
Nostalgias (la cantera de Uría años 50) (siglo XX))

Serán los años. Posiblemente. Mirar hacia atrás siempre aporta una mirada nostálgica no exenta de ribetes heroicos. Para mí equivale a niñez. Niñez de antiguo régimen en la que «escuela, juego y trabajo» ocupaban los días. A nadie se le ocurriría pensar en «explotación de menores», máxime en un medio fundamentalmente agrario. Porque ese era el discurrir de cada día, de cada semana, de cada mes… de toda la década de los años cincuenta. Incluso de los quinientos años anteriores y los diez siguientes.
Como toda mirada «nostálgica» se aleja de la comprobación histórica y se ciñe a la puesta en presente de mis recuerdos pasados. Por ello, cada orduñés puede abordar el tema con el mismo derecho. Sólo me importa la «vida cotidiana» desde las vivencias que aún quedan en mi memoria. Una invitación a todos y cada uno.
Como en muchos otros lugares, las explotaciones mineras en Orduña han sido constantes (otra cosa es el éxito de las mismas). Por las excavaciones realizadas no hace mucho en las inmediaciones de Aloria (una de las aldeas más antiguas del valle por donde, seguramente, discurrió durante siglos una calzada que comunicaba la zona alta con el valle) se data en los siglos II-III el establecimiento de alguna instalación romana que trabajaba el hierro. La proximidad del monte San Pedro (donde se realizaron abundantes catas) certifica la existencia de dicho mineral. En las proximidades de esta misma aldea (en la vaguada inicial de la carretera de acceso desde la general) se realizaron, también, una serie de prospecciones petrolíferas o gasísticas. Sus promotores eran conocidos en los años cincuenta como los «alemanes». La cosa no pasó a mayores. Luego vino Valdeajos. Tengo entendido que hubo, igualmente, algún yacimiento de plomo y algún que otro «chirene» que se tenía como propietario de minas o canteras inexistentes (el más famoso fue «Liborio»). Tampoco podemos dejar sin citar la existencia de una «calle del hierro» en el núcleo más antiguo de la villa, casualmente alineada con el «establecimiento» romano.
En los años cincuenta, que yo recuerde, había dos explotaciones «mineras»: ambas yeseras. Una de ellas estaba ubicada en la zona de «Basaldúa». Allí extraían el mineral y lo transformaban en sus próximos hornos. La otra en la Antigua. Era la «Fábrica de yeso de Uría y Torre». En ella trabajó mi padre (fue capataz en la cantera) durante muchos años hasta que cerró. En muchas ocasiones fue lugar de mis «juegos» de niño bien en la cantera, bien con el transporte o bien en la propia fábrica.
Esta empresa tenía dos espacios bien delimitados: la cantera y la fábrica. Entre una y otra un sencillo «trenecillo» de menos de un metro de ancho de vía y arrastrado por una máquina-tractor que acercaba el mineral a los hornos. Su largura rondaría el kilómetro y medio. Voy a escribir algunos recuerdos de cada uno de estos espacios.
La cantera (aunque propiamente es una mina) estaba situada en el barrio de La Antigua (zona de Lurgorri). Aún hoy día puede apreciarse, con su peculiar color rojizo, desde la estación de RENFE la amplia huella que ha dejado. Si nos acercamos a través de alguna de las fincas observaremos un inmenso lago que inunda las altas entradas a las bocaminas. Nada que ver con la actividad minera de los años cincuenta. El «lago» actual era mucho más reducido y no tenía ninguna relación con la actividad que allí se desarrollaba. Simplemente era un acúmulo de agua que debía extraerse con una motobomba y evacuado al río (el llamado más adelante «matapulgas») que pasaba al final de túnel por donde se accedía a la cantera y, posteriormente, seguía la vía hasta el «paso» bajo el acceso al Santuario de la Antigua. Porque a este espacio abierto se llegaba a través de un abovedado túnel de unos cien metros. Túnel cerrado con un portón de madera que mi padre se ocupada de abrirlo y cerrarlo todos los días. Entonces el horario era de ocho a doce y de una y media a cinco y media. Atravesado el «temible» túnel (¡al menos para mí) por donde discurría la vía del «trenecillo» se accedía al boquete a cielo abierto. A la izquierda quedaba el gran «lago» en el que, frecuentemente, enredaba con algunos reteles a la pesca del cangrejo o cazando ranas. A la derecha una empinada campa cercada en la parte superior. Había una caseta que, seguramente, fue polvorín en algún momento. Yo la conocí vacía, salvo en algún tiempo en el que mi padre dejó por allí una banda de «conejos». Su caza era de lo más curioso por cuanto empleábamos una «vagoneta de volquete» invertida y con un palito de soporte para la faena. En el suelo poníamos algo de comida y, cuando la pieza estaba comiendo, se tiraba de una cuerda atada al soporte. El conejo quedaba dentro. Todo era cuestión de entrar al «volquete» por un agujero previamente realizado en su parte superior.
Llegados a este lugar se apreciaba un enorme «farallón» en el que se abría la alta y ancha abertura de la «mina». Quizá en un primer momento la extracción se hiciese directamente en esta pared. Yo no lo conocí. A partir de este punto se diferenciaban dos bocaminas de unos cinco metros de ancho y otros tanto de alto cada una de ellas. En los años cincuenta se trabajaba únicamente en la galería de la derecha. Lógicamente cada una de ellas tenía sus propias vías. Por otra parte, recuerdo que de estas dos galerías básicas salían otras más o menos extensas en un intento de buscar la mejor veta. Hacía cada una de ellas se acercaban las vías. La altura, en todo caso, se mantenía más o menos estable en toda su extensión.
El trabajo que se desarrollaba en la cantera, que contemplé en muchas ocasiones, consistía, una vez establecido el lugar por parte del capataz, en «barrenar» la pared en siete u ocho puntos. En estos años cincuenta ya se hacía con «comprensores» a los que se adosaban diferentes barrenos de forma y tamaño diferente pero, según me decía mi padre, en momentos anteriores se hacía a base de «cincel» y «porra». Unos profundos orificios en los que se incrustaban posteriormente unos cuantos cartuchos de «dinamita». Tras ellos aquel que llevaba «el pistón» con la mecha. Por último, una serie de «cartuchos» rellenos de «tierra» a modo de «retaco». La preparación de la cartuchería se realizaba en una «caseta» próxima al tajo y, en mi recuerdo, la realizaba el capataz. Una vez realizada esta operación, de la pared colgaban únicamente las mechas (de treinta o cuarenta centímetros y color negro). Los cartuchos y los pistones eran traídos desde la «Dinamita» de Galdákano en el tren de cercanías. En la lonja de mi casa las dejaba mi padre (que era el encargado de ir por ellas) en dos maletas de madera. En una cajita metálica iban los «pistones» (que subía a casa en el bolsillo de la chaqueta). Hoy puede causarnos risa pero así ocurría. Cada quince días, más o menos, se repetía la operación. Lo recuerdo porque, entre otras cosas, el viaje me reportaba una bolsita de «peladillas» que traía mi padre.
Tras retirarse la docena de trabajadores hacia la bocamina, el capataz daba fuego a las mechas. No representaba ningún problema. Ni había carreras, ni precipitación. Las cosas se hacían con serenidad. Lo contemplé directamente dos o tres veces. Prendidas todas las mechas, se iba hasta la entrada donde, como he escrito, estaba el resto de los trabajadores. Al cabo de un rato se escuchaban las detonaciones. Primero el «pistón» y, seguidamente, la «carga». Un buen retumbe de toda la galería. Se contaban las explosiones para comprobar su coincidencia con las realizadas. Era el primer problema a superar. En este caso se dejaba pasar un rato para que el polvo fuese asentándose. Si faltaba algún «cartucho» se dejaba pasar un tiempo mayor. En todo caso, en este primer momento únicamente entraban el «capataz» y alguno de los «barrenadores». Se proveían de unas largas barras de hierro e iban desprendiendo, si les era posible, aquellas piedras que podían constituir algún peligro de desprendimiento. Posteriormente, todos los trabajadores se dedicaban a asegurar el «tajo».
Con ello comenzaba la segunda labor en la mina. «Romper» los bloques grandes, seleccionar los materiales y cargarlos en las vagonetas. Para la primera de estas tareas se utilizaban «compresores» y «porras». Los materiales «útiles» (un porcentaje muy alto) eran clasificados en tres bloques: los «travesaños» (piezas alargadas en torno a un metro); los «bloques» (piezas de diversas formas y tamaño medio) y el «arrabio» (piezas de tamaño pequeño). Las primeras y segundas se cargaban (a mano) en pequeñas vagonetas rectangulares de madera protegidas por cartolas laterales; el «arrabio», con la palas, iban en vagonetas de hierro (de forma triangular) de volquete lateral. Estos eran los minerales que iban a los hornos. Además, cuando la piedra útil ya había sido totalmente retirada se procedía a sacar del tajo todo aquello inservible que, igualmente era cargado en vagonetas. Con ello finalizaba la labor en la «mina». Si era preciso se añadían unos metros de vías.
El transporte de todo ello hasta la fábrica (ubicada en el Paseo de la Antigua, poco antes del paso a nivel) se realizaba, como ya he dicho, a través de una vía sumamente estrecha. Se iniciaba en el propio tajo, atravesaba un estrecho túnel de unos cien metros y discurría paralelo al arroyo XXXX hasta atravesar (por un puentecito aun hoy día visible aunque tapiado) el paseo que sube al Santuario. Aquí cruzaba la carretera sin ningún tipo de barreras y penetraba en los terrenos de la fábrica. Antes de llegar a la escombrera (donde se tiraban los materiales no útiles) o a los hornos (materiales hábiles) cruzaba las vías de RENFE por un puente realzado cuando se impuso el tendido eléctrico. Siempre me llamó la atención la serie de pequeñas maniobras que se realizaban en este entorno bien a mano (en cada expedición iban dos obreros además del maquinista) o bien con la «máquina-tractor». Esta última tenía su propio «garaje» en esta misma zona. Creo que funcionada con gasoil. Su arrancado siempre me llamó mucho la atención por cuanto se precisaba de dos personas: una para dar impulso a través de una manivela y otra para, a una señal del anterior, dar a un pistón. Con todo ello (y un poco de suerte) se lograba que arrancase. Más de una vez lo hice al servicio del «chófer» que en aquel entonces se llamaba Rufi. Recuerdo con singular realidad que en una ocasión subía montado en el carro tirado por los bueyes. íbamos en él mi tío Lorenzo y mi primo Txelico, seguramente camino de la Cabaña. Habíamos atravesado el paso a nivel de RENFE que sube hacia La Antigua y tomábamos un camino carretil (aún no existía la actual carretera de Cedélica). Escuchamos una fuerte explosión en el túnel bajo el paseo. Fuimos corriendo y allí estaba el bueno de Rufi echando pestes y todo el cuerpo lleno de grasa… ¡Había explotado el motor de la máquina!… Desconozco los años que tenía aquel «tractor» pero a mí ya me parecía que era muy viejo…
La fábrica, como tal, constaba de tres sectores: los hornos, el molino y el almacén. Junto a ellos unas sencillas oficinas y, sobre ellas, una vivienda ocupada por Satur y Segundo, hijos de un antiguo capataz de la cantera fallecido como consecuencia de un derrumbe en la misma entrada de la «cueva» izquierda. Ambos trabajaban en estos años en la fábrica. Detrás de todo ello una amplia extensión que servía de «trastero» de todo tipo de residuos o de almacén de madera para el horno.
El edificio que albergaba los hornos era un recinto rectangular sin divisiones internas al que se accedía a través de cuatro bocanas abovedas de ladrillo refractario. Sobre este recinto se observaba «colgada» la vía por la que se traía el mineral. La primera operación era levantar (con el propio mineral) una serie de muretes de aproximadamente metro y medio de altura que dividía el rectángulo en cuatro espacios de no mucha anchura (la misma que tenían las bocanas). Sobre cada murete se colocaban los «travesaños» de mineral que se habían elaborado en la cantera de manera que se formaban cuatro espacios vacíos, oscuros y alargados a partir de las bocanas. Una vez realizada esta operación se echaba sobre la estructura el resto del mineral hasta completar el horno (un total de unos cinco metros de altura) colmatándolo de piedra pequeña. Con el mineral debidamente preparado se introducía por las bocanas suficiente madera y se le daba fuego. Recuerdo que el calor era espantoso porque había que ir introduciendo energía a medida que esta se consumía saliendo las llamas cual lenguas infernales.
Desconozco cuánto tiempo era preciso para «cocer» el mineral; sí que entonces comenzaba un momento delicado por cuanto había que sacar el mineral y volcarlo en un molino-trituradora. Los trozos grandes se sacaban «a mano»; cuando no era ya posible con «cestos» cargados con «rastrillo» y «pala». Siempre me llamó la atención la «voracidad» de la trituradora. Debía de tener, no lo sé, dos formas de triturar por cuanto en el almacén siempre había dos montones de material: el llamado «fino» y el «tosco». Su caída desde la «tolva» al suelo (unos cuatro metros) siempre provocaba un ambiente irrespirable. Igualmente se provocaba cuando se procedía a «ensacar». En aquellos años se hacía a pala en sacos de arpillera. El cierre de cada saco se hacía a base de cosido manual. Con el almacenaje (allí mismo o en una estancia adosada) concluía el proceso de producción. En esta estancia «adosada» se acumulaban cantidad de sacos «usados» (que se devolvían por parte de los compradores) que debían revisarse continuamente. Este menester era trabajo exclusivo de «Resti». Hasta este mismo lugar se introducía una de las vías de RENFE que, cuando era preciso, servía para exportar el material. Si el transporte era algún camión (lo más normal) se cargaba en la misma carretera a través de una pequeña puerta lateral.
Una pequeña «oficina» completaba la instalación (además de la vivienda de la parte superior). Frente a un sencillo ventanal se abría un «hall» ocupado por una gran báscula que nos servía (además) para balancearnos. Una escalera lateral daba acceso a la vivienda. La oficina era atendida diariamente por Segundo (en ocasiones también estaba por allí el dueño de la empresa «don» Luciano). El cobro del salario se realizaba por semanas: el sábado al mediodía. Lo contemplé en muchas ocasiones (mi padre, como capataz, estaba presente) y me llamaba la atención que una mayoría de los trabajadores (en torno a la quincena) «firmaba» con la huella digital, muestra de su nivel académico. Me dice mi madre que el «jornal» de mi padre rondaba las doscientas pesetas semanales. Eso sí: ¡con derecho a «carbonilla»!, restos de la combustión de la madera de los hornos que nos servía para mantener la cocina económica de casa. Normalmente la traía ensacada «Santitos» en una carretilla. Luego era otra porque, en ocasiones, era tan fina que no servía para nada. En otras palabras: había que cribarla.
Esta personal visión de la «fábrica de yeso» en los años cincuenta debiera ser acompañada de otros múltiples aspectos que completaran el cuadro cual pueden ser la evolución de los salarios, tipología de los trabajadores, tecnología, problemas laborales, causas del cierre… Quizá lo abordemos en otro momento.