podí­an dejar de contemplar las exequias de párvulos, pues la mortalidad infantil era elevada. A la muerte de una criatura no habí­a obsequia en la casa, pero todos estaban obligados a ir a la puerta de la casa para la honra y el padre o la madre habí­a de dar una cántara de vino y los vecinos tení­an la obligación de rezar cinco padrenuestros y cinco avemarí­as por las almas de los difuntos del tal finado.

Si era una criatura que se enterraba a ví­speras o después de ví­s­peras, al dí­a siguiente todos los de la calle estaban obligados a ir a la primera misa y luego a la puerta para la honra con la consabida cántara de vino y el domingo siguiente se habí­an de juntar para la colación; también existí­a la obligación de decir diez padrenuestros y diez ave­marí­as.

Tras haber establecido todo lo fúnebre las ordenanzas pasan a de­terminar la organización de la calle. Cada año se habí­an de reunir los vecinos el último dí­a de la Pascua de Mayo para elegir a los fabrique- ros, aunque luego se cambiarí­a la fecha por el segundo dí­a de la Pas­cua de Navidad, o sea el 26 de Diciembre. Queda claro que era compe­tencia de los fabriqueros convocar a los vecinos cada vez que lo vieran necesario. Era competencia de los fabriqueros investigar las querellas entre los de la calle, pero sin querella no podí­an hacer pesquisa alguna excepto si reñí­an estando reunidos los vecinos. Los elegidos no podí­an rehusar bajo pena de cien maravedí­es, pero las ordenanzas establecí­an también una pena de un real cada vez que alguien faltase al respeto a los fabriqueros destinando el dinero para las hachas y para enterrar pobres. Con el mismo fin se establecí­a la misma multa de un real para aquellos que no callaren tras habérselo ordenado los fabriqueros, tanto en las reuniones a cabildo como en los momentos de solaz. Y 34 ma­ravedí­s habí­an de pagar también quienes no acudiesen tanto a cabildo como a colación, el dinero se destinarí­a a lo mismo: cera y entierro de pobres. Otra obligación, con su relativa multa, era la de asistir, el marido o la mujer, a las procesiones y letaní­as a las ermitas, siempre que no hubiera un legí­timo impedimento que debí­a justificar o en caso de que tuviera algún asunto importante, pidiera previamente licencia a los fabriqueros y enviase a su mozo o moza a la procesión. Se juntaban también los vecinos dos dí­as en las octavas de las tres Pascuas y si los fabriqueros no cumplí­an con su deber de juntarlos habí­an de pagar la colación del dí­a; cuando se juntaban los vecinos para solaz estaba ab­solutamente prohibido cualquier tipo de juego (de azar o semejantes). También establecí­an reglas para las condenas, los guardas -que tení­an que avisar a los fabriqueros, en el plazo de dos dí­as, de cualquier cosa que tomaran a los vecinos, bajo pena de un real, la mitad para la calle y la mitad para los fabriqueros que la debí­an destinar a cera y misas-, y trataban de los que pretendí­an abandonar la vecindad.

Cuando la calle se reuní­a en cabildo, los fabriqueros tení­an que llevar la vara y la Regla u Ordenanzas de la calle y cualquier vecino para poder hablar habí­a de tener la vara en la mano. Se castigaba la apelación al alcalde ante cualquier condena de la calle a un vecino; el apelante se verí­a obligado a pagar a todos los vecinos una colación de carne de carnero y de vaca, pan y vino el domingo siguiente y si fuera cuaresma una colación con las viandas que hubiere; para ello los fa­briqueros les habí­an de tomar prendas y venderlas porque si no los que se verí­an obligados a pagar la comida serí­an los fabriqueros mismos.

También estaban contempladas las riñas y las palabras enojosas, tanto de los adultos como de los muchachos de catorce años en ade­lante. Todo vecino presente podí­a poner penas y en el caso de los muchachos castigos para que dejasen de reñir o insultarse y además los fabriqueros tení­an la obligación de indagar sobre el asunto infor­mando en cabildo el primer domingo. Se penaban de manera decidida –doscientos maravedí­es la primera vez, trescientos la segunda y la tercera a discreción de la calle- las palabras injuriosas, como bellaco o bellaca, puta, ladrona, borraga, sucia, amancebada, etc. y se penaba a cualquiera que quisiera interceder por los culpables.

Todo aquel que viviera en la calle estaba obligado a ser vecino de ella y no de otra, bajo pena de cien maravedí­s para cera y misas y al llegar debí­a dar un real para cera.

Estaba penado echar basura y orinar en «la bóveda», delante de la imagen de San Francisco, y poner machos u otras bestias; quien lo hiciera habí­a de pagar media libra de aceite para la lámpara que ardí­a ante San Francisco y quien lo viera podí­a poner el castigo.

Otro tema importante lo constituí­a el comercio del vino. Nadie po­dí­a vender vino blanco o tinto, si ya habí­a otro vendiéndolo del mismo tipo, hasta pasados tres dí­as, a menos que no lo embotellara.

La segunda parte del manuscrito es ya lo suficientemente legible y además no tiene grandes novedades; la mayor parte de los años no hace otra cosa que registrar las reuniones de los vecinos, con el único objeto recibir las cuentas –siempre de cantidades exiguas- y de elegir a los nuevos fabriqueros, lo que se solí­a hacer el 26 de Diciembre. A lo largo del tiempo la organización cambia poco; en 1819 el alcalde de barrio y sus dos auxiliares habí­an de ser elegidos entre los vecinos más modernos y de estos el alcalde de barrio habí­a de ser de los vecinos y sus auxiliares de los moradores; en 1826, cuando empieza el cuaderno nuevo, habí­a siempre un alcalde de barrio o fabriquero y dos auxilia­res. Al parecer en ese momento al fabriquero lo nombraba el alcalde de la Ciudad y los vecinos elegí­an a los auxiliares, pero ya en 1830 pa­rece que los vecinos elegí­an a los tres. En 1841 se volvió a la tradición antigua de elegir dos fabriqueros, aunque, al parecer, el ayuntamiento les obligaba a elegirlos empezando por un extremo de la calle y por suerte, como puede verse en el acta de 1842. Sin embargo en 1843­1845 se volvió a nombrar alcalde de barrio y dos auxiliares; aunque en 1846 el ayuntamiento impuso a los auxiliares, desapareciendo la figu­ra del alcalde de barrio y nombrándose para 1848 dos auxiliares; sin embargo en 1851 se alude nuevamente a que los nombran siguiendo el turno marcado por el ayuntamiento. Para 1854 fueron nombrados fa­briqueros Juan Odiaga y Sisebuto Santa Marí­a «vecinos más antiguos que aún no han servido». En el acta de 1877 aparece una nueva mo­dalidad: cada uno de los fabriqueros cesantes nombra a su sucesor, lo que también se ve en 1878-1879, 1881-1883 y 1886, aunque en 1887 parece que se nombran por turno; en 1885 se vuelven a denominar auxiliares hasta 1891 año en que concluye el manuscrito.

El dinero, como hemos dicho era poco, pero en 1835 sobraron ocho reales que se gastaron en «bino chacolin y un pan de tres libras»; luego en 1838 sobraron nueve reales y medio y dispusieron los veci­nos que «se gasten según costumbre», en 1839 sobraron 16 reales y se gastaron en una colación «según uso y costumbre». También en 1844 el remanente fue usado por los vecinos «en su refresco» y en 1850 el sobrante de 17 reales y medio fue empleado en una colación, lo mismo que en 1851, 1852, 1854, 1856-1862, 1866-1867, 1882, 1889 y 1891. Normalmente en esa colación de la Pascua de Pentecostés se consu­mí­an bizcochos y medio azumbre de vino blanco.

Queda constancia de costumbres de la calle durante el s. XIX, como la de ir en rogativa al convento de Santa Clara el tercer dí­a de la Pascua de Pentecostés, que en 1826 fue objeto de una notable dia­triba con el mayordomo de la cofradí­a del Rosario que no quiso dar el pendón para la rogativa, aunque se vio obligado a ceder. Por lo escrito en 1850, 1852, 1867 parece que en Santa Clara se celebraba una misa seguida de una colación y con la actuación de un tamborilero. En el acta de 1830 queda constancia de otra rogativa al Santuario de la Vir­gen de la Antigua.

En 1855 y 1858 sabemos que el cura habí­a cobrado 4 reales por la misa, el sacristán, el campanero y el tamborilero 2 (4 en 1858), pero ese mismo año de 1855 los vecinos recogieron voluntariamente 63 reales para decir cuatro misas con rosario en el santuario de la Antigua para honrar a la Virgen por la epidemia de cólera. Otras noticias so­bre gastos de misas y tamborilero hay en las cuentas de 1863 y 1866. También queda constancia del empleo de hachas de cera el dí­a de la Inmaculada. Por lo escrito en 1864 sabemos que las hachas cuando se hací­an nuevas llevaban de cera «ocho libras las dos».

En el acta de 1841 consta la determinación de que a cada mortuo­rio de persona mayor que ocurriera en la calle debí­a asistir una perso­na de cada casa bajo pena de un real.

Por el acta de 1847 sabemos que José Olabuenaga habí­a sido nom­brado enterrador, cobrando tres reales por cada entierro y quedando abolida la costumbre de que abriera el hoyo el vecino más cercano, lo que solí­a crear problemas entre ellos. Yen 1849 establecieron que los Auxiliares llevaran las hachas a la casa del Cadáver y a la sepultura.

Como podrán ver los lectores las ordenanzas constituí­an normas para una correcta convivencia y para acompañar a los vecinos en mo­mentos difí­ciles de la vida junto con otros momentos religiosos y con­viviales. Publicamos en primer lugar el texto original de las ordenan­zas del siglo XVI y de las reuniones del siglo XIX y luego un texto moderno que permita una lectura más cómoda; por último encontrará el lector un í­ndice de los personajes citados entre los que muchos po­drán hallar alguno de sus antepasados.

Jon Ramí­rez-Pedro A. Olea

Bilbao 2012

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